El lenguaje no puede reparar los estragos del machismo y, si
se le encomienda políticamente esa función con carácter coactivo, el machismo
seguirá vivo, pero el lenguaje se degradará.
Esa es, a mi juicio, la conclusión esencial del informe de
Ignacio Bosque, suscrito por todos los académicos de la Lengua asistentes a la
sesión del 1 de marzo de 2012. Mi intención inicial era abandonar rápidamente
el tema del lenguaje y pasar al de las conductas machistas, pero no debo
hacerlo sin decir tres cosas. En primer lugar, el informe de Ignacio Bosque me
parece irreprochable, fundado y meritorio, porque ha desmontado pieza a pieza
muchos tópicos de corrección político-lingüística, con un temple y un respeto
formal dignos de admiración, y reorienta implícitamente el núcleo de la lucha
contra el machismo al ámbito extralingüístico o, como mínimo, demuestra los
límites intrínsecos del lenguaje como instrumento supuestamente facilón de
lucha contra el machismo.
En segundo lugar, considero que combatir el machismo con el
lenguaje tiene mejores caminos que la duplicación robótica del masculino y el
femenino a la que tanto amor aparente demuestran los propagandistas de la
corrección política. Son los mismos que dejan de lado el tema fundamental de
las formas no marcadas, perfectamente explicadas por el académico Pedro Álvarez
de Miranda en un excelente artículo en El País, cuando intentan balbucear en
esa especie de lenguaje duplicado y binario, ortopédicamente superpuesto a lo
que llamamos idioma a secas. Siempre que estén las cámaras o el público
delante, porque me cuesta un poquito creer que en la intimidad aznariana se digan uno a otro: “¿Qué les
damos de cenar hoy a los niños y niñas?” o “No sabes lo revoltosos y revoltosas
que han estado esta tarde los niños y niñas con sus amigos y amigas”. Y lo dudo
por una razón empírica: hablar como ellos proponen es imposible si a uno no le
enseñan desde la cuna (y habría que verlo).
Tercero. Les propongo una pesadilla. Imagínense que el genio
del idioma decidiera darles la razón a los prescriptores del lenguaje o/a y,
por arte de magia, todos los libros de sus bibliotecas personales se
metamorfosearan y quedaran reescritos en o/a. ¿No se lo pensarían dos veces
antes de releer sus libros más queridos? Acabaríamos con los bosques y con los
bytes, y, además, yo creo que no lo superaría. O, bajando a tierra, ¿se
imaginan estar media hora viendo su serie favorita en televisión o siguiendo el
debate sobre el estado de la nación en lenguaje o/a? Me rindo de antemano.
Llámenme machista, que ya es llamar, pero, por favor, no me obliguen a pasar
por ese trance.
En definitiva, el informe de la Academia ha puesto en el
candelero el lenguaje y su compleja relación con el machismo, y ha demostrado
que la alternativa o/a no es ninguna solución, sino un estrafalario problema
sin solución. Con todo, si queremos analizar el tema del machismo de forma más
eficaz, creo que debemos apuntar a otro lado: las conductas machistas no
percibidas como tales.
Y a ello voy, al
machismo de todos nosotros, a ese que comparte con las bacterias y los anuncios
navideños de perfumes al menos dos características: la ubicuidad y la aparente
imposibilidad de ser erradicado. De hecho, milenios de historia destilan la
desalentadora duda metafísica sobre su extirpación, habida cuenta de nuestra
diferenciación sexual. Ahora bien, pasar de la dificultad de su eliminación a
la imposibilidad de una sustancial reducción es un salto demasiado obsceno que
solo se atreven a dar quienes sacan partido de él (generalmente, pero no solo,
hombres).
Debo reconocer que no
conozco a nadie inmune al machismo en cualquiera de sus manifestaciones, lo que
constituye un mal punto de partida para un artículo sobre el asunto. En primer
lugar, por el reconocimiento implícito de culpa que conlleva, y, a renglón
seguido, por el estupor que producirá esa afirmación en los hombres que no se
consideran machistas, previsiblemente los únicos con un mínimo interés por
seguir leyendo. A las mujeres, que, en mi opinión, no están menos expuestas al
virus que los hombres, les presupongo un grado de interés superior y,
modestamente, considero útil que aprovechen la oportunidad para contrastar las
ideas de un hombre sobre esa epidemia que tantos estragos nos produce como
civilización.
El diagnóstico de las actitudes machistas tropieza de
entrada con dificultades nada despreciables que complican la lucha contra
ellas. La fundamental es que el machismo adopta muchas formas conceptualmente
hablando: puede ser un tipo de personalidad más o menos normalizada, un
catálogo de conductas determinadas, una ideología social, una concepción
biológico-supremacista del mundo, una desviación patológica de la personalidad,
una forma arrogante y despreciativa de hablar, una vulgar escusa para conseguir
determinados fines egoístas e incluso una lamentable expresión del miedo al
diferente, a un diferente cuyos códigos no dominamos porque no nos hemos
molestado en captarlos y analizarlos. Seguramente el machismo se puede
describir de unas cuantas maneras, pero una en la que deberíamos coincidir es
la negación de la igualdad de derechos y obligaciones, y consecuentemente, del
derecho a la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres.
La evolución social lo ha convertido en algo inconveniente
en su formato más descarnado, pero no tanto en su versión refinada (la que a
veces se disfraza de pseudodeferencia hacia la mujer). En otras palabras, el
machismo es políticamente muy incorrecto, lo que tiene su buena cara, que poca
gente alardea de él por cierto nivel de presión social, pero también su cruz,
que muchas personas han aprendido a practicarlo o soportarlo en la intimidad,
lo que hace más complejo detectarlo y combatirlo.
Esta es la segunda gran dificultad, porque nuestra
experiencia cotidiana, sobre todo en los ámbitos urbanos del primer mundo,
demuestra que no se encuentra así como así a alguien que haga autocrítica y
propósito de la enmienda respecto a su propia mentalidad o actitudes machistas.
Somos conscientes de lo mal que hablamos inglés, del poco ejercicio que
hacemos, de lo desconsiderados que somos con nuestra abuela o de tantas otras
cuestiones que nos provocan los mejores propósitos de año nuevo, pero qué
improbable es oír a alguien: “Tengo que intentar cambiar esta parte de mi
mentalidad, porque es machista”. Es un mea culpa que jamás he oído, y claro que
conozco a decenas de machistas, la mayor parte de ellos camuflados.
Hay otra peculiaridad
que, si nos ceñimos estrictamente a las relaciones de pareja, complica el
diagnóstico y las medidas terapéuticas. La confianza mutua para pedir favores
serviciales, la disponibilidad semigenéticamente asumida por muchas mujeres, la
intencionada tolerancia con las carencias del hombre, y la propia intimidad de
la relación no son un caldo de cultivo adecuado para propiciar medidas
correctoras. En estos casos, las consecuencias son particularmente lamentables,
pues, al daño infligido en el círculo reducido de la pareja se suma a menudo el
ponzoñoso ejemplo dado a los hijos. Todo el mundo sabe que se aprende
infinitamente mejor lo que se ve que lo que se oye, así que no hay que
extenderse mucho en la explicación acerca de cómo un ejemplo de machismo
familiar puede degradar la mentalidad de un niño. No es una regla matemática,
pero sí un riesgo considerable.
El retrato del machista es fácil de hacer en términos de
caricatura o en su versión más cruda, la de aquel que hace ostentación de su
compacta ideología hostil hacia las mujeres, de su desprecio hacia el otro
sexo. Quien más quien menos conoce a uno de estos ejemplares zoológicos, y no
aportaría mucho caracterizarlos ahora. No es mi objetivo hacer una académica
disección de estos cavernícolas frente a los que casi todos tenemos sistemas de
alerta. Soy consciente de que suena cínico, e incluso cruel, pero, exclusión
hecha de los aspirantes a asesinos y maltratadores, aquellos son los que menos
me preocupan. Son dinosaurios que acabarán extinguiéndose si no evolucionan,
aunque cualquier tiempo que tarden en extinguirse es demasiado largo.
Aparte de los asesinos y maltratadores, los que me preocupan
de verdad son los machistas evolucionados. Y también las mujeres instaladas en
unas desiguales relaciones machistas que, por algún motivo, no tienen mayor
interés en redefinir. Estas últimas podrían ser motivo de otra reflexión,
porque creo que sería confuso mezclar estas dos categorías y, habida cuenta de
que hacen mucho más daño los verdugos
enmascarados que las víctimas conformistas, me centraré en esos hombres que
llamo machistas evolucionados y que, en mi opinión, pueden ser de dos clases:
los que saben que lo son, pero se camuflan habilidosamente, y los que no saben
que lo son, porque carecen de sensibilidad para observar sus propios síntomas.
Ambas categorías suelen ampararse, con mayor o menor
intensidad, pero con cierta frecuencia, en el estupefaciente argumento de que
las cosas son así porque siempre han sido así. Idea que, llevada a sus
consecuencias más radicales, podrían convertir el cinturón de castidad de la
Edad Media en una realidad más revolucionaria que la píldora anticonceptiva.
Porque, visto desde Atapuerca o Altamira, el cinturón en cuestión era una
hipótesis incierta. Así que cuando oigo que las cosas siempre han sido así, no
es que me acuerde de Kant, con su disquisición sobre el “ser” y el “deber ser”,
pero se me pone una cara de “¿yyyyyyyyyyyyyy?” que no consigo disimular.
Otro argumento de similar consistencia es el de que “los
hombres y las mujeres nunca hemos sido iguales y nunca lo seremos, gracias a
Dios”. Es un burdo intento de ocultar una idea repulsiva y evolutivamente
suicida (“los hombres somos superiores”) bajo una expresión supuestamente
neutral (“no somos iguales, luego cada uno tiene sus características”). Aún no
he descubierto a ningún usuario de este argumento que lo emplee para justificar
algo que beneficie, quite trabajo o ayude a una mujer a liberarse de una carga.
Me parece necesario que todos tengamos los sistemas de
alerta activados para que, cuando nos dejemos llevar por comportamientos
machistas, o cuando los observemos, seamos capaces de reaccionar. Esto me ha
llevado a elaborar un catálogo de 57 conductas ante las cuales creo que debemos
de encender el piloto rojo y actuar en consecuencia. Sería más lucido articular
teorías antropológicas, sociológicas, psicológicas, históricas y todo lo que
queramos añadir, pero me parece más práctico bajar al terreno y enumerar
conductas que demuestran un enfoque machista, más o menos burdo o refinado.
Antes de enumerarlas, me gustaría precisar que estoy
convencido de dos cosas. La primera, que, aunque la mayoría son conductas
masculinas, no es descartable que algunas sean compartidas por las mujeres. La
segunda, que habrá lectores que considerarán que incurro en una exageración
enfermiza o una atosigante ultracorrección política. Mi reacción frente a esta
anticipada objeción es simple: me mantengo en mis trece. Estoy convencido de
que todo lo que digo que es machista en este catálogo es realmente machista.
1. Es machista
tolerar en silencio los abusos machistas de un hombre o simplemente reírle las
gracias.
2. Es machista
rechazar la existencia de cuotas de género y tolerar o avalar su causa, las
desigualdades de género.
3. Es machista
sentirse incómodo con tu jefe porque es jefa.
4. Es machista
considerar que, hasta que no se demuestre lo contrario, cualquier mujer
designada para un cargo lo es por cuota.
5. Es machista no
sentir una indignación bíblica ante la diferencia de sueldos entre hombres y
mujeres, por ser hombres y mujeres, y ningún otro motivo.
6. Es un grado
infame de machismo no promocionar a una empleada porque está embarazada o tiene
hijos pequeños.
7. Es machista
ser director y crear comités con predominio absoluto de los hombres. Si
hablamos de consejos de administración o comités ejecutivos, lo de predominio
nos lo podemos ir ahorrando: son comités unisexuales.
8. Es machista
estar incómodo cuando se trabaja mano a mano con personas de otro sexo.
9. Es machista
criticar a una mujer profesional si llama a casa para gestionar asuntos
familiares o comprobar que todo está en orden, sobre todo si tu casa está bajo
control gracias a tu mujer.
10. Es machista
aceptar sin más la idea de que los hombres están dispuestos a trabajar más que
las mujeres: la unidad de medida no puede ser el hombre ni la mujer, es la
pareja. Si un hombre puede prolongar la jornada es porque su mujer le cubre las
espaldas en casa. Casi nunca al revés.
11. Es machista imponer
un horario incompatible con la vida familiar.
12. Es machista
convocar reuniones importantes de trabajo a partir de las 18.00, porque así se
pone en un brete a las mujeres. No así a los hombres, generalmente cubiertos en
el hogar por sus mujeres.
13. Es machista
considerar que el tiempo profesional de tu mujer vale menos que el tuyo cuando
surgen imprevistos familiares.
14. Es machista
sentirse incómodo por el hecho de que tu mujer cobre más que tú.
15. Es machista creer
que las mujeres conducen peor que los hombres. (Que se lo pregunten a las
compañías de seguros).
16. Es machista no ir
a la compra.
17. Es machista ir a
la compra solo para buscar delicatessen que tu mujer nunca se permite por no
descontrolar el gasto. Tú, jamón ibérico; ella, arroz y fideos.
18. Es machista no
llevar dinero encima porque ya se ocupa tu mujer.
19. Es machista
sobrecargar sistemáticamente el bolso de tu mujer con tus cosas para poder ir
más cómodo. Aunque vaya precedido de “¿Te importa llevarme…?”.
20. Es machista
aceptar alguna tarea doméstica menor, pero nunca poner la lavadora, ni tender,
ni pasar la aspiradora, como si fuera más complicado que poner un satélite en
la órbita de Marte.
21. Es machista creer
que las camisas salen planchadas de la lavadora.
22. Es igual de
machista aceptar que la mujer es la única que cocina, con la excepción de la
gloriosa paella o la barbacoa dominicales.
23. Es machista creer
que el desayuno se pone solo en la mesa (y que, además, solo es una tacita y un
platito).
24. Es
intolerablemente machista no aprender a hacerse un café porque para eso ya está
tu mujer. Aunque se lo pidas por favor.
25. Es machista creer
que los platos se meten solos en el lavavajillas. Y creer que salen solos del
mismo.
26. Es machista creer
que los calcetines usados se recogen a sí mismos en la cesta de la ropa.
27. Es machista creer
que las bolsas de la basura se desmaterializan por las noches.
28. Es machista
renunciar a la señora de la limpieza porque sale cara, y no ponerse a barrer y
fregar, dejando que se encargue tu mujer.
29. Es machista
rehuir opinar o tomar decisiones sobre la decoración de la casa, como si solo
fueran cosas de mujeres.
30. Es machista pedir
a tu mujer que te acompañe a comprar ropa y no esforzarte en acompañarla las
pocas veces que ella te lo pide a ti.
31. Es machista
olvidar decirle a tu mujer “no te pintes, cariño, que solo vamos a dar un
caminata por el parque”.
32. Es machista
criticar el desaliño indumentario en las mujeres si consideras normal el de los
hombres.
33. Es machista no
ponerse en el lugar de la mujer y entender que, cuando habla de cualquier tema,
no necesariamente quiere que le resuelvas la vida. A veces solo pretende que la
escuches. A los hombres nos cuesta hacernos a la idea, pero mejor aprenderlo
pronto.
34. Es machista no
interesarse y mostrar comprensión por las alteraciones psicológicas causadas
por la menstruación.
35. Es machista
minusvalorar los encuentros de tu mujer con sus amigas de siempre y considerar
sagrados los tuyos con tus amigos (aunque sean ajenos al fútbol).
36. Es machista
asumir sin acordarlo que, de los dos coches de la familia, el grande es para
ti, y el pequeño, para tu mujer.
37. Es machista
decirle a tus hijos: “Eso, lo que diga tu madre”. Como si a ti te hubiera
puesto el ayuntamiento para criarlos y educarlos.
38. Es machista
considerar que determinadas tareas del cuidado y la educación de los niños son
responsabilidad de las mujeres por mandato divino: por ejemplo, el biberón, el
bocadillo del colegio, la merienda en casa, el pediatra, la visita a los
profesores de los niños…
39. Es machista
considerar que el supuesto mejor rendimiento de niños y niñas por separado
justifica la separación de sexos en la escuela. ¿Es razonable crear dos guetos
sexistas por una hipotética mejora que hasta el momento no he visto más allá de
algunos titulares que remiten a mitológicos estudios? ¿Y ese hipotético medio
punto de mejora compensará las alteraciones infligidas en la visión del mundo
de esos chicos y chicas que, desde entonces, se verán mutuamente como
extraterrestres?
40. Es machista dejar
sin reproche cualquier conducta machista de tu hijo (o hija).
41. Es machista
educar a tu hija (y a tu hijo) en la resignación ante el machismo.
42. Es machista
pedirle a tu hija que haga las tareas que no te atreves a pedirle a tu mujer
para no quedar como un machista.
43. Es machista
consentir que la hija haga más tareas del hogar que el hijo.
44. Es machista
permitir que, a similar edad, el hijo vuelva a casa por la noche más tarde que
la hija (la diferencia de vulnerabilidad callejera nocturna, debida a causas
asimismo machistas, se afronta por otros procedimientos).
45. Es machista tener
más inquietud por la vida sexual de tu hija que por la de tu hijo.
46. Es machista pagar
siempre en los restaurantes y en los bares porque está feo que pague una mujer.
47. Es machista
distribuirse en grupos de hombres por un lado y mujeres por otro en las cenas
de amigos.
48. Es machista
incurrir en la relativamente frecuente conducta de avasallar a tu mujer en las
discusiones durante las cenas de amigos. Es la típica reacción masculina, “¡Qué
sabrás tú de esto!”, que raramente se tiene con un hombre.
49. Es machista
considerar que una mujer no puede catar el vino en el restaurante (aunque
entienda de vinos más que tú).
50. Es machista
conceder menos mérito a las hazañas deportivas de las mujeres que a las de los
hombres por el hecho de que sus marcas sean inferiores.
51. Es machista
sentirse incómodo en un taxi conducido por una mujer.
52. Es machista
despreciar con aires de suficiencia a las mujeres musulmanas que utilizan
pañuelos o velos.
53. Es machista echar
un piropo a una mujer, salvo que sea tu amiga o haya una situación de confianza
que impida los equívocos. Queda muy lejos la actitud tremendista típica en
Estados Unidos ante estos temas.
54. Es machista no
entender de una vez que las mujeres suelen preferir el sexo lento y con
prolegómenos a entrar en materia sin preámbulos y si te he visto no me acuerdo.
55. Es machista decirle
a tu mujer que se ha vestido de forma demasiado atrevida cuando te encantaría
que la de enfrente fuera exactamente así.
56. Es machista mirar
tan descarada e insistentemente a un mujer que la haga sentir incómoda o
temerosa (especialmente en un ascensor o en una habitación sin nadie
alrededor).
57. Es machista creer
que una mujer simpática y sonriente te está pidiendo sexo.
Quizá haya rozado con este catálogo de conductas la
propiedad exhaustiva (no la del colegio, sino la pretenciosa intención de no
dejar casi nada fuera). Estoy convencido de que los lectores podrán ilustrarme
con otras conductas. En todo caso, la lista no toma aliento en el espíritu de
Torquemada, sino que pretende ilustrar la tesis inicial de que se trata de un
virus polimorfo, esquivo y difícil de detectar.
Insisto en mi propósito de dejar fuera del análisis aspectos
que pueden tener un indudable interés, en todo caso menor que el asunto
principal, el machismo de los hombres. Hay temas relevantes como el machismo de
muchas mujeres, el juego ventajista de algunas, los condicionamientos
biológicos de la conducta y el posible chantaje psicológico de ser acusado de
machista por actuar según ideas propias que no necesariamente son machistas.
Pero me niego a entrar en ellos sin haberlo hecho antes en el problema
original. Creo que es mejor dejarlos para otro momento.
Mi conclusión es que el machismo es una injusticia, una
conducta irracional, una demostración de ignorancia, un abuso de poder, una
confesión de impotencia, un freno para la convivencia, un empobrecimiento
colectivo inmenso, una pérdida de alegría vital y, en algunos casos, un caldo
de cultivo para la agresión y el asesinato. ¿Es motivo suficiente para
preocuparse de combatirlo, no solo con medidas políticas y sociales, sino
también con una reflexión autocrítica individual que nos permita ir mejorando
día a día, conducta a conducta? ¿O esperamos a que la evolución de la especie
nos cambie a la fuerza, pero dentro de decenas de miles de años?
Carlos Arroyo ha sido profesor de EGB, periodista educativo
y redactor jefe de Sociedad del diario El País, y director general del
Instituto Universitario de Posgrado.
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