“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

18/9/15

Admirando a un clásico: Willard Van Orman Quine

Willard Van Orman Quine
✆ Romayke
Salvador López Arnal   |   Para todo x, “x es sevillano” implica “x cecea”. De esta forma era como se solía leer, apuntaba Sacristán, pero lo que quería decir realmente el enunciado era que “Todo el que es sevillano cecea”. La x estaba uniendo los dos lados, proseguía. En la traducción al castellano corriente, él mismo la había vertido por “el que”, “todo el que”, “todo” es esto, “el que” es la x, y ésa era una función pronominal. No tenía mayor importancia, matizaba, ni era aceptado por todos los lógicos. Pero él creía que sí, que era la mejor manera de explicar qué era la variable individual. No importaba creérselo o no, pero importaba ver, en cambio, que lo que hacía la variable individual era enlazar, dar cemento a toda la proposición. Se sabía que la proposición se refería a las mismas cosas porque toda ella estaba cogida por estas variables cuantificadas. La tesis, la interpretación de la variable individual como pronombre personal era de W. V. O. Quine, señalaba Sacristán en las clases de Metodología de las Ciencias Sociales del curso 1981-1982, “un lógico americano, ya muy viejo, al que yo admiro mucho, y cuyas ideas me esfuerzo por contar”. No fue, desde luego, sólo en esa ocasión cuando Sacristán habló en términos elogiosos del lógico norteamericano. En diciembre de 1976, dentro de un ciclo de conferencias sobre filosofía, historia y política de la ciencia organizado por el Colegio de Ingenieros de Barcelona, Sacristán dictó una conferencia que llevó por título: “De la filosofía de la ciencia a la política de la ciencia”. Refiriéndose en primer lugar a la entonces denominada “crisis de la filosofía analítica de la ciencia” señaló que por de pronto parecía obvio que sobraba ahí la palabra “analítica”. De hecho, […] esa crisis de la filosofía analítica de la ciencia ha sido de paso crisis de toda la filosofía de la ciencia y, tal vez, incluso, por hablar brevemente, de algo más, de toda la tradición epistemológica, tecno-científico-filosófica, que nace del intento de Kant. Muy probablemente.

El estado de esa crisis, su resolución, nos devolvía, en su opinión, a la situación existente antes de que empezara este último episodio. Su impresión era que la crisis del popperismo nos volvía a colocar cultural, filosóficamente, en la situación inmediatamente anterior al momento en el que la variación de Popper sobre la tradición del Círculo de Viena dio esperanzas de una continuación sistemática, productiva, de la filosofía de la ciencia. Sin embargo, era verdad que aunque nos encontráramos otra vez como a principios de siglo, en el sentido de estar completamente desprovistos de certezas fundamentadoras, según la tradición kantiana de la filosofía de la ciencia, el recorrido de la historia de la filosofía moderna de la ciencia podía verse de todos modos como una espiral. Nos encontramos así en una situación parecida a la de principios de siglo, pero, en cambio, enormemente enriquecidos con conocimientos de todo tipo, desde los lógico-formales hasta los filosófico-materiales y de filosofía general, pasando incluso por capítulos de creciente densidad hacia todos, como la filosofía de la inducción.

Eso no quitaba, proseguía, que aun teniendo ese importante enriquecimiento filosófico podía hablarse propiamente de situación crítica. Las personas de hoy recuerdan mucho los momentos de sabia desesperanza y de docta ignorancia de algunos neopositivistas decepcionados, como la célebre metáfora de la barca, del navío que simbolizaría nuestro conocimiento, porque carece de fundamento, va navegando y se va reconstruyendo en la misma navegación, sin que se pueda esperar de un lugar que esté en el puerto, o que esté fondeando, y aún menos en un dique seco en el que ya no pudiera hundirse nunca.

Tanto era así, tanto reproducía esta situación la inseguridad de principios de siglo, señalaba, que el viejo Quine, “que ahora ya debe ser realmente viejo, pero sigue siendo muy legible”, en uno de sus últimos libros había llegado a ocuparse de los problemas de fundamentación de la ciencia, él que siempre los había rehuido, y esta vez de forma incluso provocadora, negando que tuviera sentido alguno disputar acerca de la racionalidad en ciencia: lo que había que hacer era trabajar en ella y ya era suficiente, y que los mismos problemas analíticos y de fundamentación se tenían que resolver sin tener el menor reparo en proceder circularmente, es decir, utilizando la misma teoría científica de cuya imposible fundamentación se trata. Comenta Sacristán que esta posición de Quine, “dicho sea de paso y puestos a ser nostálgicos y cultivadores de la docta ignorancia”, se parecía tanto a las poéticas frases de Aristóteles cuando se le preguntaba en torno a la justificación del conocimiento, “que podía sugerir la vanidad de toda ocupación en filosofía del conocimiento sino fuera por el otro aspecto de la cuestión a que me he referido antes: por el importante enriquecimiento en conocimientos no definitivamente fundamentadores, pero sí aclaratorios y potenciadores de nuestra capacidad analítica”, por lo que, concluía, no hacía falta decir que la crisis de la filosofía de la ciencia en absoluto la eliminaba o la hacía caduca “y si me tengo que ocupar aquí del paso de la filosofía de la ciencia a la política de la ciencia eso no ocurrirá en ningún sentido apocalíptico. No, la filosofía de la ciencia sigue teniendo el valor que realmente tuvo siempre por debajo de las grandes esperanzas trascendentales de fundamentación de tradición kantiana”. Sin embargo, lo que sí podía suceder, señaló Sacristán, era que la crisis ampliara las perspectivas de la epistemología contemporánea. La exporizara, en un sentido amplio, introduciendo en ella no sólo motivaciones intelectuales, históricas en sentido estricto, sino también sociales. No tenía interés alguno una salida demagógica de la situación, concebida al modo de “el hacer filosofía de la ciencia es contemplarse el ombligo; vamos a pasar a la política de la ciencia sin más”. Parafraseando a Lakatos, eso serviría, remarcaba Sacristán, para hacer probablemente política de la ciencia a ciegas. Quine no fue, en ningún caso, una referencia ocasional para Sacristán. El lógico norteamericano fue para él un clásico de la lógica y la filosofía contemporáneas, capaz de agitar enriquecedoramente las aguas de ambas disciplinas. De él tradujo cinco ensayos esenciales, a él se aproximó en sus primeros escritos tras la vuelta de Alemania, Quine está presente en su memoria para las oposiciones de 1962 y, sin duda, la obra de Quine fue referencia usual en sus clases de Metodología de las Ciencias Sociales tras su regreso a la Universidad barcelonesa después del fallecimiento del asesino general golpista. Un clásico, escribió Sacristán en su célebre presentación del Anti-Dühring, por regla general, no es, “para los hombres que cultivan su misma ciencia, más que una fuente de inspiración que define, con mayor o menor claridad, las motivaciones básicas de su pensamiento”. Eso significó, en su opinión, la obra de Quine para la lógica y la filosofía contemporáneas.

Referencia: Primer capítulo de: Manuel Sacristán y la obra del lógico y filósofo norteamericano Willard van Orman Quine de Salvador López Arnal | Ediciones del Genal, Málaga, 2015
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