Cuando en 1805 el capitán Amasa Delano, durante una excursión a las costas de Chile, se encontró con un buque esclavista golpeado por el mar y lo abordó para llevar provisiones, pensó que su tripulación estaba a cargo de la situación y de su mercancía, unos 70 esclavos africanos; pero cuando se dio cuenta de que cayó víctima de una muy astuta escenificación a fin de poder recibir ayuda –en realidad los esclavos se apoderaron del buque semanas antes y exigieron ser llevados de vuelta a Senegal– sometió a los rebeldes y los revendió. Esta increíble –pero verdadera– historia narrada por Herman Melville en su (casi) olvidada novela Benito Cereno (1855), que abre el nuevo libro de Greg Grandin (The empire of necessity: slavery, freedom, and deception in the new world, 2014) era sólo, literalmente, un pretexto.
Inspiró al autor a emprender una minuciosa investigación sobre la trata de esclavos en América y sirvió para introducir su argumento, según el cual la esclavitud no era un accidente en la economía moderna, sino su parte integral, que ayudó en el desarrollo de varios campos, desde la medicina hasta seguros, finanzas y bienes raíces.
Aunque el impacto de la esclavitud llegó más allá del
trabajo no remunerado, fue precisamente la plusvalía extraída de él lo que generó
la riqueza que corría por las venas de los circuitos comerciales mundiales. Según
un cálculo, entre 1619 y 1865 los esclavos realizaron 222 millones 505 mil 49
horas de trabajo, que hoy representarían un valor de millones de millones de
dólares.
Aunque Marx comentó un poco acerca de la esclavitud
–presente en otros sistemas, pero que con el capitalismo cobraba rasgos
particulares–, subrayando por ejemplo que, contrariamente al trabajador, el
esclavo no vendía su fuerza de trabajo, sino él mismo era una mercancía vendida
a su amo junto con ésta, que además no le pertenecía, no elaboró más al
respeto.
El primero que teorizó sobre la importancia de la esclavitud
para el surgimiento del capitalismo fue el marxista polaco Henryk Grossman
(1881-1951), autor de La ley de la acumulación y del derrumbe del sistema
capitalista (1929).
Como subraya Rick Kuhn, su biógrafo, Grossman trataba de
corregir a la vez el argumento de Rosa Luxemburgo, otra marxista polaca:
mientras para ella la expansión territorial capitalista era motivada por la
necesidad de encontrar nuevos mercados, él analizaba el colonialismo en
términos de la necesidad de explotar la fuerza de trabajo –también esclava– y
la extracción de plusvalía, según él el principal motor del capitalismo.
Mientras Luxemburgo insistía en que la plusvalía generada en los países
centrales buscaba su realización mediante el comercio colonial, Grossman
argumentaba que la plusvalía generada en las periferias buscaba su realización
en el centro (International Socialist Review,No. 56, 11/07).
Para él, la esclavitud era igualmente clave para la industria
como la maquinaria –sin el trabajo esclavo no hubiera habido algodón–, aunque
el avance tecnológico disminuyó finalmente las ventajas de la esclavitud en la
acumulación del capital (o sea, su abolición fue al fin resultado de procesos
económicos, como ha subrayado Eric Williams en su Capitalism and slavery, 1944).
La conexión plantación-fábrica resalta también en el denso
retrato de la economía esclavista en Estados Unidos escrito por Walter Johnson
(River of dark dreams. Slavery and empire in the cotton kingdom, 2013),
cuyas descripciones del tormentoso proceso en que el trabajo humano se
convertía en mercancías y más capital, la gente viva en cadáveres y la vida
humana en algodón, se parecen a los relatos del trabajo fabril de El
capital.
También para Johnson no hubiera habido el capitalismo
decimonónico sin la esclavitud que alimentaba circuitos comerciales desde Nueva
Orleans hasta Nueva York y Liverpool; y sin los plantadores (un arquetipo de un
capitalista estadunidense) que, por más crueles que fueran –violando a las
mujeres esclavas convertían su semen en capital–, también eran muy hábiles en
el uso de nuevas tecnologías y sofisticados instrumentos financieros.
Si bien Thomas Piketty en su Capital in the
twenty-first century (2014) toma en cuenta la esclavitud como parte del
cálculo de capital en Estados Unidos –según su enfoque neoclásico capital=riqueza,
muy diferente al de Marx–, no dedica más atención al tema, ni al colonialismo,
dejando así una laguna en su historia del capital (véase: Counterpunch, 28-30/3/14).
Tampoco –centrándose en las desigualdades sociales internas–
se interesa en la polarización a escala global, cuando muchos de los que están
arriba (estados y/o trasnacionales) deben su avance y riqueza a su
pasado colonial y allibre comercio de esclavos.
Pero su falla más grande –al fijarse sólo en la
distribución, no en la producción– es su limitado esquema del proceso
capitalista según el cual el dinero produce más dinero (M-M1).
Para Marx, que miraba las relaciones sociales y la
explotación subrayando que sólo el trabajo (P) crea el valor –su esquema es más
complejo: M-C-P-C1-M1–, esto era una economía vulgar, que se guiaba sólo
por las apariencias e ignoraba el proceso real de acumulación (Michael Roberts, Unpicking
Piketty, en: Weekly Worker, 5/6/14).
La milagrosa desaparición del trabajo en la
formación del capital en el siglo XXI resulta aún más perturbadora
ante la persistencia de la esclavitud, el trabajo forzado y el tráfico humano.
Aunque hoy los dueños de los medios de producción usan
violencia más sutil (como la deuda ilegal), su objetivo es el mismo:
sacar el mayor provecho posible del trabajo (contrarrestando, dirán seguidores
de Grossman, la tendencia decreciente de la tasa de ganancia). Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT),
en el mundo existen 21 millones de trabajadores esclavos, de los que 19 son
explotados por empresas privadas.
Así se ve cómo las teorías en boga, como el fin del
trabajo (Rifkin) o las ecuaciones económicas que excluyen el trabajo
humano (Piketty, et al.), cumplen el papel ideológico invisibilizando
la verdadera dinámica del proceso productivo capitalista, oscureciendo tanto el
pasado como el presente de la esclavitud, impulsada por el insaciable empuje de
la extracción de plusvalía.
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