Salvo en la academia, el pensamiento comunista no ocupa lugar de pleno derecho en el debate social y político. Las ideas comunistas han quedado reducidas al ámbito universitario, siendo objeto intelectual de algunos autores muy valientes que continúan manteniendo la llama viva de un compromiso meritorio contra viento y marea. Por tanto, al comunismo residual se le ha asignado un espacio casi inofensivo de mera reflexión teórica, con poca capacidad para llegar e influir en el teatro diario y abierto de nuestras sociedades del espectáculo consumista.
Badiou, Balibar, Fernández Liria, Jameson,
Negri y Zizek son algunos de los autores de mayor prestigio internacional que
continúan abordando el estudio del marxismo y el comunismo desde distintos y
singulares puntos de vista, a veces bastante opuestos en sus respectivos
análisis, pero todos ellos procurando establecer un diálogo constructivo para
aportar soluciones críticas de largo aliento a eso de ser comunista en los
tiempos contemporáneos. Son herramientas de referencia internacional
inexcusable que afianzan el corpus ideal comunista como un hito fundamental en
la historia mundial contra las injusticias del régimen capitalista.
Desde el derrumbe de la URSS, los comunistas
viven en la clandestinidad o en el limbo de las causas perdidas, si bien
rascando más allá de la superficie sociopolítica muchas de sus ideas permean o
dan consistencia latente a las proclamas de muchos movimientos sociales e
iniciativas de reciente raíz y cuño.
Todas las nuevas izquierdas emergentes,
puntuales o con vocación de durar más allá de las coyunturas y avatares
contextuales o cíclicos, son adaptaciones al terreno más o menos fieles, en
principio tácticas, para sortear los prejuicios anticomunistas de la gran masa
y obtener así adhesiones y votos menos ideologizados y más cercanos a la piel
del sentimiento o el impulso inmediato. Sucede, no obstante, que una vez alcanzada
alguna cota de poder la táctica a corto plazo se transforma en estrategia y las
ideas comunistas, bajo la presión de la realpolitik y la moqueta consensual, se
abandonan como trastos viejos u obsoletos haciendo suyas de forma compulsiva
los dirigentes más mediáticos las nuevas ideas, ideas añejas en verdad, de
libertad estética, democracia parlamentaria al uso occidental y pacto contumaz
con las elites propietarias.
El proceso de diluir la lucha por lo común y
lo público en categorías filosóficas grandilocuentes y de impacto emocional
genérico como libertad, democracia y diálogo, deja fuera de juego el compromiso
fuerte por una sociedad comunista, dejándose embaucar varios movimientos
contestatarios y formaciones políticas por los cantos de sirena del mito del
mercado neutral y de la economía social como asignadores casi automáticos de
recursos equitativos a escala mundial.
Tras eufemismos tan dulces, sonoros y sutiles,
el capitalismo ha camuflado sus tesis más duras y ha conquistado el alma comunista
de algunos líderes señeros cooptados a la elite por la estructura capitalista.
El comunismo inicial se ha amortizado con retóricas exquisiteces intelectuales
bien elaborados que han comprado a precio de saldo la voluntad y la mente de
dirigentes venales en estrecho contacto con sus pares capitalistas. Dos que
duermen en la misma cama o comparten asiduamente despacho suelen volverse de
idéntica condición o llegan a pensar de similar manera.
El capitalismo ha demostrado tener una cintura
de avispa encomiable capaz de amoldarse a escenarios muy dispares, siempre bajo
la presión de las luchas sociales. El Estado del Bienestar se originó por el
pánico de las elites a que los comunistas y el movimiento obrero en auge
hicieran de su conciencia de clase un elemento de enganche masivo que pusiera
fin al impero capitalista en formación por entonces. La presión comunista
propició un diálogo y una conquista institucional de poder por parte de la
clase trabajadora, manteniendo la supremacía el gran capital pero a costa de
concesiones sociales y económicas de enorme relieve. A cambio, la
socialdemocracia aceptó el veto antidemocrático implícito a la entrada de los
partidos comunistas en los gobiernos nacionales.
No obstante, los comunistas continuaron
atesorando un gran poder de movilización y negociación a través de los
sindicatos de clase, que intentaron hacer de la necesidad virtud e implementar
políticas en las empresas que permitieran la participación directa de los
trabajadores en la dirección de las mismas. Los empresarios se negaron a ello
de modo tajante, inventándose posteriormente una solución de emergencia que
denominaron capitalismo popular. Esta nueva y genial ocurrencia pretendía
convertir en socios accionistas minoritarios a sus trabajadores y cuadros medios,
incluso promoviendo el divertido juego de apostar en Bolsa los ahorros
salariales. La clase media situacionista se volvió loca de contento.
Ese tiempo ya pasó, pero sirvió de cortafuegos
a las aspiraciones sindicales de acceder al poder y dirección compartidos en el
mundo empresarial. El capitalismo popular vendió la idea maquiavélica de que
todos podemos ser propietarios en el reino del mercado fantasma, alegre y venal
de la incipiente mundialización neoliberal; una quimera que muchos se creyeron
a pies juntillas y que indujo una fiebre de oro bursátil por hacerse nuevos
ricos a velocidad de vértigo.
El capitalismo popular cumplió con creces con
sus metas: ganar tiempo, desactivar el sueño comunista y apuntalar el edificio
de la siguiente etapa: el pleno empleo, la sociedad del ocio y el conocimiento
sin trabas ni fronteras físicas ni mentales. Sobre estos tres anzuelos
ideológicos se construyó la rapiña neoliberal, que ya había tenido laboratorios
de excepción en América del Sur, antes que en ningún sitio en la dictadura de
Pinochet en Chile con las tesis ultraliberales y reaccionarias del archifamoso
Milton Friedman.
Desde Europa, la izquierda miró los
acontecimientos dramáticos sudamericanos con cierto desdén y distancia
calculada, tal como ahora sucede con las experiencias alternativas en
Venezuela, Bolivia y Ecuador. El ombliguismo de superioridad eurocéntrico
también es un mal o complejo freudiano de la izquierda que reside en el Viejo
Continente colonialista. Solo las leyendas revolucionarias y épicas del Che y
Cuba, así como las guerras de liberación en Nicaragua, El Salvador y el
surgimiento de los zapatistas en México tuvieron un efecto romántico en la
decadente, depauperada y desorientada izquierda plural de Europa, incluido el
campo comunista. Cositas banales de mucha estética sentimental, de usar y tirar
como alimento nocturno para almas diletantes.
A pesar de lo expuesto, en la retaguardia
táctica, dentro del activismo social o en los cenáculos del pensamiento
académico, las ideas comunistas siguen inspirando y tejiendo discursos,
acciones puntuales y programas políticos de base. Son ideas invisibles, sin
autoría cierta o reconocible, pero existen como humus para plataformas de muy
variado signo y propósito. Es el conducto obligado para estar sin ser vistos o
detectados con presencia e identidad propias en el complejo y unilateral mundo
de hoy. El comunista de corazón y praxis sabe perfectamente que su protagonismo
demasiado evidente puede restar adeptos de buena fe a causas importantes. Por
ello, prefiere quedarse en una aséptica segunda fila.
Además de por su experiencia y densidad
históricas y por su triple fuerza ideológica, social y política, las ideas
comunistas resultan imprescindibles para dotar de cohesión y coherencia internas
a todos los frentes de batalla abiertos en la actualidad, que no son distintos
a los del siglo pasado, aunque cierto es que han cambiado de faz tangible a
ojos de la realidad objetiva. Son líneas de batalla que operan como trincheras
de resistencia numantina desde donde el capitalismo pretende salvar los muebles
de sus estructuras globalizadas. En este trabajo sordo contra esas verdades
instrumentales de dominio de la elite sobre la clase trabajadora, las ideas
comunistas son de un precioso valor y un aroma intenso a autenticidad sin
dobleces o medias tintas. En el fondo, son las únicas que pretenden transformar
el mundo más allá de retoques pasajeros de la todopoderosa maquinaria
tecnológica del régimen capitalista.
La ideología es un campo de batalla
transversal y formidable, un puntal de la guerra de guerrillas contra la
rebeldía mundial. Valiéndose de la publicidad y de otros resortes simbólicos,
el capitalismo piensa por nosotros la sociedad en la que vivimos, justificando
las relaciones sociales y los funestos daños colaterales de su devenir
económico: pobreza, hambre, paro laboral, injusticia, conflictos bélicos,
desastres ecológicos, machismo… Todo tiene causas naturales se nos viene a
decir con amabilidad meliflua y cuando no se puede argüir la primera falacia se
sacan de la manga adversarios maléficos e irreconciliables de la verdad
omnímoda capitalista: terroristas, marginados, inmigrantes, comunistas. Contra
ellos, todo vale. Mientras haya partidos del siglo a jugar cada cierto tiempo para
desviar la atención sobre aspectos de la realidad de mayor enjundia y calado
político, el capitalismo de ficción perdurará incluso pisoteando sus propias
cenizas existenciales.
Dado que la ideología no se presenta como tal, en ocasiones es imposible ponerle nombre y domicilio conocido. En la legendaria película Casablanca, se enfrentan dos antagonistas de postín: por una parte, Bogart, representando el individualismo feroz coloreado de romanticismo trágico, en una combinación extraña e incompatible de fatalismo y libre albedrío; por la otra, Laszlo, comunista, casado de manera enfermiza con la causa como un autómata poseído por la Idea Dogmática y Absoluta. En medio, la mujer, protagonizada por Ingrid Bergman, como objeto subalterno de la contienda política e ideológica: un trofeo del hombre, superfluo, sin más aditamentos. Este argumento ha hecho por el capitalismo más que un millón de mensajes publicitarios durante varias generaciones de entregados cinéfilos.
La ideología, como advertimos en este
universal ejemplo mediático, se encuentra en el rincón más insospechado, neutro
y mínimo de las rutinas habituales. Por supuesto, el héroe es Bogart, cínico,
canalla, duro, sentimental y dotado de una ternura inefable en su soledad
alcohólica, hombre de mundo, perdedor irreductible y fiel a la irracionalidad
capitalista. Laszlo, en cambio, es frío y calculador; se debe a un objetivo
abstracto que no le permite ser dueño de emociones humanas particulares. La
mujer (Bergman), se va con su esposo, con la obligación matrimonial, pero su
amor está con Bogart, con la libertad de comercio y la verdad capitalista. La
mujer debe sacrificarse por el statu quo, siempre supeditada a la voluntad
política y doméstica del varón. Genial guión y subyugante historia que nos mete
en el cerebro un esquema de pensamiento espurio y vicario de las relaciones de
poder capitalistas.
En el curso de la lucha sostenida contra los
valores del capitalismo, una vez desentrañadas sus falsedades ideológicas, cabe
preguntarse con Lenin, ¿qué hacer? ¿Ahí concluye todo? No, según Marx, ahora hay
que transformar el mundo. De nada sirve nominar la realidad objetiva mediante
conceptos atrayentes y neologismos bien avenidos (sociedad del riesgo,
posmodernidad, sociedad líquida) si nos contentamos con permanecer en la mera
teoría brillante y complaciente. El impulso por una sociedad nueva hace que las
ideas comunistas sirvan de faro hacia un futuro mejor y más democrático.
Precisamente, ese futuro que nunca se instala
de manera definitiva ha sido contrarrestado con modelos de pensamiento muy
afinados por las fábricas de ideas del neoliberalismo de nuestros días.
Habitamos sin apercibirnos de ello en un futuro permanente plagado de novedades
para sacarnos literalmente de la realidad objetiva y del presente a conciencia.
De esta forma, renovando cada nada las mercancías y la insaciable capacidad
deseante, se sortean los momentos de reflexión dialéctica y empática con el
otro, en los que a través del reposo y el diálogo crítico puedan conocerse o
atisbarse las relaciones de poder existentes entre todos los actores y sujetos
del espacio social.
El futuro permanente está ahí para que solo
veamos cosas, ráfagas, destellos y luces que se apagan y se encienden de forma
intermitente, pero nunca para interpretar y comprender la historia interna de
las mismas y las conexiones profundas entre ellas, el entorno y los seres
humanos. Producir novedades sin fin, también valores intangibles, es la fase
actual del capitalismo de consumidores en masa. Una de las causas posibles del
fracaso de los comunismos reales de antaño fue el querer competir con el
capitalismo fabricando cosas idénticas aunque por otros medios. Al final, los
valores comunistas originales fueron absorbidos por la competitividad extrema y
el estajanovismo doctrinal. Más armas destructivas, más industria pesada, más
cohetes espaciales, más velocidad. Más madera, como diría Groucho Marx, hasta
que el tren al completo desaparzca ante la voracidad del fuego productivista a
ultranza.
Las ideas comunistas genuinas han de conjugar
el más con el menos sabia y ponderadamente. Producir bajo demanda mercancías
que cubran necesidades materiales objetivas, si, pero siempre manteniendo a la
ciencia aplicada a raya al tiempo que se salvaguarda lo orgánico e
insustituible del ser humano. No podemos dejar que la cultura sofisticada
del más tecnológico ahogue o dilapide las esencias y particularidades
inherentes a nuestra peculiar condición animal y ética.
Hay ideas comunistas para rato. Los estallidos
de furia de mayo del 68, el 15M y Occupy Wall Street dijeron no con rotundidad
a las severas consecuencias sociales del capitalismo salvaje y del aburrimiento
anómico de los valores que preconiza. Sin embargo, hacía y hace falta un paso
más para dotar de contenido sabroso e histórico a ese grito espontáneo y
colectivo lanzado a los cuatro vientos.
Tenemos el objeto de crítica, el
neoliberalismo de individuos en precariedad vital buscando su salvación a golpe
de talonario egoísta y competitividad asfixiante. Sería necesario dar nombre al
dónde queremos llegar: ¿una sociedad nueva, comunista tal vez? Y, por supuesto,
¿quién habría detrás de ese queremos anónimo? Sin sujeto no hay frase
inteligible. Multitud y ciudadanía se antojan conceptos vagos, sin fuste, que
se pueden desvanecer por su propia laxitud genética.
Dejemos los interrogantes aquí, a la espera de
respuestas colectivas convincentes y racionales. Lo común es patrimonio de toda
la gente trabajadora y las ideas comunistas no han dicho todavía su última
palabra. ¿Querer es poder o poder es querer? Ahora bien, ¿qué podemos? Y, antes
que nada, ¿qué queremos?
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