Las estatuas no hablan, no piensan, no miran, no discuten e
incluso jamás nos hacen un guiño con su ojo izquierdo. Pero la estatua de Karl
Marx, ese enorme ícono del pensamiento social y político del siglo XX, que ya
trastornó el mundo burgués en el siglo XIX impulsando la formación del movimiento
social y obrero en la Europa decimonónica de la revolución industrial, nos
resulta todavía hoy un incómodo monumento a la verdad científica, a la
honestidad intelectual y a la crítica social, que muchos han querido abandonar
en el olvido, deformar en el camino o fijar en el tiempo, tratando de
convertirla en un altar absoluto y supremo del dogma intocable y de la verdad
revelada.
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El problema político e intelectual mayor de Karl Marx, la
estatua, es que en cada uno de los pliegues de su obra económica, social,
política e histórica, surge abierto o velado un llamado ético a la conciencia
moral de nuestra época: el clamor sordo y multitudinario de los millones de desamparados,
excluidos, indignados, explotados, alienados y desfavorecidos por este sistema
capitalista mundial, en reclamo por más libertad, justicia e igualdad, un
clamor que se ha convertido a lo largo de la historia contemporánea en una
apasionada batalla social y política por pensar, construir y poner en marcha un
modelo de Estado y de sociedad distinto, donde esos valores pudieran plasmarse
en la realidad.