Para considerar con perspectiva histórica semejante
desastre, vale recordar las amargas reflexiones con las que Carlos Marx
denunció el oportunismo que tempranamente impregnó al Partido Socialista Obrero
de Alemania (luego Partido Social Demócrata Alemán). En la carta con que
presentó su crítica, afirmaba que ese programa (conocido como Programa de Gotha) era
“absolutamente inadmisible y desmoralizador” porque los dirigentes que lo
redactaran habían admitido “el chalaneo con los principios”.
Lamentablemente, la advertencia fue ignorada, y no solo por
los dirigentes del socialismo alemán (que ocultaron la carta). En los hechos,
el “chalaneo” o negociación a costa de los principios terminó imponiéndose, de
una u otra manera y en diversos momentos, prácticamente en todas las grandes
organizaciones obreras del siglo XX. Más allá de diferencias y
rivalidades, los jefes de aquellos grandes aparatos en que devinieron el
socialismo y el comunismo, coincidieron en dejar de lado cualquier perspectiva
estratégica mientras trataban de “avanzar por la línea de menor resistencia”,
según la aguda observación de István Mészáros. A la luz de lo ocurrido, sobre
los escombros del Muro de Berlín, del estalinismo y de la socialdemocracia,
correspondería clavar un cartel con este marxiano recordatorio: los principios
no se negocian.
Aquel socialismo que no fue debería dejarnos al
menos esta enseñanza.
La crítica
al capital
Las burocracias estalinistas y posestalinistas pretendían
ser “el socialismo realmente existente” y la súbita desaparición del mismo fue
presentada como prueba irrefutable de que ante el capitalismo “no hay
alternativa”. Esta fue la idea o consigna reaccionaria más repetida durante las
últimas décadas, incluso por la legión de antiguos izquierdistas que así
justificaban su transformismo. Veinte años después de la caída del Muro,
guerras y crisis mediante, ese machacón discurso ha perdido eficacia y les
resulta mucho más complicado hacer la apología del capital. Buen momento
entonces para retomar aquellos principios dejados de lado, comenzando por
recoger aquel temprano llamado a la crítica radical.
La obra de Marx suele ser llamada también “teoría crítica”.
Y más allá de lo acertado o no de la denominación, lo cierto es que develó las
razones por las cuales el capital (relación social a través de la
cual el objeto producido deviene sujeto y comando sobre el productor) implica
la incontrolabilidad de la vida social. Esta escisión antagónica
produce y reproduce continuamente el fetichismo y la alienación: desde la
mercancía y el dinero, hasta el Estado.
Escudriñando más allá de las apariencias, pudo advertir que
la igualdad política de los ciudadanos encubría las desigualdades
sustanciales que existen en la sociedad capitalista “pues el poder
político es precisamente la expresión oficial de la contradicción de clase
dentro de la sociedad civil.” De allí, finalmente, la comprensión de que la
emancipación humana implicaba quebrar esa dominación del capital,
revolucionando tanto la esfera socio-económica como el poder político. Y ese
moderno Estado que, disueltos los antiguos lazos de dependencia personal del
feudalismo, se construyó (y se recrea permanentemente) reconstituyendo una
cierta forma de “comunidad” que contribuya a mantener unidas sociedades
internamente desgarradas por el antagonismo social y en carácter
intrínsecamente conflictivo y centrífugo propio del modo de producción
capitalista.
Partidario de la revolución social, Marx asumió la
necesidad de la lucha política sin dejar de lado una crítica
sustancial de la misma. A su idealización como supuesto terreno de comunicación
y realización humana, opuso la sólida convicción de que la política constituía
en realidad una “mala mediación”. No superación, sino mas bien expresión
de las limitaciones materialmente ancladas en el antagonismo social que
impiden a los hombres manifestarse plenamente como tales.
Precisamente por ello sostuvo que la revolución es
emancipación de los oprimidos, o deja de serlo. Es empeñarse en una
transformación total: la creación de “una nueva sociedad”. Porque el
mundo del capitalismo nos expropia, nos desvaloriza y tiende a convertirnos en
nada, debemos cambiar todo, y nadie puede hacerlo por nosotros. Así lo sostuvo
desde 1840 y así fue escrito en los Estatutos de la Asociación Internacional de
los Trabajadores, en los albores del movimiento: “la emancipación de la clase
obrera debe ser obra de la clase obrera misma”.
La crítica a los
Estados burocráticos...
Y precisamente en relación con esto, es de fundamental
importancia comprender que la teoría crítica debe ser también auto-crítica.
A propósito de las idas y vueltas de la revolución obrera en Francia, Marx
había escrito que “las revoluciones proletarias … se critican constantemente a
sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo
que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo desde el principio, se burlan
concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la
mezquindad de sus primeros intentos”.
Aplicando este principio a la Revolución Rusa, a la URSS y
al “campo socialista” que pretendió liderar no sin sobresaltos y rupturas
varias (“titoismo”, “chinoismo”, etc.) pueden advertirse problemas mucho más
graves que “el culto a la personalidad” o la brutalidad de aquellos Estados
burocráticos (sin que esto signifique la más mínima condescendencia hacia los
crímenes de Stalin o, mutatis mutandi, Mao Tse Tung). El fracaso de
aquellas experiencias no-capitalistas guarda una estrecha relación
con el intento de orientar la transición hipertrofiando la esfera política. Se
pretendió contrarrestar las heredadas determinaciones conflictivas en el
terreno de la producción y distribución, superponiéndoles la estructura de mando
hiper-centralizada de un Estado burocrático-autoritario. Sin embargo, limitarse
a la remoción de los antiguos patrones capitalistas privadas no podía
representar ni siquiera un primer paso en el camino hacia la prometida
transformación socialista: casi de inmediato la cohesión impuesta con la
autoridad del Estado pasó a sostener relaciones antagónicas y conflictivas a
expensas del trabajo. Se generaron viejas y nuevas formas de explotación y
alienación del trabajo asalariado y desde la burocracia imprevistas
“personificaciones” del capital. Y se dejó de lado el problema realmente
decisivo: acometer la transformación radical de la esfera fundamental que es la
del metabolismo social y sus condicionamientos socio-económica. Como lo
analizara de manera exhaustiva István Mészáros, aquellas experiencias fueron no-capitalistas pero
retrocedieron ante las dificultades y el desafío ineludible que es ir mas
allá del capital.
La teoría de
la transición debe ser desarrollada
Para asumir el desafío y la necesidad de ir más allá
del capital es bueno comenzar por reconocer que para lograrlo no alcanza
con los principios: las perspectivas generales son imprescindibles para indicar
y mantener un rumbo, pero al mismo tiempo deben ser “particularizados” y
ajustados a momentos históricos y condicionamientos socio-económicos concretos,
cosa que Marx no pudo ni podía hacer.
Al mismo tiempo, parece evidente que la transición resulta
ser mucho más complicada de lo que pudieron suponer Marx, Lenin o el mismo
Trotsky. Y no solamente porque algunas expectativas no se materializaron, sino
porque en un siglo y medio de sobre-vida del capitalismo creó condiciones y
funciones objetivas, así como nuevas amenazas, que deben ser abordadas de
manera realista y urgente, diseñando alternativas efectivas para este
“capitalismo realmente existente” con el que debemos lidiar.
Si, como antes se dijo, el significado de la política
socialista es la total devolución del poder de adoptar decisiones a la
comunidad de los productores asociados, a partir de esa definición medular
deben formularse, pormenorizada y concretamente, las diversas estrategias
radicales que se correspondan con las cambiantes condiciones que se
desarrollarán a lo largo de todo el período histórico que irá desde la
dominación del mundo por el capital y su crisis estructural hasta el
establecimiento positivo de una sociedad socialista a escala global. Llegados a
este punto, se advierte que la cuestión crucial para una política socialista
que quiera ir mas allá del capital, pasa a ser conseguir un firme punto de
apoyo en las mediaciones necesarias y escapar a la trampa de las mediaciones
falsas que constantemente produce el viejo orden a fin de asimilar a sus
opositores.
De modo que, para convertir al proyecto socialista en una
realidad irreversible, tendremos que efectuar muchas “transiciones dentro de la
transición”, puesto que el socialismo mismo puede definirse como una constante
auto-renovación de “revoluciones dentro de la revolución”. Recordemos que la
conquista del poder y la reconstrucción de un Estado “de nuevo tipo” (para usar
la expresión de Lenin) de ninguna manera implica que con ello se logre el
control de la reproducción metabólica social (¡y mucho menos que ese control
quede en manos de “los de abajo”!). Es posible demoler un Estado burgués, pero
no es posible “demoler” la dependencia estructural del capital que es heredada
por lo trabajadores, porque esa dependencia está materialmente sostenida por la
división estructural jerárquica del trabajo. Y semejante dependencia solamente
puede ser modificada en un sentido progresivo mediante la reestructuración
radical de la totalidad de los procesos reproductivos sociales, es decir
mediante la progresiva reconstrucción de la totalidad de la forma social
heredada.
Así pues, él “debilitamiento gradual” del Estado en la
transición, implica no sólo el “debilitamiento gradual” del capital como
controlador objetivado y cosificado del orden reproductivo social, sino también la
auto-superación del trabajo como actividad subordinada a los imperativos
materiales del capital impuestos a través de la subsistente división
estructural/jerárquica del trabajo y el poder del Estado. Y esto sólo es
posible si todas las funciones de control del metabolismo social son
progresivamente apropiadas y efectivamente ejercida por los productores
asociados. Precisamente por esta razón el desplazamiento estructural de las
“personificaciones del capital” mediante un genuino sistema de autogestión muy
importante para una reedificación exitosa de las estructuras heredadas.
La
transición y el ad-venir del socialismo
En el contexto de la actual crisis económica y la subyacente
crisis estructural del capital, que es también una crisis ambiental y civilizatoria,
resulta imperioso superar el enfoque defensivo, gradualista y posibilista que
predominó en el movimiento obrero del siglo XX y llevó a concentrar los mayores
esfuerzos en acciones limitadas a la defensa de intereses sectoriales. Acciones
que en definitiva abonaron el divisionismo y la fragmentación de las clases
subalternas, debilitando tremendamente el poder emancipatorio de los
trabajadores como un todo. Sin recuperar en los hechos la solidaridad de clase
y una estrategia globalmente alternativa, nadie podrá asumir la responsabilidad
de superar esta crisis que amenaza la existencia misma de la humanidad.
No se trata de la reafirmación dogmático-doctrinaria de que
“la clase obrera es el sujeto de la revolución”. Se trata de poner toda la
inteligencia y toda la pasión de la que se disponga para contribuir a recuperar
una solidaridad de clase anclada en el antagonismo social, con la extensión y
diversidad que hoy lo caracterizan. Esta solidaridad práctica, material e
ideal, es imprescindible para la conformación de un sujeto colectivo
socio-político plural y clasista a la vez, capaz de poner en pié formar
cualitativamente diferente de relaciones e intercambios sociales. Poderes
reales de decisión, compartidos equitativamente por todos los miembros de la
sociedad, con el espíritu de la solidaridad de clase y responsabilidades
libremente asumidas son características imprescindibles para conformar una
alternativa hegemónica de la-clase-que-vive-de-su-trabajo, en abierto
enfrentamiento con la lógica destructiva del capitalismo actual.
Para esto, los sindicatos y partidos, así como las nuevas
organizaciones socio-políticas que han comenzado a surgir en nuestro continente
durante los últimos años, deben ser capaces de luchar simultáneamente en los
terrenos sindical y político. Sólo se lograrán éxitos en la emancipación de los
trabajadores si el combate se orienta hacia un cambio abarcativo en el marco de
la reproducción social. Incluso porque los reclamos parciales y las
preocupaciones inmediatas sólo pueden ser afrontadas de manera duradera en el
marco estratégico de ir construyendo esa alternativa hegemónica de los
trabajadores. La destructiva fuerza extraparlamentaria del capital no podrá ser
derrotada ajustándonos a las reglas tramposas que impone el sistema, sino
por medio de la acción directa y el desarrollo de una “conciencia de masas
socialista”. Nunca como hoy ha sido tan necesaria una educación política
de masas, que implica una relación de ida y vuelta: es imposible desarrollar un
movimiento político revolucionario con raíces de masas sin el trabajo
apasionado y vital de educación política, pero esta tarea sólo es posible si
superamos las distinciones arbitrarias entre “tareas sindicales” y “tareas
políticas”, alentando un proyecto emancipatorio inclusivo que se concreta
luchando y aprendiendo a construir, cotidianamente y en todos los ámbitos,
poder popular.
En los diversificadas y complejos procesos de lucha de
clases que recorren nuestro continente latinoamericano, mas que a
elucubraciones sobre el porvenir, debemos prestar particular atención a lo que
llamo el ad-venir del socialismo. Se trata de recuperar la capacidad
de escudriñar y cambiar la realidad contribuyendo a que “en la lucha contra el
actual estado de cosas” se afirmen elementos, bases o puntos de apoyo de una socialidad distinta…
Lo decisivo no es lo por-venir en algún indeterminado momento futuro, sino lo
que ya está ocurriendo, lo que hoy mismo está incorporándose a la realidad con
las luchas y reclamos de nuestra gente. Pensar el ad-venir del socialismo
enriquece la perspectiva y la concepción misma de transición adquiere
nuevas dimensiones, en relación con la tarea de enfrentar la crisis en sus
diversas dimensiones.
Como bien a escrito el filósofo cubano Valdez Gutiérrez: “De los pequeños, continuos y diversos
saltos que demos hoy en nuestras luchas cotidianas y visiones de sociedad,
emergerá el salto cultural-civilizatorio que nos coloque en esa deseada
perspectiva histórica que rescatará y dignificará al socialismo en este siglo”.
Y así contribuiremos a hacer realidad lo que nos indicara mucho antes el
peruano José Carlos Mariátegui: “No
queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser
creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro
propio lenguaje, al socialismo indoamericano”.
Sin olvidar, como el mismo Amauta nunca lo olvidó,
que no podremos hacerlo solos. La empresa es internacional e
internacionalista.
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