Composición fotográfica deTerry Eagleton |
Un futuro que de algún modo no estuviera en línea con el presente sería ininteligible, tanto como sería indeseable un futuro que estuviera solamente en línea con el presente. Un futuro deseable debe ser un futuro posible, de otro modo llegaríamos a desear inútilmente y, por ende, como el neurótico descripto por Freud, nos enfermaríamos de nostalgia. Por otra parte, si simplemente eliminamos el futuro de nuestra lectura del presente, cancelamos la futuridad del futuro, tal como el nuevo historicismo trata de borrar lo pasado del pasado. El utopista seriamente bizarro, el que tiene su cabeza enterrada más obstinadamente en la arena, es el pragmático cabeza dura que imagina que el futuro será más o menos como el presente, sólo que un poco más variado. En otras palabras, como alguien recientemente describió el futuro posmoderno: se trata del presente con más opciones. La pura fantasía de esta ilusión pragmática basada en la sabiduría de la calle, esto es, que el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Times Square, Brad Pitt y las galletitas con pedacitos de chocolate todavía estarán allí en el año 5000, hace que los apocalípticos melenudos y de ojos salvajes parezcan unos moderados insensibles. No importa lo que piense Francis Fukuyama, el problema no es que vamos a tener demasiado poco futuro, sino futuro en exceso. Mala suerte; nuestros hijos probablemente vivirán tiempos muy interesantes.
Hablando de Fukuyama (1992), uno puede recordar que entre
las cosas que se repiten históricamente está el anuncio de la muerte de la
historia misma, la cual ha sido promulgada muchas veces, desde el Nuevo
Testamento hasta Hegel. Como cualquier otra repetición, es una de las cosas que
hace que la historia siga andando, como sin duda podrá juzgar el propio
Fukuyama al mirar su correspondencia. El hecho de anunciar el fin de la
historia, lo cual simplemente agrega algo más a ella, plantea un conflicto
interesante con la declaración misma, una especie de contradicción
performativa. El último de los prematuros obituarios arrojados sobre la
historia, o quizá más precisamente sobre la ideología, fue el de los ideólogos
del fin de la historia, en los años cincuenta. Con Vietnam, el Poder Negro y el
movimiento estudiantil a punto de surgir, dicho obituario demostró ser una
profecía singularmente inepta. Como podría haber observado Oscar Wilde,
equivocarse sobre el fin de la historia una vez es desafortunado, equivocarse
dos veces es pura negligencia.
Es muy probable, por ejemplo, que se produzca una gravísima
crisis del capitalismo en las próximas décadas, que no es lo mismo que decir
que esto será así, o que habrá socialismo. Que el futuro esté destinado a ser
diferente del presente, por supuesto, no garantiza que será mejor. Bien podría
llegar a ser peor. De un modo u otro, no hay nada que sea inevitable, lo cual
es excelente, ya que lo inevitable es usualmente desagradable. Y a menos que
uno se oponga a lo inevitable, nunca podrá descubrir cuán inevitable era
realmente. Pero mientras Occidente conduce sus carretas en círculos cada vez
más cerrados, refugiándose y cerrando las puertas a una creciente población
alienada, desplazada, desposeída, tanto a nivel local como en el exterior, y
mientras la sociedad cívica es crecientemente arrancada de cuajo, no hace falta
un Nostradamus para anticipar turbulencias en el horizonte. Políticamente
hablando, no se puede dejar que las fuerzas del mercado se desplieguen en
ausencia de una buena red de protección social ya que, de otro modo, se corre
el riesgo de generar una gran inestabilidad y resentimiento; pero,
económicamente hablando, es exactamente ese tipo de protección lo que las
fuerzas del mercado destruyen. En este sentido, el sistema se ofrece para minar
su propia hegemonía, sin mucha necesidad de ayuda desde la izquierda. Lo que es
de temer no es tanto que la historia meramente se repita a sí misma, sino la
perspectiva de que comience a filtrarse por las costuras, mientras la izquierda
todavía está dispersa y desorganizada y, por lo tanto, es incapaz de conducir
las precarias y espontáneas revueltas por senderos productivos. Entonces, el
problema es que, a menos que ocurra lo contrario, mucha más gente podría salir
lastimada.
Esto resulta aún mucho más lamentable cuando uno se detiene
a considerar la notablemente módica propuesta que está impulsando la izquierda.
Todo lo que la izquierda desea lograr son condiciones que permitan a la
totalidad de los habitantes del planeta comer, trabajar, ejercer su libertad,
vivir dignamente, y aspiraciones de este estilo. Esto es escasamente
revolucionario. Pero es una señal de las calamidades presentes el hecho de que,
en efecto, se necesitaría una revolución para alcanzar tales objetivos. Esto es
así por el extremismo del capitalismo, no del socialismo. A propósito: decir
que las cosas están muy mal es el tipo de afirmación simplista que distingue a
los radicales de los reformistas liberales, aunque no sucede lo mismo con los
conservadores. Sorprendentemente, en una forma de vida social que es incapaz
incluso de estar a la altura de sus propios ideales parciales, los liberales,
los pragmáticos y los modernizadores se aferran a su ilusión
extraordinariamente utópica de que nada está mal en los fundamentos. Los
conservadores, por el contrario, tienen mucha razón al ver que existe un
problema en los cimientos mismos del sistema, pero suelen estar equivocados
respecto de qué es lo que está mal. La forma más ostensiblemente naif del
idealismo no es el socialismo, sino la creencia de que, dándole el tiempo
suficiente, el capitalismo alimentará al mundo. ¿Cuánto tiempo más se sostendrá
esta visión antes de que se la juzgue desacreditada?
Por todo esto, nunca he estado demasiado convencido de que
términos como optimismo y pesimismo tengan mucho sentido político. Lo que
importa –lo que es en realidad condición necesaria para cual- La teoría
marxista hoy 466 quier fructífera acción moral o política– es el realismo, que
a veces nos hace sentir desanimados y otras jubilosos. Puede calificarse un
discurso como auténticamente realista si les resulta ilusorio a los cínicos y
crudo a los románticos. En una reciente conferencia del Socialist Workers Party (SWP) en Londres, un entusiasta camarada se
puso de pie para anunciar que “nunca han existido tantas oportunidades
revolucionarias” como en el presente. Quizá, durante una década, este camarada
haya estado sentado en un cuarto oscuro, con la cabeza tapada con una bolsa de
papel. Hay, por cierto, socialistas que dirían esto incluso en medio de una
tierra devastada por una explosión nuclear, con por lo menos uno de sus brazos
arrancados. Con todo, la cuestión es estar afligidos por las razones correctas,
que es el punto en que la izquierda a veces se equivoca. Por eso, permítanme
desglosar algunas razones para que la izquierda no se sienta desalentada.
En primer lugar, es un error imaginar que la actual crisis
de la izquierda tenga mucho que ver con el colapso del comunismo. Por supuesto
que no ayuda el hecho de que no haya actualmente casi ningún ejemplo de
relaciones sociales no-capitalistas para señalar en el mundo; pero algunos en
la izquierda creían que las relaciones sociales no-capitalistas no eran tales
tampoco en el bloque soviético, y pocos socialistas se desencantaron ante los
eventos de finales de los ochenta, ya que para desilusionarse, primero hay que
estar ilusionado. La última vez que la izquierda occidental estuvo masivamente
ilusionada con el estalinismo fue hace mucho tiempo, en los años treinta. En
efecto, si se quiere observar la más efectiva crítica a ese sistema, no hay que
recurrir al liberalismo occidental, sino a las mayores corrientes del marxismo,
que siempre fueron mucho más radicales en sus resistencias al estalinismo que
Isaiah Berlin. En cualquier caso, la izquierda global ya atravesaba una
profunda crisis antes de que el primer ladrillo fuera arrancado del Muro de
Berlín. Si hay razón para que la izquierda se sienta desanimada por el final
del comunismo, esto se debe a que dicho colapso demostró el formidable poder
del capitalismo –que en la forma de una deliberadamente ruinosa carrera
armamentista definió en gran medida que el bloque soviético se hincara– y no
tanto al derrumbe de una valiosa forma de vida encarnada por los Ceaucescus.
Aun así, con todas sus horrendas consecuencias, los sucesos de finales de los
ochenta fueron una revolución; y no se suponía, al menos de acuerdo con algunos
teóricos posmodernos, que existieran revoluciones por aquellos años, ya que no
había totalidad para ser revolucionada ni ningún sujeto colectivo para hacer la
revolución. Es entonces profundamente irónico que, justo cuando estas doctrinas
estaban fuera de moda en Occidente, hayan cobrado encarnadura política en
Europa oriental.
Tampoco la supuesta apatía de la población es una razón
sufi- cientemente buena para sentirse abatidos, en gran medida porque es un
Terry Eagleton 467 mito. Las personas que claman contra los refugiados y exigen
el derecho a proteger su propiedad con una bomba neutrónica pueden ser de pocas
luces, pero no son apáticas, ni trogloditas drogados por la televisión. Hay
muchos buenos ciudadanos al norte del lugar donde yo vivo, Irlanda, que no son
en ninguna medida apáticos. Los hombres y las mujeres suelen ser indiferentes
solamente respecto de políticas que son displicentes con ellos. Puede que la
gente no crea en los políticos, ni piense en las teorías de la plusvalía, pero
si alguien trata de construir una autopista a través de sus patios o de cerrar
las escuelas de sus hijos, van a protestar rápidamente. ¿Y por qué no? Es
racional resistir a un poder injusto si uno puede hacerlo sin demasiado riesgo
y con una razonable probabilidad de éxito. Tales protestas pueden no ser
efectivas, pero ese no es el punto en discusión. También es racional, desde mi
punto de vista, rehusarse al cambio político radical siempre y cuando el
sistema sea capaz de otorgar alguna gratificación, por magra que sea, y
mientras las alternativas sigan siendo peligrosas y oscuras. En cualquier caso,
la mayoría de la gente tiene que invertir demasiada energía simplemente en
sobrevivir, en asuntos materiales inmediatos, como para tener mucho resto para
la política. También invertimos un buen grado de energía fí- sica en un amor
masoquista por la ley, una sumisión al superyó profundamente placentera,
incluso cuando también es verdad que obtenemos deleite sádico al ver tal
autoridad venirse abajo. Por todas estas razones, es muy difícil poner en
marcha un cambio radical. Pero mientras la demanda de ser razonables en
nuestros días significa “tranquilizarse”, en 1790 significaba levantar
barricadas. Más aún, una vez que un sistema político deja de ser capaz de
proveer suficiente gratificación como para sujetar a sus ciudadanos, y una vez
que alternativas de bajo riesgo y realistas emergen, entonces la revuelta es
tan previsible como la palabra like en la conversación de un estudiante novato
de Cornell. La caída del apartheid sería un buen ejemplo en nuestros días.
Hay poca evidencia, entonces, de que la ciudadanía sea en
general abúlica o complaciente. Por el contrario, la evidencia sugiere que está
considerablemente alarmada acerca de un número importante de asuntos, incluso
cuando la mayoría está tan lejos de virar hacia el socialismo en busca de
soluciones como lo está de la teosofía. Sin embargo, tampoco habría que
exagerar la falta de resistencia de izquierda, si se observa el Movimiento de
los Sin Tierra en Brasil, la militancia de la clase trabajadora francesa, la
agitación estudiantil contra los sweatshops
en Estados Unidos, las incursiones anarquistas contra el capitalismo
financiero, por dar algunos ejemplos. La tesis de “la desaparición de la clase
trabajadora” tampoco puede soportar un escrutinio minucioso. Es verdad que en
las sociedades capitalistas avanzadas el proletariado ha disminuido en tamaño y
significación; pero el proletariado, en el sentido de trabajadores manuales
industriales asalariados, no es lo mis- La teoría marxista hoy 468 mo que la
clase trabajadora. Uno no deja de ser parte de la clase trabajadora porque se
convierta en mozo en vez de ser trabajador textil. En términos generales,
“proletariado” denota un tipo de trabajo, mientras que “clase trabajadora”
denota una posición dentro de las relaciones sociales de producción. Esta
confusión ha surgido, en parte, porque en tiempos de Marx la clase trabajadora
era más o menos idéntica al proletariado industrial. En cualquier caso, el
proletariado, en un sentido estrictamente técnico, ha crecido globalmente en
términos absolutos. Puede argumentarse que en términos relativos ha declinado
en relación con otras clases; pero nunca ha existido el requisito de que la
clase trabajadora sea la mayoría para calificar como agente revolucionario.
Tampoco hay ningún requisito que indique que la clase
trabajadora deba ser la más empobrecida y desgraciada. Hay mucha gente
–vagabundos, ancianos, desocupados, lo que supongo hoy podríamos llamar
lumpen-intelligentsia– que está muchísimo peor. Algunos socialistas han visto a
la clase trabajadora como agente del cambio revolucionario no porque sufra
mucho –a veces lo hace, a veces no–, sino porque está situada de tal manera
dentro del sistema capitalista como para ser efectivamente capaz de
reemplazarlo. Al igual que otras fuerzas radicales, la clase trabajadora está a
la vez en la raíz y en las fuentes mismas del sistema, y aun así es incapaz de
ser totalmente incluida en él; es parte de su lógica y también parte de la
subversión del sistema y, por lo tanto, en un sentido exacto del término, es
una fuerza deconstructiva. Si para el marxismo la clase trabajadora tiene un
rol especial, no es porque sea especialmente miserable ni necesariamente
numerosa, sino porque es, en el sentido freudiano, “sintomática”. Como tal, es
aquello que representa la contradicción, la cual, como los límites de un campo,
estando a la vez adentro y afuera –ex-tiempo, como dice Lacan–, manifiesta algo
de la lógica dual o contradictoria del sistema como un todo. Si en algún
sentido es un “totalizador” de ese sistema, lo es porque representa las contradicciones
del régimen como un todo, y de este modo escapa a cualquier totalización
armoniosa.
Podemos olvidarnos, entonces, de la idea de que los
socialistas eligen a la clase trabajadora como una fuerza transformadora,
mientras que otros podrían optar por los payasos de circo o los farmacólogos
pelirrojos. ¿Quiénes sino los hombres y mujeres que crean el sistema, cuyas
vidas dependen de él, y que son capaces de hacerlo funcionar justa y
colectivamente, y que se beneficiarían más con semejante cambio, deberían
reemplazarlo? ¿Los oftalmólogos pecosos? ¿Los que miden más de 1,60 m y viven
al oeste de Shannon?
La palabra “proletariado” –proletarius en latín– en el mundo
antiguo refería a aquellos que servían al Estado produciendo hijos –fabricando
fuerza de trabajo– porque eran demasiado pobres para servirlo con sus
propiedades. El proletariado, en otras palabras, tiene tanto que ver con la
producción material como con la sexual; y como el peso de la reproducción
sexual recae más sobre las mujeres que sobre los varones, no es una hipérbole
decir que en el mundo antiguo la clase trabajadora fue una mujer. Como, en
efecto, lo es en forma creciente en la actualidad. El geógrafo David Harvey se
refiere a las fuerzas opositoras del futuro como “proletariado feminizado”.
Esas tediosas viejas riñas entre socialistas y feministas son cada vez más
superfluas a causa del avance del capitalismo mismo. Es el capitalismo, aunque
no lo crean, el que está arrojando a los socialistas y a las feministas en
brazos de unas y otros (hablo, por supuesto, metafóricamente). Desde luego,
estas fuerzas opositoras pueden fracasar. Pero esto es un asunto diferente a
decir que tales fuerzas no existan en absoluto.
¿Debería estar triste la izquierda porque el marxismo ha
sido fi- nalmente desacreditado? No, porque no lo ha sido. Ha sido
estruendosamente derrotado, pero esto es un asunto diferente. Considerarlo
desacreditado sería como decir que Mozambique fue desacreditado por haber sido
dominado por los portugueses. Si el marxismo ha sido desacreditado por la caída
del bloque soviético, ¿por qué no fue desacreditado ya en los años sesenta y
setenta, cuando sabíamos demasiado bien qué tipo de grotesco socialismo
travestido era el bloque socialista? La teoría marxista no ha sido declarada en
bancarrota intelectual, en parte porque no hubo necesidad. No es que carezca de
respuestas, sino que está fuera de la discusión. No se trata tanto de si es
verdadera o falsa, sino –para usar una frase foucaultiana– de que no está más
“en la verdad”. Un cambio cultural y político total la ha dejado atrás en tanto
fuerza práctica, pero difícilmente la ha refutado como descripción del mundo.
En efecto, en este último sentido, ¿qué podría ser más adecuado que aquel
documento de 1848, me refiero claro está a El Manifiesto Comunista, que
pronostica la expansión de la globalización, la profundización de las
desigualdades, el creciente empobrecimiento y la intensificación de la guerra?
Este escrito está, me atrevo a afirmarlo, mucho menos desactualizado que los
análisis de Maynard Keynes.
De todos modos, cuando algunos dicen que el marxismo está
desacreditado o es irrelevante, están implicando que saben exactamente qué es
el marxismo, lo cual –debo decirlo– es mucho más de lo que yo sé. Los devotos
anti-esencialistas hablan del fracaso del marxismo, como si pudiésemos aislar
alguna esencia del credo que ahora se ha desintegrado. Pero descubrir qué es lo
peculiar del marxismo como doctrina no es una cuestión fácil. ¿La preocupación
por las clases? Ciertamente no: Marx y Engels mismos insistieron en que esto de
ningún modo era nuevo para ellos. ¿La revolución política, la lucha de clases,
la abolición de la propiedad privada, la cooperación humana, la igualdad social
y el fin de la alienación y de las fuerzas del mercado? Tampoco: muchos
izquierdistas han compartido estas visiones sin ser marxistas. William Blake,
por ejemplo, abogaba por casi todas ellas. ¿La determinación económica de la
historia? Bueno, quizá se está poniendo un poco más tibio; pero Sigmund Freud,
él mismo nada amigo del marxismo, sostuvo que el motivo básico de la vida
social era económico, y que sin esta sorda compulsión estaríamos tirados todo
el día en interesantes posturas de goce (jouissance). ¿Las diferentes fases
materiales de la historia como determinantes de diferentes formas de vida
social? Bueno, esto era casi un lugar común para el Iluminismo radical.
El socialismo tampoco sufre una bancarrota en el sentido de
estar carente de ideas. Todavía hay muchas buenas ideas de izquierda en todas
partes, y un no menos fértil y sugerente corpus de trabajo sobre cómo podría
ser una economía socialista, y hasta qué punto los mercados aún serían
necesarios para cumplir con ciertas funciones, entre otros temas. Uno podría
agregar, también, que las postrimerías del siglo XX no presenciaron en absoluto
la derrota del impulso revolucionario, sino un cambio de rumbo. En sus décadas
centrales, se vivió la victoria del anticolonialismo –el movimiento radical más
exitoso de la época moderna– que barrió a los viejos imperios de sus sitiales
de poder. El socialismo ha sido descripto como el movimiento de reforma más
grande de la historia, pero la lucha anticolonial ha sido por lejos el más
exitoso. No; ninguna de estas son buenas razones para sentirse tristes. Tampoco
lo es la creencia de que el sistema capitalista es invulnerable. Algunos
radicales desencantados pueden sostener semejante postura, pero el FMI por
cierto no lo hace. El FMI es muy consciente de la repugnante inestabilidad de todo
este negocio; una inestabilidad que, irónicamente, la globalización profundiza.
Porque si cada pedacito del mundo está conectado con cada uno de los otros
pedacitos, luego, un tambaleo en un punto puede significar un sacudón en otro,
y una crisis en un tercero. En este sentido, la permanente oscilación del
sistema es también una fuente de vulnerabilidad.
Entonces, ¿de qué debe apenarse la izquierda? La respuesta
es seguramente obvia: no de que el sistema sea monumentalmente estable, sino de
que es formidablemente poderoso. Demasiado poderoso para nosotros en el
presente o, diría yo, en cualquier futuro a corto o mediano plazo. ¿Significa
esto que el sistema simplemente no se detendrá y seguirá azuzándonos como un
tipo cargoso en un bar? De ningún modo. Es perfectamente capaz de detenerse
abruptamente, sin la ayuda de sus opositores políticos. Si esto es una buena o
una mala noticia para dichos opositores, es una cuestión discutible. No hace
falta el socialismo para que colapse el capitalismo, sólo hace falta el
capitalismo mismo. El sistema es ciertamente capaz de cometer un haraquiri.
Pero sí hace falta socialismo, o algo parecido, para que el sistema pueda ser
derribado sin que nos arroje a todos a la barbarie. Y es por esto que las
fuerzas de oposición son tan importantes: para resistir tanto como sea posible
el fascismo, el caos y el salvajismo que seguramente surgirán de una crisis
mayúscula del sistema. Walter Benjamin sabiamente observó que la revolución no
es un tren fuera de control, es la aplicación de los frenos de emergencia.
Bertolt Brecht añadió que el capitalismo, y no el comunismo, era radical. En
este sentido, el rol de las ideas socialistas es el de proteger el futuro que
todavía no ha nacido –ofrecer, no una tormenta, sino un lugar de refugio en
esta tempestad que es la historia
Bibliografía
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Socialism (London: Verso).
Callinicos, Alex 1993 Contra el posmodernismo (Bogotá: El
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Fukuyama, Francis 1992 El fin de la historia y el último
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Hardt, Michael y Negri, Antonio 2002 Imperio (Buenos Aires:
Paidós).
Harvey, David 2003 Espacios de esperanza (Madrid: Akal).
Marx, Karl y Engels, Friedrich 1998 El Manifiesto Comunista
(Barcelona: El Viejo Topo).
Williams, Raymond 1984 Hacia el año 2000 (Barcelona:
Crítica).
Terry Eagleton es profesor de
Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford
Traducción del inglés por Fernando
Lizárraga. Revisión de Atilio Boron