1 . Para
cualquiera que nos conozca, Panamá atraviesa por un período de transformaciones
evidentes. Algunas son más visibles que otras, sin duda, y es probable que sean
estas últimas las de mayor trascendencia para nuestro futuro. De todas ellas,
la más importante consiste, sin duda, en la transformación de nuestra República
en un estado nacional en el pleno sentido de la expresión, a partir de la
década de 1990 y al cabo de un largo período precedente de desarrollo
semicolonial primero, entre 1903 y 1936, y neocolonial después, entre aquel
último año y 1979.
También es evidente un proceso de crecimiento económico sin
precedentes por su intensidad y su duración, tras el cual subyace la transformación
de una economía de enclave, articulada en torno a un canal vinculado a la
economía interna de los Estados Unidos, en otra mucho más abierta, que se
estructura a partir de una Plataforma de Servicios Globales de creciente
complejidad. Y a esto cabe agregar la transformación de una sociedad de fuertes
valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares y de capas
medias profesionales de origen reciente, en otra de carácter urbano, de gran
desigualdad estructural, que aún se encuentra en el proceso de construir su
nueva identidad.
En ese marco, también, ha venido transformándose la actitud
de los pobres de la ciudad y el campo ante sus propios problemas, desde la
aceptación más o menos pasiva de su condición de marginalidad, hacia una creciente
voluntad y capacidad para reclamar mejores condiciones de vida. Aquí, la
formación de alianzas entre movimientos indígenas, campesinos y de pobladores
urbanos pobres, junto a la inscripción – por primera vez en décadas – de un
partido político que tiene sus raíces en un sector del movimiento obrero,
constituyen novedades del mayor interés.
De momento, sin embargo, estas transformaciones en curso no
parecen incluir la de nuestra capacidad para percibirlas en lo más trascedentes
de su significado. Por el contrario, lo que se transforma con mayor lentitud
entre nosotros es el pensamiento político forjado entre las décadas de 1940 y
1970, en el que se confrontan hasta hoy un populismo liberal y otro
conservador, que comparten una concepción del mundo organizada en categorías
como pueblo y oligarquía, tradición y modernidad, o atraso y progreso.
Por lo mismo, el planteamiento de los problemas que encara
Panamá en este momento de su historia encara una confusión cada vez más
evidente. Entre nosotros, por ejemplo, se da por sentado que la economía crece
en una sociedad que no cambia, y que el evidente incremento de la desigualdad
constituye en un problema administrativo de reparto, y no de relacionamiento
social.
En realidad, lo que no se alcanza a percibir entre nosotros
es que el crecimiento económico y la desigualdad social son formas - entre
otras- en que se expresa un proceso más complejo de transformación de la
sociedad, de su economía, y de su cultura. En lo más esencial, ese proceso
consiste en la transformación de la vieja economía – en la que la actividad del
tránsito operaba al interior de un enclave que hacía parte de una economía
distinta a la nacional -, en otra en la que el tránsito hace parte de la
economía interna, y se diversifica en su contenido como en sus rutas.
Aquella economía fue definida como transitista, no porque
dependía del tránsito interoceánico – una actividad milenaria en el Istmo -,
sino por la forma en que esa actividad vino a ser organizada a partir del
momento en que el territorio que hoy habitamos fue incorporado a la formación y
el desarrollo del moderno mercado mundial, desde mediados del siglo XVI.
Aquella organización – aún vigente en lo más esencial – se
caracterizó por el control monopólico del tránsito por una potencia externa; la
concentración de la actividad del tránsito
por una única ruta, la del valle del río Chagres, y la de sus beneficios
en quienes controlaban esa ruta; el subsidio ambiental a la actividad así concentrada
a partir de un corredor agroganadero extendido a lo largo del litoral Pacífico
Occidental del Istmo, y la formación de una frontera interior que marginó al
litoral Atlántico y el Darién del proceso de formación nacional hasta fecha
relativamente reciente.
A esto cabe agregar, en lo cultural y lo ideológico la
formación y reproducción constante de una mentalidad característica en los
sectores dominantes, que considera a estos rasgos históricos como
consustanciales a la condición ístmica del territorio y al predominio del
tránsito como actividad económica, y no como elementos característicos de una
determinada fase de la historia de Panamá. Para esa mentalidad, por lo mismo,
el problema fundamental no era la organización transitista del tránsito, sino
el control de esa organización por una potencia extranjera. Y, así planteado el
problema, su solución no podía ser más evidente: nacionalizar y preservar el
transitismo, bajo el control del Estado que esos sectores controlan.
Así, a lo largo del siglo XX – cuando la organización del
tránsito alcanzó su forma transitista más extrema con la construcción y
operación de un Canal en el Istmo por un gobierno extranjero – se fue
constituyendo una situación en la que la zonas más prósperas de aquella
economía estaban asociadas a enclaves económicos que recibían grandes subsidios
del resto del país, su población y su territorio: la Zona del Canal, las
bananeras de la United Fruit Company en Bocas del Toro y Chiriquí, y la Zona
Libre de Colón.
Así la cosas, tendría que ser evidente que la integración del
Canal a la economía interna, como la inserción de la economía local en la
global a través de la formación de una Plataforma de Servicios Transnacionales
en torno al Canal, no son hechos que puedan ser reducidos a una mera expansión
cuantitativa de la vieja economía de transitista organizada en enclaves. Por el
contrario, estos cambios tienen una singular trascendencia, en cuanto abren
posibilidades inéditas para el desarrollo del país.
La nueva economía podrá llegar a ser transitista, o no. Si
sigue siéndolo – esto es, si sigue concentrando el tránsito y sus beneficios en
un único corredor interoceánico, subsidiado mediante la devastación ambiental y
el deterioro social del resto del país -, esa economía demandará una
organización social y política tan autoritaria como lo fue la antigua Zona del
Canal. Si opta por una nueva organización, que descentralice el tránsito y sus
beneficios mediante múltiples corredores interoceánicos e interamericanos, y
fomenta su capital natural mediante el fomento de su capital social, esa
economía será realmente nueva y le será natural sustentarse en una organización
democrática de su vida social y política.
2. De momento,
sin embargo, el hecho dominante en la vida nacional es la desintegración de la
vieja economía. Ese proceso va devastando toda la institucionalidad creada para
el servicio y reproducción de la economía anterior, así como va haciéndolo –aunque
a un ritmo mucho más lento– con las formas del razonar propias de la cultura
asociada a aquella institucionalidad. Esto
explica, por ejemplo, que nuestra intelectualidad tienda a percibir las
transformaciones en curso como un mero asunto de circunstancia y oportunidad,
en el mejor de los casos, o de simple desorden y desgreño, en el peor.
En esas circunstancias, la primera reacción ha sido la de
resistir a esa devastación. Así, a
mediados de la década de 1990 una parte significativa del movimiento popular
salió a la defensa de lo que restaba de los derechos sociales otorgados durante
el período torrijista populista de 1972–1976, mientras un gobierno presidido
por el PRD procedía a desmantelar el aparato de Estado que había permitido
ofrecer y sostener aquellos derechos. De manera semejante, los sectores
democráticos de capas medias salieron a defender lo que restaba de la
institucionalidad establecida a partir del golpe de Estado de diciembre de
1989.
Aquellas tensiones de fines del siglo XX parecieron
encontrar alivio a mediados de la primera década del XXI con el primer auge de
la economía nueva, estimulado por la enorme inversión de fondos públicos en las
obras de ampliación del Canal y de construcción de la infraestructura necesaria
para facilitar su integración a la economía interna del país. Ese auge se
acercar a su límite con el fin de esas inversiones, y entre los sectores
dominantes empieza a ser creciente la preocupación por las medidas que requiera
hacer sostenible el crecimiento sostenido que ha experimentado la economía
nacional.
Esto es más complejo de lo que parece a primera vista. No se
trata, en efecto, de un problema meramente económico, sino de un proceso que
abarca tanto el conjunto de la realidad nacional, como el de las relaciones
internacionales de Panamá. Los problemas inherentes a un proceso de tal
complejidad no pueden ser encarados asumiendo que la economía simplemente
arrastra tras de sí en un proceso único y lineal al resto de los componentes de
la vida nacional. Por el contrario, esos componentes –político, social, cultural,
identitario, ambiental– se transforman a distintas velocidades, a veces
interactuando sinérgicamente entre sí, a veces obstaculizándose unos a otros.
Así, el crecimiento económico modifica la estructura social
haciéndola cada más inequitativa y excluyente. Esto, a su vez, tensiona cada vez más las
relaciones de los sectores más y menos favorecidos entre sí, y con el
Estado. Esas tensiones, por su parte,
erosionan los elementos de identidad colectiva y comunidad de propósitos
imprescindibles para la construcción de consensos, lo cual hace cada vez más
difícil el manejo de las contradicciones que emergen del crecimiento económico,
y así sucesivamente. Comprender esas interacciones, y su incidencia sobre la
velocidad de marcha y la orientación del proceso de transformación en su
conjunto, tiene aquí la mayor importancia.
Los conflictos y contradicciones que se derivan de esa
interacción se manifiestan, en lo más visible, como rezagos que limitan la
posibilidad de acercarse a un modelo de desarrollo social para el crecimiento
económico, capaz de procesar sus propios conflictos y obtener de ese
procesamiento la energía necesaria para sostenerse en el tiempo. Así, algunos de los factores de conflicto que
operan al interior de las transformaciones en curso en la vida nacional
incluyen, por ejemplo, el que opone los procesos de formación de fuerza de
trabajo y los de formación y desarrollo de nuevas formas de organización de la
producción en el país, bloqueando la posibilidad de ofrecer la educación –en
sentido estricto de formación técnica y moral para una sociedad distinta a la
que tenemos– que demandaría un crecimiento sostenible; la creciente tendencia a
la concentración de la riqueza, que contradice la necesidad de hacer mucho más
inclusiva la vida productiva del país, estimulando el desarrollo de formas de
organización productiva correspondientes a la creciente riqueza y diversidad de
nuestras relaciones económicas internacionales y, sobre todo, el conflicto
entre una sociedad cada vez más atrasada, y una economía cada vez más
articulada a la complejidad del mercado global.
3. En lo
inmediato, nuestro problema mayor radica en que quienes intuyeron la inminencia
de este proceso de transformaciones - no para conducirlo, sino para explotarlo
en su propio beneficio - no saben con qué sustituir lo que tan activamente
contribuyen a destruir. Sus oponentes tampoco saben con qué sustituir lo que ya
no están en capacidad de defender, y todos claman por una Asamblea
Constituyente, que no se materializa porque aún no emerge un bloque social
capaz de convocarla y conducirla.
Y aun esto, sin embargo, se refiere más al aspecto principal
de las contradicciones que encaramos, que a la principal de esas
contradicciones: aquella que enfrenta al tránsito contra el transitismo o, lo
que es su equivalente en el terreno político, contrapone la esperanza imposible
de crecer sin cambiar, propia de los sectores dominantes en toda sociedad, y la
necesidad de cambiar para crecer, característica de períodos de transición
entre lo que fue y lo que aún no llega a ser. En una circunstancia así, adquiere
especial vigencia el viejo refrán que nos advierte que en política no hay
sorpresas, sino sorprendidos. Urge, por lo mismo, identificar con verdadera
claridad tanto la naturaleza del cambio que ya está en curso, como la de los
rezagos del pasado y los obstáculos de coyuntura que lo hacen más lento y lo
distorsionan, acentuando sus peores rasgos - como la inequidad social y la
desesperanza política -, y limitando la posibilidad de encauzarlo en una
dirección que se corresponda con los mejores intereses del país.
No estamos – como lo proclaman quienes hoy reclaman para sí
la conducción política del país – ante problemas derivados de una mala gestión
pública en los gobiernos de ayer, de hoy o de mañana. Por el contrario, la mala
gestión pública expresa, aquí, el divorcio entre el Estado que se desintegra y
la sociedad que emerge en este proceso de transformación que nos conduce a una
etapa enteramente nueva en nuestra historia.
Esa nueva etapa se caracterizará por lo mucho peor o mucho
mejor que llegue a ser con respecto a la que la precedió. Libradas las cosas a
la espontaneidad del cambio, será sin duda peor. Encaradas en su carácter
contradictorio, apoyando lo que esa contradicción entraña de promesa y
previendo a tiempo lo que trae de amenaza, puede llevarnos a una situación
mucho mejor. Gestionar con claridad de propósitos la transformación de la
sociedad y de su Estado viene a ser, aquí, la clave para evitar aquel riesgo y
abrir paso a un país en el que el interés público se corresponda, en sus expresiones
de política estatal, con el interés general de la nación.
Agradezco a Nils Castro, Ana Elena Porras, Jorge Montalván y
Jorge Giannareas sus comentarios, observaciones y sugerencias en el proceso de
elaboración de estas ideas.