El hombre controlador del Universo ✆ Diego Rivera Recreación de 'El hombre en la encrucijada', mural destruido antes de su conclusión en el Rockefeller Center de New York |
Rivera había conocido en Moscú, durante las fiestas de
conmemoración del décimo aniversario de la revolución, a dos directivos del
Museo de Arte Moderno de Nueva York que lo invitaron a presentar una exposición
individual. La muestra, la segunda de la institución, se celebró a finales de
1931 y fue un éxito. Se exhibieron ocho murales móviles, cinco basados en
viejas obras y tres inspirados en la experiencia neoyorquina del pintor, quien
se sintió aturdido por la riqueza de la ciudad y los efectos de la depresión
económica.
La exposición contaba con otras ciento cincuenta obras: pasteles,
óleos, acuarelas y aguatintas que representaban las distintas épocas de su
pintura. Aunque hoy pocos aprecian sus murales móviles –Ben Lerner formula la
opinión hegemónica al escribir “que el
medio del fresco transmite la sensación de carecer de motivación cuando se
aísla, porta y separa de una pared”–, entonces gustaron y Rivera recibió
gracias a ellos dos encargos notables, uno de la compañía Ford para el
Instituto de Artes de Detroit y otro de la familia Rockefeller para el complejo
que estaban construyendo en Manhattan.
Fondos congelados ✆ Diego Rivera, 1931 |
Pese a su afición a saturar los muros y llenarlos de
personajes, el muralismo mexicano congeniaba bien con las tendencias artísticas
hegemónicas en Estados Unidos tras el crac del 29: el regionalismo y el
realismo social. La primera, cuyo representante más famoso es Grant Wood, autor
del célebre Gótico americano, reivindicaba
los arcádicos valores del campo frente a la corrupta ciudad industrial. La
segunda, artísticamente insignificante, pretendía representar la situación de
los trabajadores golpeados por la depresión económica. Favorecidos por las
iniciativas de la administración federal, unos y otros participaron en los
proyectos decorativos emprendidos por las autoridades para paliar los efectos
de la crisis en el gremio. El predominio de comunistas, opuestos a la
vanguardia, hizo que proliferaran los murales políticos, el género predilecto
de Siqueiros, Orozco y Rivera, quienes habían rescatado la tradición del arte
como discurso público y utilizaban la pintura a escala monumental con
propósitos propagandísticos. Los Rockefeller eran conscientes de las ideas
socialistas de Rivera, pero deseaban contar con un artista de su reputación
para pintar uno de los tres murales del vestíbulo de la sede de su compañía y
confiaron en llegar con él a un acuerdo. Se trataba simplemente de que pusiera
a un lado sus creencias políticas y trabajara como lo había hecho en Detroit
para los Ford, donde se limitó a ensalzar los logros de la ingeniería
norteamericana. El mexicano no puso pegas al plan, aceptó las cláusulas
iconográficas del contrato y, hasta el final, no translució la menor intención
de transgredirlas.
El Rockefeller Center, un complejo de diecinueve edificios
situado entre las calles 48 y 51 de Nueva York, se construyó para servir de
centro de operaciones de la Standard Oil y para simbolizar la confianza de
sus propietarios en el espíritu del capitalismo. Conscientes de que la Primera
Guerra Mundial había puesto en cuestión la noción de progreso, el
perfeccionamiento gradual de la humanidad, y que esto alimentaba las ansias de
arrojar al fuego purificador a una civilización supuestamente podrida, John D.
Rockefeller planeó a principios de los años 20 una gigantesca instalación
comercial y cultural que probara los beneficios del sistema. El proyecto
contaba inicialmente con catorce edificios art decó que debían ornarse con mosaicos, pinturas, relieves y
esculturas de los mejores artistas del momento. Un comité de especialistas
definió los temas bajo el lema nuevas
fronteras. La idea era poner de manifiesto que el hombre ha mejorado y que
puede seguir haciéndolo sin recurrir a sangrientos experimentos sociales. En la
plaza central fue erigida una estatua de Prometeo, el titán que salvó a la raza
humana de la extinción, y en el acceso al edificio más alto, sede de la
presidencia de la compañía, un relieve acerca de la sabiduría inspirado
en El gran arquitecto del universo, de
William Blake, sobre el que reza una frase de Isaías: “sabiduría y conocimiento
son la estabilidad de los tiempos”. A los lados –simbolizando la radio y la
televisión, los dos motores de la difusión del saber en nuestra época–, se
dispusieron representaciones del sonido y la luz, y en el interior del
edificio, espacio para tres murales alusivos al progreso de la humanidad.
Estos murales debían desarrollar la idea ya mencionada de
nuevas fronteras. Susana Pliego, autora de un excelente ensayo sobre el
proyecto, recuerda que la historia de Estados Unidos había consistido en una
paulatina expansión territorial y que, siendo imposible seguir por ese camino,
se hacía necesario buscar nuevos objetivos. El plan fue representar ese anhelo
en tres murales: uno dedicado a las nuevas relaciones del hombre con la
materia, otro a las nuevas relaciones del ser humano consigo mismo y, por
último, un tercero simbolizando la situación del hombre en la encrucijada entre
el pasado y el futuro. Además de Rivera, a quien se asignó este último motivo,
se pensó para los otros dos murales en Picasso y Matisse, pero ambos rechazaron
la oferta y fueron sustituidos por Sert y Frank Branwyn. Susana Pliego no lo dice,
pero es posible que en la elección del mexicano hubiera contado el mural que
hizo en el 1927 para la Universidad Autónoma de Chapingo, La tierra liberada con las fuerzas naturales
controladas por el hombre.
La tierra liberada con las fuerzas
naturales
controladas por el hombre, 1927 ✆ Diego Rivera |
Echemos un vistazo a este mural. El personaje central es
Eva, que acaba de ser creada. Su creación conecta algo misterioso, el aliento
de un ángel, y algo telúrico, la propia tierra. Eva alza una mano y porta una
raíz en la otra. Como ella, la raíz procede de la tierra y simboliza la
fecundidad. Adán es el hombre de espaldas que hay debajo. Sabemos que es él
porque lleva una manzana en la mano, la manzana del árbol prohibido. Aunque Eva
ya la ha probado, no parece sentir vergüenza. Se tapa los ojos, pero no oculta
su desnudez. Si rehúye mirarnos es por otro motivo. Un gigante surgido de la
tierra, un Titán, ofrece a Adán el fuego, símbolo del poder para transformar el
mundo. Prometeo irrumpe en la creación para salvar a la humanidad de la
maldición divina. En la tradición griega se decía que sustrajo a los dioses el
fuego. Aquí, el fuego no viene del cielo, sino del fondo de la tierra, donde
según el mito estaban encadenados los titanes, enemigos de los dioses. El
carácter de carga que posee el trabajo en el texto bíblico se torna por
mediación suya en una posibilidad esperanzadora, la posibilidad de que el
hombre haga un mundo a su medida, un paraíso. Esta es la meta de la revolución
y, por eso, Adán está de espaldas, mirando hacia adelante, hacia el futuro. Sus
poderosas piernas se afirman sobre la tierra. No es un ser desvalido, sino
alguien capaz de construir un mundo con su esfuerzo. Las máquinas que tiene
delante son la prueba. Lo mismo indica el niño que está a su derecha, a su
nivel, aunque de rodillas, como a punto de ponerse en pie. El niño junta dos
cables y produce una luz. Se trata de un símbolo del pensamiento –la capacidad
de unir lo que está separado– y del progreso, de la evolución del hombre, que
siempre va más allá, que siempre es niño comparado con el poder por descubrir.
Sólo la mujer, la madre Eva, a quien el soplo del ángel hizo a imagen y
semejanza de la tierra, se mantiene idéntica a sí misma, fértil y voluptuosa,
carnosa y llena de vida.
Si Rivera hubiera pintado en el vestíbulo del Rockefeller
Center un mural como este no habría habido problemas. Algunos espectadores
habrían criticado la secularización de motivos bíblicos, pero los propietarios
habrían asumido las críticas sin dificultad. Al fin y al cabo ellos mismos
estaban alentando en su complejo la fusión de elementos actuales con otros
griegos y bíblicos. En los bocetos que el mexicano presentó, la composición,
aunque provocadora, gustó a todos. El progreso científico y tecnológico,
encarnado en la parte central, conectaba la parte izquierda, donde se
representaba al pueblo oprimido, con la derecha, en la que se simbolizaba la
tiranía y el despotismo. Se trataba, en definitiva, de un elogio del poder del
conocimiento para erradicar la superstición y favorecer la evolución ética del
ser humano en un contexto de creciente cooperación. Rivera, sin embargo,
modificó el plan mientras lo ejecutaba. Lo político se impuso a lo filosófico y
en vez de una lucha contra la tiranía y la ignorancia, la encrucijada aludida
en el título del mural se convirtió en elección entre capitalismo (explotación,
injusticia y guerra) y comunismo (cooperación, justicia y paz). La aparición al
final de la figura de Lenin uniendo con las manos a todas las razas fue la
puntilla. Los miembros del comité pidieron al pintor que volviera al plan
original, incluso prometieron fingir que la obra les complacía a condición de
que sacara de ella al líder ruso. Pero Rivera se negó. Susana Pliego sugiere la
posibilidad de que el pintor forzara con su actitud la destrucción del mural,
algo que tendría un efecto político mayor que su propia existencia. De ser
verdad, la jugada le salió bien, sobre todo porque no fue una destrucción
completa, ya que antes de abandonar la pintura a la piqueta sus ayudantes se
las arreglaron para fotografiarla.
El escándalo fue mayúsculo. Los Rockefeller, símbolo del
capitalismo, demostraban su desprecio de la cultura y el arte tirando por
tierra una obra maestra. Gengis Khan no se habría comportado de forma más
incivilizada. Quien no viera detrás de todo esto la inicua naturaleza del mercantilismo
burgués es que estaba ciego. Las protestas, sin embargo, duraron lo que el
realismo social, o sea, poco, pues en 1936, cuando las purgas de Stalin y el
pacto con Hitler, los artistas americanos fueron apartándose del partido
comunista, fuertemente empeñado en degradar al hombre y el arte, convertido en
sus manos en un instrumento de propaganda. Hablar de realismo cuando lo que se
proponía eran estereotipos y consignas sonó en Estados Unidos a retórica
barata. En 1940 Rivera no dudó en criticar a Stalin acusándolo de enterrar la
revolución. El muralismo desapareció dejando en herencia la pintada callejera,
y el realismo socialista, confinado tras el telón de acero, pervivió
mediocremente para confirmar la profecía de Marx en La ideología alemana: “en una
organización comunista de la sociedad (…) no habrá pintores, sólo gente que, a
ratos, hará pintura”.
La encrucijada que pintó Rivera en el Rockefeller Center
mostraba al hombre ante la tesitura de elegir entre capitalismo y comunismo. Él
confiaba en la victoria comunista y, por eso, al conocer la destrucción del
mural, apeló a la posteridad. La filosofía ilustrada secularizó la idea de
juicio final trasladándola de la eternidad al futuro, pero el futuro se
comporta menos como un dios imparcial que como un charlatán de feria. No digo
que Rivera tuviera razón, tampoco lo contrario. El mercado ha sido para el arte
tan letal como el comunismo. “El fin del mercado es borrar todos los valores
que puedan impedir que cualquier cosa se convierta en obra de arte”, escribió
Robert Hugues. Tim Robbins, autor de Cradle
Will Rock (Abajo el telón), filme que recrea nuestra historia,
fantasea con la posibilidad de que la banalización contemporánea del arte
estuviera relacionada con la decisión de ciertos plutócratas norteamericanos de
favorecer la abstracción y otras variantes estéticas socialmente inofensivas.
Mientras el arte especule con el ser, el inconsciente colectivo y otros asuntos
metafísicos (defendidos paradójicamente por una tropa de filósofos analíticos
para los que el concepto de belleza es inadmisible), nadie cuestionará nuestra
imagen el mundo. Por supuesto, la tendencia de Rivera hace mucho que abandonó
la corriente central, por donde hoy transitan inmensas cantidades de
excrecencias, signo de los tiempos. Se le reprocha haber puesto su arte al
servicio de otra cosa olvidando que esto es lo que hicieron siempre los
artistas. Cien años de vanguardia nos ha hecho olvidar que el arte (técne) no es praxis ni puede serlo (técne, decía Aristóteles, es la
acción libre al servicio de un fin previo y praxis la acción libre
que constituye un fin en sí misma), y que la idea de técne como praxis sólo cabe en una época
contradictoria y opaca que, a la vez que desdeña la tradición, asume su
sentimentalismo: “el deseo de mezclar en
todo un elevado sentido moral” (Roger Fry). Fruto de esta confusión
convertida en koiné es que los artistas no ejecutan ya obras, sino
acciones: happenings, instalaciones, performances, etcétera, aunque a la hora
de ser juzgados continúan prefiriendo por alguna razón a marchantes e
historiadores del arte antes que a expertos en ética.
Nota del Editor: José María Herrera es doctor en
filosofía y profesor. Ha publicado gran cantidad de artículos periodísticos y
académicos así como seis libros: María
Zambrano, Dardos Fallidos, Doce cuentos de Ronda y un epílogo heroico, El libro
del Génesis, Venecia Galante y El
funeral del Emperador. En los últimos años se ha dedicado fundamentalmente
al estudio de la cultura veneciana. Fruto de esa investigación son Los archivos de Alvise Contarini, donde
también ha publicado Jacob Lawrence,
un arte más allá del color y del sufrimiento de los negros, Epifanías del dolor: Käthe Kollwitz, la
pintora que alertó de la llegada de Hitler, La “casa sin salida” del pintor Felis Nussbaum y los perseguidos y Nosotros no somos los últimos. Zoran Music,
un pintor en Dachau.
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