William Chester Minor ✆ Huadi |
Así que el barrio entero vio cómo se llevaba la policía a William Minor cuando éste bajó en calzoncillos a la calle en plena noche y mató de cinco balazos a un tipo que pasaba fatalmente por ahí (después de vaciar el arma contra su víctima, Minor no opuso resistencia al arresto; se limitó a decir: “Creo que maté al hombre equivocado”).
El asunto se volvió una papa caliente para las autoridades
cuando se supo que el asesino era norteamericano, médico cirujano y oficial del
ejército, veterano de la guerra civil entre el Norte y el Sur. También había
estado internado en St. Elizabeth’s, el manicomio que años después albergaría a
Ezra Pound. Minor había enloquecido durante la guerra, nomás llegar al frente
como cirujano, cuando sus superiores lo sometieron a una prueba iniciática: el
ejército del norte tenía muchos desertores, la mayoría eran inmigrantes pobres
irlandeses que veían con creciente frustración que los
negros liberados por el
Norte se quedaran con los trabajos que antes eran para ellos, así que optaban
por volverse a su tierra a pelear contra los ingleses, aprovechando la sed de
sangre que les había despertado la guerra (la mitad de los nacionalistas
fennianos eran veteranos del frente norteamericano). Para evitar las deserciones,
el ejército marcaba con un hierro al rojo en la mejilla a los que intentaban
fugarse. Esa fue la primera tarea de Minor en el frente: marcar a un hombre,
que resultó ser irlandés, y que maldijo para siempre al joven médico que le
desfiguró la cara.William Chester Minor en plena labor |
Minor se pasó el resto de sus noches en la tierra perseguido
en pesadillas por nacionalistas irlandeses que lo sometían a todo tipo de
vejámenes. Mientras estuvo en el frente, disimuló su locura en el desmadre
general, pero cuando terminó la guerra el ejército lo recluyó en St Elizabeth’s
y sólo lo liberaron bajo promesa de abandonar el país en busca de cura en
Europa. Minor iba a Suiza pero nunca llegó. Al desembarcar en Londres descubrió
las putas de Lambeth y ahí se quedó hasta la noche en que, creyendo que hacía
frente a una jauría de fennianos que venía por él, mató a balazos con su
pistola reglamentaria del ejército a un pobre jornalero padre de seis hijos,
que volvía de hacer doble turno en una destilería de cerveza. El cónsul
norteamericano intervino y Minor se salvó de la horca: fue a parar al Asilo de
Criminales Lunáticos de Broadsmoor. Imaginen una cárcel de piedra casi sin
ventanas. Imaginen sus calabozos. Ahora déjenme describir el de Minor: le
habían dado dos celdas interconectadas, una de ellas tenía chimenea, le dejaron
poner estantes de piso a techo y también le dejaban comprar libros de Londres.
Su familia se había hecho cargo de la viuda y los seis hijos de su víctima. La
viuda había aceptado el perdón que pedía Minor y hasta accedió a ir a verlo a
Broadsmoor, no una sino docenas de veces. En esas visitas le llevaba los libros
que Minor encargaba a Londres. En uno de esos libros, el prisionero (cuyo
comportamiento era ejemplar, se pasaba el día leyendo, aunque sus noches
seguían siendo pavorosas) encontró la famosa convocatoria de voluntarios de
James Murray cuando empezó a hacer el diccionario más inmoderado de la
historia: el OED u Oxford English Dictionary.
Era una tarea ciclópea, un diccionario que contaría no sólo
el significado sino el origen de cada palabra del idioma inglés. Cien años
antes, el famoso Dr. Johnson lo había intentado (“No tenemos mapa ni brújula
que nos guíe por el ancho mar de las palabras”). Pero la era de las gestas de
un solo hombre pertenecía al pasado. La Academia Francesa ya tenía su
diccionario; Inglaterra debía estar a la altura. Sólo que los ingleses carecían
de esa idea colegiada de la cultura; Oxford parecía inventado para hacer de la
excentricidad y la falta de organización una forma de vida, y en este caso
dieron una muestra más de extravagancia: su diccionario sería obra de
voluntarios, de legiones de voluntarios. Ninguno de los ilustres de Oxford
quiso comandar empresa tan absurda; por eso cayó en manos del escocés James
Murray, un autodidacta que nunca había pisado la universidad. Mientras
trabajaba en un banco, Murray había aprendido solo todos los idiomas que se
hablaban en las colonias de la Corona, además de dedicar sus ratos libres a las
diferencias y semejanzas entre la lengua de los indios wowenoc de Maine, los
antiguos celtas y las tribus del Indostán. Cuando pidió trabajo en el Museo
Británico le dijeron que era demasiado autodidacta para ellos. Cuando la
Encyclopaedia Britannica le encargó el capítulo dedicado a la influencia
escocesa sobre el idioma inglés, el banco lo echó. Nadie salvo Murray habría
aceptado la delirante tarea de hacer el gran diccionario inglés sólo con ayuda
de voluntarios.
Minor se sumó a la aventura cuando el OED ya tenía
ochocientos voluntarios trabajando y el número seguiría creciendo en los años
siguientes, pero ninguno sería tan meticuloso y efectivo como el misterioso
“Dr. Minor, de Broadsmoor”. Así firmaba sus envíos el recluso del asilo de
lunáticos. Casi treinta años estuvo enviando sus colaboraciones al OED. Lo que
al principio fue un goteo se convirtió en un torrente cada vez más caudaloso.
En 1897, cuando la reina Victoria se decidió a apadrinar el proyecto, hubo un
banquete en el Queens College para los seiscientos colaboradores más eficaces
del diccionario, pero Minor no apareció, aunque según su remitente vivía a sólo
setenta kilómetros de Oxford. De manera que Murray se subió a un tren y partió
a conocer a su mejor colaborador. Cuando llegó a Broadsmoor y lo hicieron pasar
a la oficina del director, tendió su mano al anfitrión diciendo: “Doctor Minor,
¡por fin!”. El director del asilo tuvo que aclararle el malentendido, antes de
llevarlo a la celda del norteamericano loco.
Casi treinta años se quemó las pestañas Minor colaborando
para el OED, y cada noche de esos treinta años peleó en sueños con irlandeses
que querían vejarlo. Un día dejó de colaborar, sin explicaciones. Pocos días
después, con un cortapapeles que le permitían tener, se cortó la pija y la
arrojó al fuego. No se desangró, era cirujano, pero quedó ido desde entonces.
Por petición de Murray, el gobierno inglés permitió su repatriación a América
en 1910. Internado en St Elizabeth’s, no pareció registrar nada cuando le
anunciaron en 1915 que Murray había muerto. Tampoco había irlandeses en sus
sueños, ya. Murió durmiendo en 1920. Su lápida tiene un renglón, la redactó el
propio Murray y está en el prefacio del OED, en la lista de agradecimientos,
donde se lee en letra minúscula: “Las
incansables contribuciones del Dr. Minor de Broadsmoor se encuentran en todas
las páginas de este diccionario”.
Título original: “La maldición
irlandesa”
http://www.pagina12.com.ar/ |
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