“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

16/3/12

Américo Silva / La condición de humana de un guerrero venezolano

Especial para la Página
Fernando Silva

No todos los hombres dejan huella en su paso por la vida. Quienes la estampan sobreviven a su muerte, es el caso de los héroes revolucionarios. Hay que conocer a ese tipo de hombres y el tiempo que les tocó vivir para comprender cómo llegaron a transformarse en luchadores sociales, capaces de arriesgar la vida por un ideal, después de transitar por largo, difícil y contradictorio proceso de conformación de una conciencia social radical. Siempre son luchadores sociales idealistas. Ni ángeles ni demonios. Visionarios, predicadores, combatientes por un mundo justo. Creyentes en su verdad. Encarnan aspiraciones del colectivo en época de cambios. No deben confundirse con los idealistas mesiánicos que terminan siendo demagogos, autócratas, falsos idealistas creadores de vanas ilusiones en las masas oprimidas. Mientras persistan las causas que propician la insurgencia de los hombres, recordar a los idealistas revolucionarios es un compromiso moral, más que un reto político. Su ejemplo no tiene que ser una invitación histórica a la imitación.

El movimiento insurreccional urbano y rural de la izquierda venezolana de los años sesenta del siglo pasado dejó una estela de mártires esparcidos por toda la geografía nacional. De algunos, sus restos todavía no aparecen. Muchos son hoy desconocidos. Se equivocaron. Tal vez actuaron en el lugar preciso pero no en el momento conveniente. Argimiro Gabaldón, Alberto Lovera, el Chema Saher, Víctor Soto Rojas, Felipe Malaver, Fabricio Ojeda, Donato Carmona, Trino Barrios, Jorge Rodríguez, Tito González Heredia, Víctor Tirado, José Aquino, Jesús Márquez Finol, José A. Mendoza Ovalles y muchísimos otros luchadores sociales, fueron modelo de templanza y protagonismo combatiente.

Américo Silva, uno de ellos, cumple este 40 años de haberse incorporado a la historia de los héroes de la lucha guerrillera venezolana de la sexta década del siglo XX.

La lucha armada venezolana

Fueron tiempos de profunda crisis social y política en Venezuela. Tiempos de revolución y rebelión en gran parte del mundo. En nuestro país se confrontaban los gobiernos del Pacto de Punto Fijo (Betancourt - Leoni - Caldera) y el movimiento revolucionario de izquierda dirigido por el Partido Comunista de Venezuela (P.C.V.) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (M.I.R.). La revolución cubana encendía inusitado entusiasmo entre las masas latinoamericanas, secularmente empobrecidas y traicionadas. La Guerra Fría enfrentaba a norteamericanos y soviéticos por la dominación del mundo. Crecía la descolonización de África y Asia. La agitación libertaria involucraba a los ghettos negros norteamericanos, a los universitarios alemanes y franceses, a los guerrilleros urbanos suramericanos y a muchos otros brotes rebeldes. Venía el continente saliendo de las oprobiosas tiranías de un Odría, Rojas Pinilla, Somoza, Trujillo y otros autócratas y caudillos. Aquí en Venezuela se había derrocado la dictadura militarista de Marcos Pérez Jiménez, mediante una rebelión militar aliada con una insurrección civil, el 23 de enero de 1958. La esperanza por una verdadera democracia había durado el tiempo que tuvieron las cúpulas partidistas, asociadas con la burguesía nacional e internacional en apoderarse del poder del Estado. La efervescencia del espíritu de liberación mundial prendió entre la juventud izquierdista defraudada por su exclusión del proyecto democrático adeco-copeyano. El socialismo fue la bandera de la «revolución». La lucha armada fue la forma predominante de lucha política de la izquierda venezolana.

La derrota de la insurrección dejó como saldo, por el lado gubernamental, la consolidación de la partidocracia electorera, usufructuada por socialdemócratas y socialcristianos, de perversas consecuencias, que aun hoy se están padeciendo. Por el bando de la oposición, la izquierda cosechó un gran fracaso político-militar. De un pujante movimiento estudiantil, campesino, obrero, con gran arraigo en el mundo intelectual y cultural, en los primeros años de los sesenta, quedó casi anulado y profundamente desmoralizado al final de la década. Por ambos lados fue inaudito el costo de vidas humanas. La izquierda aportó la mayor cuota. Quienes le combatieron también hicieron su aporte de sangre y de vidas en defensa del régimen democrático representativo. La revolución había sido destruida. La mayoría popular se decidió por la paz y el sufragio como instrumento de lucha política.

Américo Silva: Un revolucionario

Murió «El Flaco» Américo en un fortuito encuentro en una alcabala de una patrulla móvil de la Guardia Nacional, dedicada a labores de Protección Forestal y Preservación contra el contrabando, en la vía San Félix – El Pao del Estado Bolívar, el 31 de abril de 1972.


Intentaba obtener apoyo logístico en esa zona ajena de actividades subversivas. La guerra ya había terminado. Desde 1964 el P.C.V. había asumido la política de Paz Democrática, separándose de la insurrección armada. El M.I.R. se había dividido y subdividido, y muchos de sus dirigentes se acogieron a la política de pacificación de Caldera I (1968-1972). Mientras que, en la sociedad seguía la prédica por la paz, Américo se mantuvo en la «línea dura», en la política del foco guerrillero. Con Gabriel Puerta Aponte y Carlos Betancourt dirigía el frente guerrillero «Antonio José de Sucre», en el Oriente del país. Fue el último grupo armado de la lucha armada de los años sesenta. Ya aislados de las masas, asediados y fustigados por la política de pacificación del gobierno, Bandera Roja, brazo político de aquel frente, se negaba a reconocer la derrota militar y política, la inconveniencia de la guerra y la imposición de una realidad política dominada por el debate democrático.

Américo había sido asignado para iniciar, dos años antes de morir, la recuperación del movimiento armado en la zona del hierro (Puerto Ordaz, San Félix, El Pao). Incorporar y entrenar militantes, lograr recursos materiales y relacionarse furtivamente con el movimiento obrero, en el cual había empezado su trayectoria política en los días postreros de la dictadura perezjimenista, quince años atrás. Se había iniciado como miembro de la resistencia clandestina de Acción Democrática en esa región. Fue conductor de locomotora en la compañía norteamericana Orinoco Mining Company. Sintió en carne propia la explotación y discriminación capitalista durante aquella tiranía, cuando los obreros no tenían derechos ni posibilidades de exigirlos.

Con el ascenso al poder de «Acción Democrática (1959) creyó que había llegado la oportunidad de luchar a favor de los pobres. Arreó con febril entusiasmo y convicción la bandera de la redención social de los oprimidos del campo. Tomó en serio las entonces promesas revolucionarias adecas. Delegado del Instituto Agrario Nacional (I.A.N.) en su Estado natal, Monagas, emprende la difícil tarea de defender a los campesinos. Hoy, ancianos muchos de estos, - en las Bocas de Río Chiquito, Caripito, entre otros lugares - recuerdan cómo se dedicó en acompañarles en sus reclamos, llegando hasta distribuirles tierras de latifundistas adecos, que al fin y al cabo lograron imponer sus intereses. Lo hacía por iniciativa propia, enfrentándose a los ya conservadores dirigentes de su partido, preocupados más por garantizar el orden social y la estabilidad política del gobierno. Organizó a espaldas del partido, campamentos de jóvenes para la penetración política del campo, frente a la avizorada burocratización del partido y la omisión de combatir por los condenados de la tierra. Este comportamiento le acarreó su primera prisión. Intuía la traición del otrora partido antifeudal y antiimperialista. Los ideales del rebelde social comenzaron a sentirse traicionados. Muchos compañeros de esas primeras experiencias libertarias evocan todavía su osada conducta política frente a los politiqueros y terratenientes accióndemocratistas.

La división ideológica de Acción Democrática que daría pie a la fundación del M.I.R. (1960), representó la rebeldía de la juventud adeca contra el viraje hacia la derecha de esa organización, que aliados con el partido Social Cristiano (COPEI) se repartirían el poder por casi cuarenta años. Realizaron algunas modernas reformas sociales, económicas y culturales, pero sin atacar radicalmente las causas de la injusticia. Desfalcaron el tesoro público y dejaron agravar los seculares problemas del país. Le vaciaron a la palabra democracia su verdadero contenido social.

Américo sería un decidido fervoroso dirigente del M.I.R.. Iluminado, otra vez, por la percepción de la llegada de la hora crucial de las definiciones: «Ahora o nunca». «Ahora si es el momento de las grandes decisiones». A partir de allí fue absoluta su dedicación a la causa popular. La declaración de guerra del P.C.V. y el M.I.R. al «gobiernito» de Betancourt lo encontró en primera fila. Tomó en serio el grito de insurgencia hasta el final de su vida. En el camino muchos desertarían, pero él, como otros tantos, perseveró por sus ideales.

En los doce años dedicados íntegramente a la lucha armada, entre 1960 y 1972, dirigió guerrillas urbanas y rurales, voladuras de oleoductos, operaciones - pro fondos financieros - a bancos y a empresarios. Viajó dos veces a Cuba, regresando la segunda vez, en la invasión guerrillera de Machurucuto, Estado Miranda (1967), que el ejército emboscó, salvándose parte de los expedicionarios, gracias a la astucia campesina de Américo y otros guerrilleros baqueanos. Eran los tiempos del frente guerrillero «Ezequiel Zamora» en las montañas del Bachiller, bombardeado y destruido por las Fuerzas Armanas Nacionales, con una gran secuela de campesinos y guerrilleros torturados, desaparecidos y muertos. Él había sido uno de sus dirigentes fundadores. Asumió directamente con extremado riesgo la logística y la retaguardia, en medio del férreo cerco militar, con el apoyo de valiosos combatientes.

La esencia humana de un idealista

Sacrificó proyectos personales y vida familiar. Contrajo matrimonio por poder en la clandestinidad. A pesar de las limitaciones para emprender una vida hogareña, se las arregló ingeniosamente para compartir afectos con la esposa e hijos: Argelia, Hildemar, Italo y Mao. En medio de la más férrea persecución de que fue objeto visitaba a su madre y hermanos, suponiendo acertadamente que el enemigo no lo buscaría en esos lugares. El día de su muerte lo esperaba la familia en un refugio campesino, desde donde se movilizaba hacia San Félix y Puerto Ordaz en función de la reorganización de la lucha armada.

Américo disfrutaba de la compañía de los niños. Se esmeraba en enseñarles juegos, hablarles de la naturaleza, de las cosas de la vida. Les improvisaba canciones acompañándose con un cuatro. Patética de su profunda sensibilidad es una carta que escribiese a su pequeño hijo mayor. Le invitaba a ser responsable, honesto y afectivo: «Los niños pobres de dinero como tú, tienen la tarea de ser ricos espiritualmente, ricos en amor, en cariño. El hombre estudioso y respetuoso de sus padres, tíos y abuelos, es el que merece más amor y cariño de todos los seres humanos».

La escuela de un revolucionario

Descendiente paterno de canarios y materno de corsos, nació el 20 de marzo de 1933 en Campo Alegre, aldea rural cercana a Aragua de Maturin, del Estado Monagas. Comerciante, ganadero y campesino el padre, Alberto Tirado, deja huérfanos a seis pequeños hijos en 1945. La madre, Marcolina Silva, asume con coraje y dignidad echar adelante a la familia. Ahora, dentro de una pobreza moderada, en medio de la extrema miseria de aquellos pequeños pueblos y caseríos del oriente venezolano de finales de la dictadura Gomecista, cuando la región ya era gran centro petrolero, Marcolina y sus hijos Alberto, Américo, Juan José, Antonio, Italo y Fernando, se compactan en un férreo núcleo familiar, dispuesto a vencer las dificultades y a no dejarse hundir en la mediocridad ni ser humillados por la pobreza. La madre hizo de padre y líder. Jefa indiscutible, marcó los pasos de los hijos con carácter, disciplina y una moral signada por la solidaridad, responsabilidad y honestidad.

Américo, aún pequeño, fue su aventajado asistente. Huérfano de padre, desde los 12 años, Américo emprende una titánica lucha por sobrevivir. Perdidos los bienes de la familia por la larga enfermedad del padre, quedándoles una amplía casa y pequeña cantidad de dinero, interrumpe en sexto grado sus estudios, igual que su hermano mayor. Los dos trabajan en cualquier oficio honesto, venden cualquier cosa licita, viajan a donde fuere para ayudar a la madre a sostener a los hermanos menores. Américo fue bedel del comedor escolar del pueblo de Aragua de Maturín - en donde se había establecido la familia y transcurrido su adolescencia, después de haberse trasladado desde el caserío de Aparicio por la enfermedad del padre-, bodeguero, albañil ocasional, comerciante de animales y vegetales que vendía en los pueblos petroleros monaguenses de gran auge económico en los primeros años de los cincuenta de la dictadura militarista. Su hermano mayor fue obrero petrolero, siendo menor de edad, luego bodeguero y también vendedor ambulante.

Mientras tanto el resto de los hermanos hacían la primaria, cooperaban en los menesteres del hogar, con el trabajo de los hermanos mayores y vendían empanadas. La madre, para redondear los ingresos, además de empanadera se desempeñaba como costurera. Apenas llegó la madurez de los primeros hermanos, la unidad familiar se consolidó bajo el liderazgo de Américo. No dejó de impulsar y hasta presionar para que todos los suyos fueran algo en la vida.

Por su iniciativa y decidido apoyo de los otros hermanos logró sacar a los dos últimos del pueblo, a pesar de los escasos recursos de obrero, y así promover sus estudios de bachillerato y universitarios. Siempre movido por el deseo de superación, desprendimiento y nobleza de sentimientos, colaboró con muchos jóvenes de la familia para que llegaran a donde la vida no se lo permitió a él.

Simón Sáez Mérida, contemporáneo, paisano, compañero de lucha y fidelísimo amigo de Américo, describe magistralmente el escenario familiar donde empezó su rebelde y humano aprendizaje: «Algunos en iguales circunstancias se deprimen, se derrumban y se hunden en la mendicidad y el servilismo. Pero esta familia reaccionaba diferente. Vivía, trabajaba y combatía dentro de una gran rebeldía y de una gran dignidad. La madre marcaba el ejemplo: febril en su lucha por la subsistencia, pero orgullosa y hasta altanera en su pobreza... Y lo encomiable dentro de ese marco de lucha y de cólera, la práctica solidaria hacia los demás. Orgullosos y desafiantes frente a los poderosos del pueblo, fraternísimos y solidarios con los débiles y humildes. No es una sensiblería destacarlo, sino la más pura verdad. Y entre el grupo resalta, y lo probó de sobras después, Américo. Todo eso era un buen indicio para el desarrollo de una conciencia solidaria, de una conciencia crítica, de una conciencia revolucionaria.»Esa fue la escuela delineadora de su esencia de luchador social que se expresó muchos años después, tras un prolongado y progresivo proceso de formación, en un guerrero revolucionario.