David Hume ✆ García Cruz |
El fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos sobre el
litigio entre el Estado argentino y los llamados fondos buitre ha
reavivado la discusión sobre la deuda externa en nuestro país. Sin entrar en la
discusión específica del tema de la deuda, no es el propósito de este artículo,
considero conveniente hacer algunas consideraciones sobre el discurso de los
políticos del sistema (léase aquellos que sirven a nuestras clases dominantes)
acerca de la cuestión de la deuda.
Todos ellos, ya se trate de la presidenta Cristina Fernández, Macri, Scioli, Massa o Carrió, coinciden en que el pago de la deuda es una obligación ineludible de la Argentina. Palabras más, palabras menos, para ellos negarse a pagar la deuda externa equivale a salir del orden natural. Así, honrar nuestras deudas nos eleva a la categoría de país responsable, confiable. Si alguien propone algo distinto (léase no pagar), es porque no entiende la naturaleza del mundo en que vivimos.
Todos ellos, ya se trate de la presidenta Cristina Fernández, Macri, Scioli, Massa o Carrió, coinciden en que el pago de la deuda es una obligación ineludible de la Argentina. Palabras más, palabras menos, para ellos negarse a pagar la deuda externa equivale a salir del orden natural. Así, honrar nuestras deudas nos eleva a la categoría de país responsable, confiable. Si alguien propone algo distinto (léase no pagar), es porque no entiende la naturaleza del mundo en que vivimos.
En definitiva, el argumento de nuestros políticos se basa en el reconocimiento de la existencia de un supuesto orden natural, en donde unos países prestan a otros y estos pagan, como corresponde, dichas deudas. No es preciso ahondar demasiado para comprender que esta versión angelical de las relaciones internacionales tiene poco que ver con la realidad. El orden invocado por los políticos no es otra cosa que la naturalización de las relaciones de poder existentes. Hace ya mucho tiempo, el filósofo inglés Thomas Hobbes (1579-1688) desnudó la causa última por la que se cumplen los contratos:
“Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno.” (p. 137) (1).
Lo natural no es, pues, otra cosa que la cristalización de
una determinada correlación de fuerzas entre las clases sociales. Esa
correlación de fuerzas es producto de derrotas y/o avances (depende de la clase
desde donde se mire), pero jamás es definitiva. Justamente, el mecanismo
ideológico de la naturalización opera para que veamos como definitivo (como
“natural”) aquello que es transitorio.
La teoría social (las ciencias sociales si lo prefiere el
lector) es uno de los campos en los que se dirime la lucha entre las clases
sociales. De modo esquemático, puede afirmarse que el proyecto
político-ideológico de la burguesía tiene como uno de sus puntales el
desarrollo de argumentos y mecanismos que promueven la naturalización de las
relaciones sociales capitalistas; por su parte, la clase trabajadora y los
demás sectores populares han procurado negar el carácter natural de las
relaciones capitalistas. El ejemplo clásico de esto último es el tratamiento
por Karl Marx (1818-1883) de los orígenes del capitalismo, en el capítulo 24
del Libro Primero de El capital, donde somete a una crítica implacable la
fábula elaborada por la burguesía acerca del nacimiento del capitalismo:
“Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ella el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa – que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender excepto tus propias personas – y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo. (…) En la historia real el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo: en una palabra, la violencia.” (p. 891-892) (2).
En otras palabras, en la fábula compuesta por la burguesía,
la desigualdad entre empresarios y trabajadores es la consecuencia natural de
las diferencias de aptitudes para el trabajo de unos y otros. La naturalización
reside aquí en la transformación de diferencias que son el producto de las
luchas entre sectores sociales en diferencias que ya se encuentran en la
“naturaleza humana”. De este modo, la violencia desaparece del escenario, junto
con la explotación del hombre por el hombre.
Pero no sólo la dominación económica de la burguesía está
naturalizada. También lo está su dominación política. En rigor, desde que
existen las clases sociales, los grupos dominantes han procurado naturalizar su
dominación, para que ella no se viera como fruto exclusivo de la violencia. La
naturalización de la dominación ha tenido tal eficacia que la obediencia de la
mayoría a una minoría se da por sentada. El filósofo inglés David Hume
(1711-1776) mostró esta situación en un notable ensayo, “De los primeros
principios de gobierno”. (3).
“Nada más sorprendente para quienes consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si nos preguntamos por qué medios se produce este milagro, hallaremos que, pues la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión, la cual es, por tanto, el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a los más populares y libres. El sultán de Egipto o el emperador de Roma pueden manejar a sus inermes súbditos como a simples brutos, a contrapelo de sus sentimientos e inclinaciones, pero tendrán, al menos, que contar con la adhesión de sus mamelucos o de sus cohortes pretorianas.” (p. 21; el resaltado es mío).
El “milagro” de la dominación consiste en que la mayoría,
que tiene la fuerza de su lado por el hecho mismo de ser mayoría, se somete a
la minoría. Hume trastoca aquí la concepción de sentido común según la cual la
fuerza está siempre del lado de los gobernantes, concepción que naturaliza la
dominación al convertir en hecho natural la ubicación de la fuerza junto a los
gobernantes. El conocimiento científico exige, como condición previa, el
cuestionamiento de lo aceptado, del sentido común dominante en un lugar y en
una época determinados. Por ello Hume habla de “milagro”, porque, una vez que
se ha corrido el velo del sentido común, el sometimiento de la mayoría a la
minoría se nos presenta como algo extraordinario.
Hume también pone en cuestión el papel de la violencia.
Decir que un orden político se sostiene en base a la violencia es incompleto e
insuficiente, pues deja sin explicar el porqué los ejecutores de la violencia
obedecen a los gobernantes. A partir del reconocimiento de las limitaciones de
la violencia queda abierto el camino para profundizar el estudio de los
mecanismos que posibilitan la dominación política. Hume avanza en ese
camino postulando que la opinión es el instrumento por medio del cual se garantiza
la dominación.
“La opinión puede ser de dos clases, según se basa en el interés o en el derecho. Por mi opinión interesada entiendo sobre todo la derivada de las ventajas generales que proporciona el gobierno, unidas al convencimiento de que el imperante es tan beneficioso en este aspecto como cualquier otro que pudiera implantarse sin gran esfuerzo. Cuando esta opinión prevalece entre la mayoría de un estado, o entre quienes tienen la fuerza en sus manos, confiere gran seguridad a cualquier gobierno.” (p. 21).
En un lenguaje más moderno, podemos afirmar que Hume hace de
la ideología el cemento que asegura la obediencia de los gobernados. Pero no se
trata de una ideología abstracta, expresada en grandes principios. Es, por el
contrario, una ideología que se deriva de la percepción de ventajas materiales
(la propiedad es, en este sentido, también una ventaja material para quienes la
poseen).
“El derecho es de dos clases: derecho al poder y derecho a la propiedad. El ascendiente que aquel primer concepto tiene sobre la humanidad se comprenderá fácilmente observando el afecto que todas las naciones profesan a su gobierno tradicional, e incluso a aquellos hombres que han obtenido la sanción de la antigüedad. Lo que tiene a su favor el peso de los años suele parecer justo y acertado…” (p. 21-22).
“Fácilmente se comprende que el derecho de propiedad es importante en todas las cuestiones de gobierno. Un destacado autor ha hecho de la propiedad el fundamento del gobierno y la mayoría de nuestros escritores políticos parecen inclinados a seguirle. Esto es llevar la cuestión demasiado lejos, pero hemos de conceder que las ideas sobre el derecho de la propiedad tienen gran influencia en esta materia.” (p. 22).
Bastan estas citas para exponer la posición de Hume sobre
los principios que logran asegurar la obediencia de los gobernados. Aquí no
dispongo de espacio suficiente para hacer el examen de los mismos. Basta
indicar que el énfasis de Hume en los factores ideológicos (más allá de que,
como señalé más arriba, se trata de una ideología ligada directamente a lo
material) tiende a dejar de lado el hecho fundamental de que, en una sociedad
capitalista, la obediencia de los gobernados, es decir, de los trabajadores, se
apoya principalmente en la coerción económica. En otras palabras, quienes
carecen de medios de producción y viven en una sociedad mercantil, no tienen
más remedio que vender su fuerza de trabajo para poder acceder a las mercancías
que precisan para vivir.
La obediencia de la mayoría a una minoría no es un hecho
natural. Es un hecho “milagroso”, que requiere ser explicado yendo más allá de
lo aparente. Y es precisamente esta búsqueda de explicación de lo cotidiano, de
lo aparentemente sencillo y/o evidente, la tarea de la teoría social. Por lo menos,
de una teoría social que pretende ir más allá de lo que interesa a la clase
dominante.
Notas
(1) Hobbes, Thomas. (1998) [1° edición: 1651]. Leviatán
o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. México D.
F.: Fondo de Cultura Económica. Traducción española de Manuel Sánchez Sarto.
(2) Marx, Karl. (1998). El capital: Crítica
de la economía política. Libro primero: El proceso de producción de capital.
México D.F.: Siglo XXI. Marx tiene un ilustre predecesor. Maquiavelo
(1469-1527), en El príncipe, mostró como el Estado moderno tiene su origen
en la violencia. El ya mencionado Hobbes hizo lo mismo en el Leviatán,
donde la violencia es concebida como el rasgo fundamental del Estado.
(3) Hume, David. (1994). Ensayos políticos.
Madrid: Tecnos. Traducción española de César Armando Gómez. El ensayo citado en
el texto se encuentra en las pp. 21-25. Salvo indicación en contrario, todas
las citas de Hume corresponden a esta edición.
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