Jacques Rancière ✆ Gastón Spur |
Las dos obras
más recientes del filósofo francés parecen confirmar lo que se ha dado en
llamar el “giro estético” de su pensamiento. Asthesis y El
hilo perdido están consagradas, respectivamente, a analizar una serie
de escenas que atraviesan transversalmente campos diversos de las prácticas
artísticas (del Torso de Belvedere de
Winckelmann hasta el Cine-ojo del
soviético Vertov, pasando por los reportajes norteamericanos de Agee y las
renovaciones de la danza de Loïe Fuller e Isadora Ducan) y un conjunto de
prácticas de escritura (Flaubert, Conrad, Woolf, Keats, Baudelaire y Büchner,
pilares centrales que estructuran un libro plagado de una profusión erudita de
referencias al arte “moderno”). Estos últimos ensayos confirman la creciente
centralidad que la reflexión sobre el arte ha ganado en su producción.
En principio,
contra cierta tentativa actual de confinar el pensamiento explícitamente
in-disciplinario de Rancière al campo de la crítica artística, habría que
señalar la imbricación fundamental de sus preocupaciones estéticas y sus
preocupaciones políticas. Sobre todo cuando sus intervenciones políticas se
revelan persistentes: recientemente se ha pronunciado contra las leyes
islamofóbicas francesas o en apoyo al movimiento de la Nuit Debout y la lucha
contra la Loi Travail de flexibilización laboral.
De hecho, la
formulación de la idea de régimen estético del arte, como nueva forma de
visibilización de lo artístico fundada en el desarreglo delrégimen mimético, es
contemporánea a la escritura de El
desacuerdo, su más discutido libro de “filosofía política”, donde, por otro
lado, formula inicialmente la tesis del reparto de lo sensible, que más adelante
definirá como un
… sistema de
evidencias sensibles que al mismo tiempo hace visible la existencia de un común
y los recortes que allí definen los lugares y las partes respectivas […] fija
entonces, al mismo tiempo, un común compartido y partes exclusivas. Esta
repartición de partes y de lugares se funda en un reparto de espacios, de
tiempos y de formas de actividad que determina la manera misma en que un común
se ofrece a la participación y donde los unos y los otros tienen parte en este
reparto2.
En El
desacuerdo había pensado a la filosofía política como una serie de
respuestas posibles que construyen el orden, al dar las razones para fijar o
sublimar el litigio que brota de atribuir diferencialmente a unos u otros
sujetos la capacidad política del lenguaje. Lo que él daba en llamar policía
consistiría en la afirmación de una distribución desigualitaria de las partes
fundada en las posiciones sociales que los sujetos ocupan. Es siempre en
función de la naturaleza o del carácter de las ocupaciones que derivan de una
estructura social que ciertos sujetos son excluidos de lo político o contados
de forma subordinada. Las diversas filosofías políticas, del platonismo a la
ciencia social moderna, no harían sino proveer los argumentos para lidiar con
esta cuenta policial. A ésta contraponía lo democrático como forma única de la
política, que consistiría en las acciones y enunciados que ponen en cuestión
aquella cuenta de las partes y las posiciones, produciendo un desarreglo y una
modificación en el reparto de lo sensible: la afirmación de la capacidad
política de sujetos a los que se les era negada (los esclavos, las mujeres, los
proletarios). Afirmación que implica siempre cierta subjetivación
des-identitaria –en tanto verificación de que aquéllos pueden más que lo que se
esperaba de ellos en función de las identidades que les corresponderían en la
estructura social–, así como una politización de espacios de la vida que no
eran contados como propios de lo político por el orden policial (el trabajo, lo
doméstico, la sexualidad, etc.).
Entonces,
como fondo y material mismo de lo político se postulaba aquel reparto de
lo sensible: espacio de una tendencial indistinción entre cosa y palabra,
realidad y ficción, pero constituido por prácticas, materiales y espacios. Su
creciente preocupación por las artes, la literatura y la estética deriva
directamente de esta intuición. Primero, para permitir la exploración de nuevas
formas de pensamiento sobre la política de las artes, en tanto formas
específicas de intervención en este reparto. Es decir, pensar su politicidad no
a partir de las intenciones autorales o de las posiciones políticas explícitas
de los artistas –y menos como resultado de su extracción social–, sino más bien
como resultado de la forma particular en que sus obras intervienen en un mundo
de prácticas y palabras para configurar o reconfigurar un sensorium. El ejemplo paradigmático,
citado recurrentemente, será el del aristócrata Flaubert, en cuyas obras, sin
embargo, los críticos contemporáneos no verán sino la irrupción de lo
democrático en el orden de la escritura.
Política de la estética 3, política de la imagen4, política de la
literatura5, derivarían entonces de los efectos sensibles que éstas producen
para distribuir, visibilizando o reduciendo a ruido, las capacidades de hablar
y actuar que componen sujetos. Segundo, como forma de reflexión directa sobre
el campo y el material mismo en que se juegan para él los procesos de
subjetivación política y como camino para pensar nuevas forma de prácticas
emancipadoras.
Los senderos de la emancipación
que se bifurcan
Ahora bien,
lo que parece delinearse con mayor claridad en estas últimas obras es una
oposición entre dos procesos posibles de la emancipación. Si esto ya estaba
presente en El maestro ignorante6, donde el acto de emancipación
intelectual efectuado por el dispositivo puesto en marcha por Jacotot se
divorciaba obligatoriamente de cualquier proyecto de generalización social de
la emancipación7, Rancière encuentra un divorcio quizá aun más radical entre la
experiencia estética de lo sensible y el campo de la emancipación social, como
espacio de una estrategia.
Esta tensión
se deja ver con claridad en la lectura que Rancière hace de la novela Rojo y Negro de Stendhal 8, que
marcaría cómo la oposición a toda jerarquía o lógica social desigualitaria, que
surge de la verificación de la potencia igualitaria de los sujetos, se enreda
en la experiencia de la igualdad como forma sensible de vida. En El hilo perdido vuelve sobre esta
tensión diciendo que ella
… opone, de
hecho, las dos formas bajo las cuales la subversión de las posiciones sociales
se le presenta al joven plebeyo ambicioso: como conquista del poder o como
partición de una igualdad sensible […] una tensión que afecta a […] las formas
de la revolución popular o las manifestaciones de la emancipación obrera: el
descubrimiento de la capacidad que tiene cualquiera de vivir cualquier género
de experiencia parece coincidir con la defección del esquema de la acción
estratégica que adapta los medios a los fines9.
Esta tensión,
y las miles de formas singulares de defección que produce, ya poblaban las
páginas de La noche de los proletarios10, cargadas de historias de
militantes devenidos poetas o vagabundos, y de obreros icarianos que, por
querer fumar tabaco y abandonarse a la pereza en las orillas de los ríos de
América, desarreglaban hasta su disolución la empresa político-religiosa de
comunidad utópica que se habían propuesto fundar y por la que se habían
embarcado hacia el otro lado del mundo.
Pero si esta
tensión se aloja, por un lado, al interior de la existencia plebeya y de sus
movimientos como una tentación para los hijos del pueblo de experimentar
cualquier cosa antes que consagrarse a la acción revolucionaria, encuentra
también nuevas torsiones al interior de los saberes no-plebeyos.
El
advenimiento revolucionario de las masas habría desarreglado todos los órdenes
del saber, al mismo tiempo que se habría enlazado con la “revolución estética”
que quiebra toda jerarquía de los temas y las acciones, emparentando la
igualdad política con un proceso estético de la igualdad.
La
literatura, forma históricamente novedosa de la escritura, nace para Rancière
justamente de este encuentro con la igualdad sensible y la belleza presente en
cualquier sujeto o cualquier tema que desarma el régimen clásico de la
representación y la mimesis. Pero debe construir su propia forma de
igualdad como una sustracción de esa igualdad locuaz de los pobres, en la forma
de un “poder impersonal de la escritura” que afirma en la textura misma de la
frase o en la atomística de la materia la forma correcta de igualdad y de
experiencia estética.
La moderna
ciencia histórica, nacida del desarreglo igualitario de las formas
tradicionales de su escritura como acontecimientos de grandes hombres, es al
mismo tiempo, según Rancière, otra forma de sustracción: la construcción de una
significación de las masas y sus procesos que, al mismo tiempo que los pone en
el centro de la escena, debe silenciar su palabrerío en los sentidos mudos de
la tierra, el espacio y las regularidades estadísticas11. Un camino similar
habría seguido la constitución de la ciencia social moderna.
Las prácticas
no literarias del arte deberían expresar entonces estas mismas tensiones. Al
mismo tiempo radicalmente modificadas por la verificación igualitaria que
fuerza el desarreglo del régimen representativo y obligadas a sustraerse del
palabrerío y el accionar infinito de los múltiples sujetos igualmente
partícipes de la experiencia común de lo bello y lo significativo, para afirmarse
como práctica específica de un sujeto específico: el artista.
Pero en su
tratamiento de las escenas del régimen estético del arte, Rancière no se
interesa por la sustracción específica que las artes deberían operar para
construir su propia forma de “buena igualdad”. Lo que parece interesarle es
cómo aquella oposición que dividía al movimiento de las masas entre una
voluntad de poder o de acción y la búsqueda de un goce sensible se aloja en el
corazón mismo del “régimen estético de las artes”. Las figuras, las prácticas y
las formas presentes en Aisthesis son
justamente aquellas que desarman al sujeto de la acción orientada a fines,
escenas que se esfuerzan en construir experiencias en la indistinción misma de
acción/inacción, fines y azar, totalidades colectivas de la vida de un pueblo y
fragmentos sensibles hechos de luz y átomos.
Lo que nos
presenta Aisthesis es
justamente la escenificación de un régimen estético constituido internamente
por la tensión entre la autonomización del arte como expresión de la potencia
de los hombres para la ficción y la voluntad de fundirse con la vida en una
comunidad nueva que ya no conozca la división entre formas sublimes y formas
profanas de actividad, especialmente en la paradójica superoposición de estas
alternativas, y su tendencial reversibilidad. Sin embargo, tras esta
preocupación, la corrosividad con que Rancière suele enfrentar las pretensiones
de todo saber y toda práctica parece suspenderse sorprendentemente frente a las
artes. En esto podría consistir su verdadero giro estético: la afirmación de la
experiencia estética como espacio puro para la emancipación frente al terreno
de una emancipación política o social que carga siempre cierta sospecha (la de
traicionar sus propios fines). Aquí se deja ver la centralidad que tiene el
planteamiento schileriano de las Cartas
sobre la educación estética del hombre, de lo bello como espacio de
unificación e indistinción entre la razón y el sentimiento, la acción formativa
y la pasividad sensible destinado a producir una nueva humanidad.
Quizás por
estas mismas razones haya vuelto una vez más, en su último libro, sobre la
ficción literaria a la que había denunciado por aquella apropiación de la
“potencia de los anónimos”. Así El
hilo perdido se esfuerza por explicar como ésta es también un
…poder de ruptura de la lógica consensual que mantiene
las vidas anónimas en su lugar, un poder de disolución de las identidades,
situaciones y encadenamientos consensuales que reproducen, en ropaje
moderno, la vieja distribución jerárquica de las formas de vida 12.
Y esto contra
una tradición “progresista” de la crítica literaria que habría insistido en ver
en la ficción moderna la representación del devenir-cosa de las relaciones
humanas, el remplazo del viejo organismo representativo (el de las partes
ajustadas a un todo como un cuerpo viviente) por el nerviosismo inorgánico de
lo inerte-mercantil. Contra Barthes, Benjamin, Sartre y Lukács, Rancière invita
a ver en la ficción “algo completamente diferente: una destrucción del modelo
jerárquico que somete las partes al todo y divide a la humanidad entre la elite
de los seres activos y la multitud de los seres pasivos”13.
El impasse de la
emancipación estética
En este
espacio privilegiado de lo sensible Rancière construye la que quizás sea su
fórmula de una buena emancipación. Al comentar la obra del poeta inglés
John Keats nos dice que
…los hombres
son animales políticos porque son animales poéticos, y es aplicándose a
verificar, cada uno por su cuenta, esta capacidad poética compartida, como
pueden instaurar entre ellos una comunidad de iguales14.
De Jacotot a
Keats, pasando por Schiller, encontramos entonces la apuesta político-estética
que nos propone: construir dispositivos sensibles y singulares de verificación
de una capacidad común. Apuesta que no es sino la de presentificar, en
singularidades, aquel fin de la emancipación colectiva; realizar
inmediatamente, aún al costo de que sea de forma siempre precaria, aquella
figura del obrero-poeta-filósofo-pescador que Marx ponía como imagen del
comunismo en la Crítica al Programa
de Gotha.
El poema,
como la enseñanza del maestro ignorante, no pueden ser sino singulares, hechos
“cada uno por su cuenta”, o “de voluntad a voluntad”. Introducen rupturas en
las totalidades organizados por los saberes, el orden político o la lógica
social, antes que construir nuevos colectivos. Están siempre del lado de una
desidentificación y de una defección que se sustrae a todo fin.
Estos
dispositivos se distancian así de cualquier estrategia que pueda
organizar los sujetos hacia la emancipación como objetivo, en tanto estaría
obligada a escindir temporalmente los fines y los medios, corriendo el riesgo
de precipitarse siempre a un saber del cálculo de aquellos medios, que
implicaría entonces una inevitable jerarquía y una insoportable postergación.
Y esto aun
cuando el pensamiento de Rancière no se presente nunca como una afirmación de
la futilidad, o, peor aún, de la peligrosidad, de toda revuelta. Por el
contrario, no cesa de repetir que la comunidad de los iguales es posible y debe
ser intentada. Aunque sólo sea para afirmar, a continuación, que ésta no será
sino fugaz, momentánea, y condenada siempre a tener que recomenzar. La
verificación de la igualdad o de la capacidad común de experiencia sensible es
una tarea que debe retomarse una y otra vez, pero que no podrá nunca afirmarse
como tal. Su oposición al orden es explícitamente pensada como insuprimible: “Tal vez esta dialéctica sea interminable”
nos dice en El hilo perdido.
Contra
este impasse chocan entonces todas las preguntas necesarias que
Rancière no deja de plantearnos: ¿Cómo pensar una estrategia colectiva que no
dependa de un saber a poseer o trasmitir; que reproduciría las jerarquías del
trabajo manual/intelectual al interior de las colectivos revolucionarios? ¿Cómo
integrar a una estrategia de emancipación política el grado cero que
constituirían la emancipación intelectual y la experimentación sensible? Es
decir, cómo pensar una emancipación más allá de las figuras del sacrificio, o
de la superación de la miseria material, que haga lugar a la multiplicidad de
subjetivaciones igualitarias posibles para los oprimidos; y que se sustraiga a
la reconfirmación del lugar subordinado e impotente en el que se coloca a ese
mismo sujeto que se espera actor de la revolución.
Pero el
problema reaparece. Aquellos mismos intentos contemporáneos de emancipación que
Rancière saluda, no se construyen solamente “de voluntad a voluntad”, ni
exclusivamente como resultado de una desidentificación sensible. Están
obligados a definir un enemigo y a trazar las formas de un antagonismo, que
cristalizan en procesos de organización colectivos que no pueden sino reponer
aquellos problemas de los fines y los medios, en temporalidades que exceden el
puro presente de las escenas singulares de subjetivación igualitaria. Es decir,
nos obligan a plantear una vez más aquella vieja cuestión: la de nuestra
estrategia.
Notas
·
J.
Rancière, El reparto de lo sensible. Estética y política, Bs. As.,
Prometeo, 2012.
·
J.
Rancière, El malestar en la estética, Bs. As., Capital Intelectual, 2011.
·
J. Rancière, El
espectador emancipado, Bs. As., Ediciones Manantial, 2010.
·
J.
Rancière, La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la
literatura, Bs. As., Eterna Cadencia, 2012; Política de la literatura, Bs.
As., Libros del Zorzal, 2011.
·
J.
Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones para la emancipación
intelectual, Bs. As., Libros del Zorzal, 2016.
·
G. Gutiérrez,
“La ignorancia y la igualdad en Rancière” en IdZ 32, agosto 2016.
·
“El cielo del
plebeyo. París, 1830” en Aisthesis, op.
cit., pp. 57-74.
·
El hilo
perdido, op. cit., p. 29.
·
J. Rancière, La noche de los proletarios.
Archivos del sueño obrero, Bs. As., Tinta Limón Ediciones, 2010.
·
J. Rancière, Los nombres de la historia.
Una poética del saber, Bs. As., Nueva Visión, 1993.
·
El hilo perdido, op. cit., p. 67.
·
Ibídem, p. 13.
·
Ibídem, p. 84.
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