Especial
para la Página
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No todos los hombres dejan huella en su paso por la vida.
Quienes la estampan sobreviven a su muerte, es el caso de los héroes
revolucionarios. Hay que conocer a ese tipo de hombres y el tiempo que les tocó
vivir para comprender cómo llegaron a transformarse en luchadores sociales,
capaces de arriesgar la vida por un ideal, después de transitar por largo,
difícil y contradictorio proceso de conformación de una conciencia social
radical. Siempre son luchadores sociales idealistas. Ni ángeles ni demonios.
Visionarios, predicadores, combatientes por un mundo justo. Creyentes en su
verdad. Encarnan aspiraciones del colectivo en época de cambios. No deben
confundirse con los idealistas mesiánicos que terminan siendo demagogos,
autócratas, falsos idealistas creadores de vanas ilusiones en las masas
oprimidas. Mientras persistan las causas que propician la insurgencia de los
hombres, recordar a los idealistas revolucionarios es un compromiso moral, más
que un reto político. Su ejemplo no tiene que ser una invitación histórica a la
imitación.
El movimiento insurreccional urbano y rural de la izquierda
venezolana de los años sesenta del siglo pasado dejó una estela de mártires esparcidos
por toda la geografía nacional. De algunos, sus restos todavía no aparecen.
Muchos son hoy desconocidos. Se equivocaron. Tal vez actuaron en el lugar
preciso pero no en el momento conveniente. Argimiro Gabaldón, Alberto Lovera,
el Chema Saher, Víctor Soto Rojas, Felipe Malaver, Fabricio Ojeda, Donato
Carmona, Trino Barrios, Jorge Rodríguez, Tito González Heredia, Víctor Tirado,
José Aquino, Jesús Márquez Finol, José A. Mendoza Ovalles y muchísimos otros
luchadores sociales, fueron modelo de templanza y protagonismo combatiente.
Américo Silva, uno de ellos, cumple este 40 años de haberse
incorporado a la historia de los héroes de la lucha guerrillera venezolana de
la sexta década del siglo XX.
La lucha armada venezolana
Fueron tiempos de profunda crisis social y política en
Venezuela. Tiempos de revolución y rebelión en gran parte del mundo. En nuestro
país se confrontaban los gobiernos del Pacto de Punto Fijo (Betancourt - Leoni
- Caldera) y el movimiento revolucionario de izquierda dirigido por el Partido
Comunista de Venezuela (P.C.V.) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria
(M.I.R.). La revolución cubana encendía inusitado entusiasmo entre las masas
latinoamericanas, secularmente empobrecidas y traicionadas. La Guerra Fría
enfrentaba a norteamericanos y soviéticos por la dominación del mundo. Crecía
la descolonización de África y Asia. La agitación libertaria involucraba a los ghettos negros norteamericanos, a los
universitarios alemanes y franceses, a los guerrilleros urbanos suramericanos y
a muchos otros brotes rebeldes. Venía el continente saliendo de las oprobiosas
tiranías de un Odría, Rojas Pinilla, Somoza, Trujillo y otros autócratas y
caudillos. Aquí en Venezuela se había derrocado la dictadura militarista de
Marcos Pérez Jiménez, mediante una rebelión militar aliada con una insurrección
civil, el 23 de enero de 1958. La esperanza por una verdadera democracia había
durado el tiempo que tuvieron las cúpulas partidistas, asociadas con la
burguesía nacional e internacional en apoderarse del poder del Estado. La
efervescencia del espíritu de liberación mundial prendió entre la juventud
izquierdista defraudada por su exclusión del proyecto democrático adeco-copeyano.
El socialismo fue la bandera de la «revolución». La lucha armada fue la forma
predominante de lucha política de la izquierda venezolana.
La derrota de la insurrección dejó como saldo, por el lado
gubernamental, la consolidación de la partidocracia electorera, usufructuada
por socialdemócratas y socialcristianos, de perversas consecuencias, que aun
hoy se están padeciendo. Por el bando de la oposición, la izquierda cosechó un
gran fracaso político-militar. De un pujante movimiento estudiantil, campesino,
obrero, con gran arraigo en el mundo intelectual y cultural, en los primeros
años de los sesenta, quedó casi anulado y profundamente desmoralizado al final
de la década. Por ambos lados fue inaudito el costo de vidas humanas. La
izquierda aportó la mayor cuota. Quienes le combatieron también hicieron su
aporte de sangre y de vidas en defensa del régimen democrático representativo.
La revolución había sido destruida. La mayoría popular se decidió por la paz y
el sufragio como instrumento de lucha política.
Américo Silva: Un revolucionario
Murió «El Flaco» Américo en un fortuito encuentro en una
alcabala de una patrulla móvil de la Guardia Nacional, dedicada a labores de
Protección Forestal y Preservación contra el contrabando, en la vía San Félix –
El Pao del Estado Bolívar, el 31 de abril de 1972.
Intentaba obtener apoyo logístico en esa zona ajena de
actividades subversivas. La guerra ya había terminado. Desde 1964 el P.C.V.
había asumido la política de Paz Democrática, separándose de la insurrección
armada. El M.I.R. se había dividido y subdividido, y muchos de sus dirigentes
se acogieron a la política de pacificación de Caldera I (1968-1972). Mientras
que, en la sociedad seguía la prédica por la paz, Américo se mantuvo en la
«línea dura», en la política del foco guerrillero. Con Gabriel Puerta Aponte y
Carlos Betancourt dirigía el frente guerrillero «Antonio José de Sucre», en el
Oriente del país. Fue el último grupo armado de la lucha armada de los años
sesenta. Ya aislados de las masas, asediados y fustigados por la política de
pacificación del gobierno, Bandera Roja, brazo político de aquel frente, se
negaba a reconocer la derrota militar y política, la inconveniencia de la
guerra y la imposición de una realidad política dominada por el debate
democrático.
Américo había sido asignado para iniciar, dos años antes de
morir, la recuperación del movimiento armado en la zona del hierro (Puerto
Ordaz, San Félix, El Pao). Incorporar y entrenar militantes, lograr recursos
materiales y relacionarse furtivamente con el movimiento obrero, en el cual había
empezado su trayectoria política en los días postreros de la dictadura
perezjimenista, quince años atrás. Se había iniciado como miembro de la
resistencia clandestina de Acción Democrática en esa región. Fue conductor de
locomotora en la compañía norteamericana Orinoco Mining Company. Sintió en
carne propia la explotación y discriminación capitalista durante aquella
tiranía, cuando los obreros no tenían derechos ni posibilidades de exigirlos.
Con el ascenso al poder de «Acción Democrática (1959) creyó
que había llegado la oportunidad de luchar a favor de los pobres. Arreó con
febril entusiasmo y convicción la bandera de la redención social de los
oprimidos del campo. Tomó en serio las entonces promesas revolucionarias
adecas. Delegado del Instituto Agrario Nacional (I.A.N.) en su Estado natal,
Monagas, emprende la difícil tarea de defender a los campesinos. Hoy, ancianos
muchos de estos, - en las Bocas de Río Chiquito, Caripito, entre otros lugares
- recuerdan cómo se dedicó en acompañarles en sus reclamos, llegando hasta
distribuirles tierras de latifundistas adecos, que al fin y al cabo lograron
imponer sus intereses. Lo hacía por iniciativa propia, enfrentándose a los ya
conservadores dirigentes de su partido, preocupados más por garantizar el orden
social y la estabilidad política del gobierno. Organizó a espaldas del partido,
campamentos de jóvenes para la penetración política del campo, frente a la
avizorada burocratización del partido y la omisión de combatir por los
condenados de la tierra. Este comportamiento le acarreó su primera prisión.
Intuía la traición del otrora partido antifeudal y antiimperialista. Los
ideales del rebelde social comenzaron a sentirse traicionados. Muchos compañeros
de esas primeras experiencias libertarias evocan todavía su osada conducta
política frente a los politiqueros y terratenientes accióndemocratistas.
La división ideológica de Acción Democrática que daría pie a
la fundación del M.I.R. (1960), representó la rebeldía de la juventud adeca
contra el viraje hacia la derecha de esa organización, que aliados con el
partido Social Cristiano (COPEI) se repartirían el poder por casi cuarenta
años. Realizaron algunas modernas reformas sociales, económicas y culturales,
pero sin atacar radicalmente las causas de la injusticia. Desfalcaron el tesoro
público y dejaron agravar los seculares problemas del país. Le vaciaron a la
palabra democracia su verdadero contenido social.
Américo sería un decidido fervoroso dirigente del M.I.R..
Iluminado, otra vez, por la percepción de la llegada de la hora crucial de las
definiciones: «Ahora o nunca». «Ahora si es el momento de las grandes
decisiones». A partir de allí fue absoluta su dedicación a la causa popular. La
declaración de guerra del P.C.V. y el M.I.R. al «gobiernito» de Betancourt lo
encontró en primera fila. Tomó en serio el grito de insurgencia hasta el final
de su vida. En el camino muchos desertarían, pero él, como otros tantos,
perseveró por sus ideales.
En los doce años dedicados íntegramente a la lucha armada,
entre 1960 y 1972, dirigió guerrillas urbanas y rurales, voladuras de
oleoductos, operaciones - pro fondos financieros - a bancos y a empresarios.
Viajó dos veces a Cuba, regresando la segunda vez, en la invasión guerrillera
de Machurucuto, Estado Miranda (1967), que el ejército emboscó, salvándose
parte de los expedicionarios, gracias a la astucia campesina de Américo y otros
guerrilleros baqueanos. Eran los tiempos del frente guerrillero «Ezequiel
Zamora» en las montañas del Bachiller, bombardeado y destruido por las Fuerzas
Armanas Nacionales, con una gran secuela de campesinos y guerrilleros
torturados, desaparecidos y muertos. Él había sido uno de sus dirigentes
fundadores. Asumió directamente con extremado riesgo la logística y la
retaguardia, en medio del férreo cerco militar, con el apoyo de valiosos
combatientes.
La esencia humana de
un idealista
Sacrificó proyectos personales y vida familiar. Contrajo
matrimonio por poder en la clandestinidad. A pesar de las limitaciones para
emprender una vida hogareña, se las arregló ingeniosamente para compartir
afectos con la esposa e hijos: Argelia, Hildemar, Italo y Mao. En medio de la
más férrea persecución de que fue objeto visitaba a su madre y hermanos, suponiendo
acertadamente que el enemigo no lo buscaría en esos lugares. El día de su
muerte lo esperaba la familia en un refugio campesino, desde donde se
movilizaba hacia San Félix y Puerto Ordaz en función de la reorganización de la
lucha armada.
Américo disfrutaba de la compañía de los niños. Se esmeraba
en enseñarles juegos, hablarles de la naturaleza, de las cosas de la vida. Les
improvisaba canciones acompañándose con un cuatro. Patética de su profunda
sensibilidad es una carta que escribiese a su pequeño hijo mayor. Le invitaba a
ser responsable, honesto y afectivo: «Los niños pobres de dinero como tú,
tienen la tarea de ser ricos espiritualmente, ricos en amor, en cariño. El
hombre estudioso y respetuoso de sus padres, tíos y abuelos, es el que merece más
amor y cariño de todos los seres humanos».
La escuela de un
revolucionario
Descendiente paterno de canarios y materno de corsos, nació
el 20 de marzo de 1933 en Campo Alegre, aldea rural cercana a Aragua de
Maturin, del Estado Monagas. Comerciante, ganadero y campesino el padre,
Alberto Tirado, deja huérfanos a seis pequeños hijos en 1945. La madre,
Marcolina Silva, asume con coraje y dignidad echar adelante a la familia.
Ahora, dentro de una pobreza moderada, en medio de la extrema miseria de
aquellos pequeños pueblos y caseríos del oriente venezolano de finales de la
dictadura Gomecista, cuando la región ya era gran centro petrolero, Marcolina y
sus hijos Alberto, Américo, Juan José, Antonio, Italo y Fernando, se compactan
en un férreo núcleo familiar, dispuesto a vencer las dificultades y a no
dejarse hundir en la mediocridad ni ser humillados por la pobreza. La madre
hizo de padre y líder. Jefa indiscutible, marcó los pasos de los hijos con
carácter, disciplina y una moral signada por la solidaridad, responsabilidad y
honestidad.
Américo, aún pequeño, fue su aventajado asistente. Huérfano
de padre, desde los 12 años, Américo emprende una titánica lucha por
sobrevivir. Perdidos los bienes de la familia por la larga enfermedad del
padre, quedándoles una amplía casa y pequeña cantidad de dinero, interrumpe en
sexto grado sus estudios, igual que su hermano mayor. Los dos trabajan en
cualquier oficio honesto, venden cualquier cosa licita, viajan a donde fuere
para ayudar a la madre a sostener a los hermanos menores. Américo fue bedel del
comedor escolar del pueblo de Aragua de Maturín - en donde se había establecido
la familia y transcurrido su adolescencia, después de haberse trasladado desde
el caserío de Aparicio por la enfermedad del padre-, bodeguero, albañil
ocasional, comerciante de animales y vegetales que vendía en los pueblos
petroleros monaguenses de gran auge económico en los primeros años de los
cincuenta de la dictadura militarista. Su hermano mayor fue obrero petrolero,
siendo menor de edad, luego bodeguero y también vendedor ambulante.
Mientras tanto el resto de los hermanos hacían la primaria,
cooperaban en los menesteres del hogar, con el trabajo de los hermanos mayores
y vendían empanadas. La madre, para redondear los ingresos, además de
empanadera se desempeñaba como costurera. Apenas llegó la madurez de los
primeros hermanos, la unidad familiar se consolidó bajo el liderazgo de
Américo. No dejó de impulsar y hasta presionar para que todos los suyos fueran
algo en la vida.
Por su iniciativa y decidido apoyo de los otros hermanos
logró sacar a los dos últimos del pueblo, a pesar de los escasos recursos de
obrero, y así promover sus estudios de bachillerato y universitarios. Siempre
movido por el deseo de superación, desprendimiento y nobleza de sentimientos,
colaboró con muchos jóvenes de la familia para que llegaran a donde la vida no
se lo permitió a él.
Simón Sáez Mérida, contemporáneo, paisano, compañero de
lucha y fidelísimo amigo de Américo, describe magistralmente el escenario familiar
donde empezó su rebelde y humano aprendizaje: «Algunos en iguales
circunstancias se deprimen, se derrumban y se hunden en la mendicidad y el
servilismo. Pero esta familia reaccionaba diferente. Vivía, trabajaba y
combatía dentro de una gran rebeldía y de una gran dignidad. La madre marcaba
el ejemplo: febril en su lucha por la subsistencia, pero orgullosa y hasta
altanera en su pobreza... Y lo encomiable dentro de ese marco de lucha y de
cólera, la práctica solidaria hacia los demás. Orgullosos y desafiantes frente
a los poderosos del pueblo, fraternísimos y solidarios con los débiles y
humildes. No es una sensiblería destacarlo, sino la más pura verdad. Y entre el
grupo resalta, y lo probó de sobras después, Américo. Todo eso era un buen
indicio para el desarrollo de una conciencia solidaria, de una conciencia
crítica, de una conciencia revolucionaria.»Esa fue la escuela delineadora de su
esencia de luchador social que se expresó muchos años después, tras un
prolongado y progresivo proceso de formación, en un guerrero revolucionario.