Higinio Polo | Antón Pávlovich Chejov sólo vivió cuarenta y
cuatro años, por una tuberculosis que lo llevó a la tumba, pero nos ha dejado
delicadas estampas de la Rusia de su tiempo, desgarradores relatos sobre la
ferocidad de su siglo, piezas teatrales conmovedoras y una comprensiva mirada
sobre la gente que intentaba vivir bajo un imperio extenuado y unas décadas sin
apelación, intentando capturar la vida que, según él, autores como Ibsen
desconocían. Su abuelo fue un mujik que
había comprado su propia libertad, y Chéjov nació y creció en Taganrog, en el
mar de Azov, como Sedov, el explorador ruso del Ártico. A Antón Pávlovich le
gustaba caminar por las praderas que habían recorrido los escitas, tierras
llenas de hierbas olorosas, ruda, ajenjo y vendaval; descansar en los trigales,
soñar el mundo subido a alguno de los carros de bueyes que utilizaban los
campesinos, y navegar por las aguas perdidas del Azov. Era un hombre paciente,
aunque poco inclinado a la veneración acrítica del pueblo ruso, a las austeras
ideas tolstoianas; por eso, escribió: “algo me dice que hay más amor a la
humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y la
negativa a comer carne”. Hasta 1879 no se trasladó a Moscú. Era un joven de
diecinueve años que empezaba a estudiar medicina, y que, después, comenzó a
escribir relatos para ganar algunos rublos.
No le fue mal, pese a las estrecheces: con treinta años era
ya un reconocido escritor, había recibido el premio Pushkin y sus obras
teatrales le habían hecho popular, aunque también cosechó sonoros fracasos,
como el estreno de La gaviota, que le hizo asegurar a su editor, Alekséi
Suvorin, que abandonaba el teatro, por más que, después, Stanislavski la haría
triunfar en el Teatro del Arte. Gracias a su éxito literario, pudo descansar de
la medicina. Interesado por el mundo, estuvo en Moscú, San Petersburgo, Yalta,
Odessa, Mélijovo, y también en Francia, Italia, Alemania. Como creía que los
rusos debían ir a Sajalín igual que los turcos van a La Meca, Chéjov decidió
viajar al infierno: documentó concienzudamente el objeto de su viaje, una isla
perdida en el oriente, y trabajó en el libro a lo largo de varios años,
mientras atendía a enfermos de cólera y a hambrientos.
En la casa moscovita donde vivió Chéjov, en
Sadovaya-Kudrinskaya, hay ahora un museo a su memoria. Como en Sajalín, donde
hicieron otro. Desde esa casa donde ahora vemos sus gafas y el escritorio verde
que utilizaba para trabajar, partió hacia el extremo oriente ruso, en 1890, con
treinta años. El libro que escribió sobre su experiencia en la isla del penal
es probablemente la obra que más trabajo le dio, y tardaría casi cinco años en
publicarla. Entre tanto, aparecerían otras, como El pabellón nº 6, donde
Chéjov esboza un hospital hundido en el abandono, con un médico, Andréi Efímich
Raguin, que intenta cambiar las cosas, aunque fracasa, relato que tanto
impresionó a Lenin; y El duelo, y Relato de un desconocido, entre
otras. Se casó, apenas tres años antes de morir, con la actriz Olga Leonárdovna
Knipper , y, en 1902, dimitió de la Academia Rusa en protesta por la negativa
del gobierno a aceptar a Gorki como miembro. Murió en un sanatorio alemán, en
Badenweiler, atrapado por la tuberculosis, y acabó enterrado en Novodévichi,
junto a Gógol.
* * *En abril de 1890, Chéjov emprende el viaje a Sajalín, una larga isla de mil kilómetros situada al norte del Japón, mayor que Bélgica y Holanda juntas, con más de tres mil kilómetros de costas, que debía su nombre a una confusión: enviados del emperador chino Kangxi trazaron un mapa donde, frente a la desembocadura del Amur, escribieron: Saghalien-angahata (las rocas del río negro) nombre que llegó a Francia y se popularizó. Apenas unas décadas antes del viaje de Chéjov, se consideraba que Sajalín era una península, hasta que el explorador ruso Guennadi Nevelskói demostró su insularidad. Era “un viaje al infierno”, como el propio escritor lo definió, una expedición a la kátorga, a la desesperación, al siniestro destino reservado a miles de condenados.
La decisión de viajar a Sajalín pudo deberse al pesar por la
muerte de su hermano Nikolái, y, sin duda, por interés científico. Se preparó
antes a conciencia, leyendo los libros de exploradores rusos, la literatura
jurídica, volúmenes geográficos, botánicos y de zoología. Chéjov ya sabía que
tenía tuberculosis en el momento de su marcha, que eligió cuando los vapores ya
podían navegar por el Volga y por los infinitos ríos siberianos. Aún no existía
el ferrocarril transiberiano, de manera que el viaje debía hacerse en coches de
caballos, en vapores, en precarios carruajes. Era un viaje de seis meses que,
según confesó a su amigo y editor Alekséi Suvorin le iría bien, dado que, como
le dijo, era ucraniano y se había vuelto perezoso, y, además, quería ver el
lugar donde el imperio zarista había condenado a miles de personas. Otros
habían escrito antes sobre el universo de las prisiones siberianas: ahí está la
obra de Dostoievski, Memorias de la
casa muerta; la de Kropotkin, En
prisiones rusas y francesas; y Siberia
y el penal, de Serguéi Vasilievich Maksímov, entre otras. Si Kropotkin pudo
estudiar las prisiones siberianas de la Transbaikalia, cuando era ayudante del
gobernador, Chéjov iba a hacerlo como un visitante, como un escritor que, a diferencia
de otros, pensaba volver de Siberia.
La ruta que Chéjov preparó era un periplo excesivo: cruzó en
tren la Rusia europea, medio continente, por Vladímir y Nizhni Nóvgorod, para
llegar a Kazán, donde se embarcó en un vapor por los ríos Volga, primero, y
Kama, después, para alcanzar Perm (¡que, muchos años después, se llamaría
Molótov!). Le faltaba atravesar Siberia. Llegó en tren a Yekaterinburg, y a
Tiutmen y Tomsk en coche de postas. Tardó dos semanas más en llegar a Irkutsk,
por carreteras infernales; atravesó el Baikal en un vapor y, a uña de caballo,
llegó a Sretensk (en la ribera del Shilka, un afluente del Amur), sobre
Mongolia. Navegó después en un vapor por el Shilka, hasta llegar al gigantesco
Amur, o Heilongjiang, el río que separa Rusia de China, y, tras cambiar de
barco en Blagovéshchensk, siguió hasta alcanzar Javarosvsk. Un mes después de
la partida de Irkutsk, arribó a Nikolaevsk-na-Amur, una pequeña ciudad
“abandonada y moribunda”, en la desembocadura del río, en el mar de Ojosk. Finalmente,
el 11 de julio, llegó a Sajalín. Desde Moscú, Chéjov había tardado ochenta y
dos días en llegar a su destino, más que Phileas Fogg en dar la vuelta al
mundo.
Desde el primer día, Chéjov se aplicó al trabajo que había
decidido hacer: describió la isla de Sajalín, un lugar donde nieva hasta junio
y donde los habitantes se entretenían con el aristón; examinó los penales y las
viviendas campesinas, las celdas de los condenados y las chozas de los colonos,
comprobó los malos tratos y torturas que infligían a los presos, vio la
desesperada situación de las mujeres y los niños, y se asomó a la taiga en
llamas; además de interesarse por la vida de los nativos originarios de la
isla, por la existencia en aquel mundo aislado y perdido, incluso por las fugas
de algunos condenados, y quiso presenciar el castigo a un preso, la ignominia
de los feroces latigazos sobre un ser humano indefenso que aplicaban las
autoridades bajo el imperio del zar. Cuando el gobierno imperial decidió
construir un penal en Sajalín, asignó una norma al presidio que iba a
convertirse en un rasgo que produciría escalofríos: “una prisión, con agua
alrededor, y, en medio, el infortunio”, aunque el estrecho que separa la isla
del continente se hiela en invierno y los trineos podían transitarlo. Los
presos aman la libertad, y muchos iban a buscarla, casi siempre sin
conseguirlo, huían por la dura taiga de Sajalín que destrozaban los pies, por
los pantanos, las ventiscas, desafiando a los osos, el hambre, los mosquitos,
que evitaban más fugas de presos que el propio mar. Pese a todo, cada mes se
evadían varias decenas de presos, y, en los meses de verano, podían fugarse más
doscientos. Muchos perecían por hambre, o bien, con los pies congelados o
heridos y el cuerpo destrozado por las picaduras de mosquitos, intentaban
volver a las prisiones, optando por una vida abyecta y miserable antes que por
una tumba en la nieve. Chéjov concluyó que tres de cada cinco presos intentaban
la huida, y, a pesar de ser una isla, Sajalín perdía la tercera parte de los
fugitivos: tal vez morían; algunos, conseguirían llegar al continente.
Antón Pávlovich escuchó historias de depravación, desgracias
inhumanas; supo de un comerciante que forzaba a pagar impuestos a habitantes de
la isla, que, si se resistían, eran torturados y ahorcados; vio condenados que
parecían demonios de Lérmontov. Con una rara disciplina, apuntó cada vivienda,
cada persona que vivía en ellas, anotó sus ocupaciones, sus propiedades, el
interior de sus casas, la dureza de la vida campesina, la difícil tarea de
desarrollar la agricultura en un medio frío y hostil. Se interesó por la gente
común, los condenados. No era fácil que los desgraciados le abriesen sus almas,
pese a la carta de presentación del gobernador, y Chéjov no siempre conseguía
saber qué circunstancias les habían llevado a Sajalín, ni era sencillo escribir
sobre ello; no en vano, cuatro años después del viaje, le diría a su editor
Suvorin que “es más sencillo escribir sobre Sócrates que sobre una señorita o
una cocinera”, aunque se acercó a sus más íntimos sentimientos, igual que
Ostrovski había comprendido a los pequeños burgueses rusos cuyo único sueño era
enriquecerse. Era una tierra dura. Chéjov discrepó de quienes veían en las
pieles de animales o en el carbón la principal riqueza de Sajalín: creyó que su
futuro sería la explotación del pescado, maravillado por la extraordinaria
abundancia de keta (un tipo de salmón) un pez que remonta los ríos, y por los
gigantescos bancos de arenques que hacían que el mar pareciese hervir. No podía
imaginar un futuro de gas, petróleo y caviar, como el Sajalín de hoy.
En Aleksándrovsk, frente al estrecho de Tartaria, estaba la
administración central de la isla. Chéjov vio pasar a los presos ante su
ventana, aunque circulaban libremente y trabajaban, y no siempre llevaban los
grilletes. Aleksándrovsk tenía una cárcel con más de dos mil presos, aunque
menos de la mitad dormían en ella, y un cuartel para quinientos soldados. Allí
estuvo alojado Chéjov buena parte de las semanas que permaneció en Sajalín, y
situaría su cuento Un asesinato.
El hambre, los malos tratos, la prostitución de las mujeres, eran habituales.
Chéjov relata la existencia de burdeles, e incluso, en Slobodka, encuentra una
casa de lenocinio establecida por una mujer libre que utilizaba a sus propias
hijas. Los presos de la cárcel de Aleksándrovsk no llevaban cadenas, podían
salir sin ser vigilados, aunque quienes habían intentado fugarse estaban
encerrados en celdas, con grilletes. Los condenados iban cubiertos de harapos,
dormían sobre sus ropas húmedas, que no podían secar, tenían piojos e iban
sucios, en medio de un aire viciado y un olor repugnante: la vida más abyecta
que, como escribe, es una lacra que debe terminar. En toda la isla había cinco
mil novecientos presos (de ellos, noventa y uno eran nobles), y menos de
cuatrocientos eran condenados a cadena perpetua; casi la cuarta parte de los
presos vivía fuera de las cárceles, en isbas propias. Cuando cumplían la pena,
se convertían en colonos, y, tras diez años, pasaban a ser campesinos y podían
incluso abandonar Sajalín. Pero el objetivo de la reinserción social de los
condenados no podía cumplirse en aquellas condiciones.
Es escrupuloso: Chéjov visita todas las colonias, todas las isbas, registra a todas las personas que
ve. Comprueba la pobreza de los colonos, las mujeres embrutecidas y los hombres
solitarios, la gente que vive de mínimos subsidios del Estado: presos, colonos
que han sido liberados, niños pobres, asilados, y, aunque pocos, descubre la
vida de aquellos que se alimentan de madera podrida con un poco de sal.
Constata que la economía de la isla depende de los recursos del Estado, que
paga a funcionarios y soldados, y del trabajo de los presos. Los trabajos
forzados de los condenados aseguran el funcionamiento de las minas de oro y de
carbón, y, además, son leñadores, luchan con las ciénagas, son estibadores y
campesinos. Centenares de presos son forzados a trabajar en las minas, que
explota una compañía de San Petersburgo que se beneficia gratis de los
yacimientos y del trabajo de los presidiarios. Muchos de ellos, además, eran
utilizados como criados por gobernadores y funcionarios, y no era raro que un
simple registrador tuviera seis u ocho presos a su servicio, sin ningún
salario. Ese abuso implicaba que un forzado quedaba convertido en un esclavo
doméstico.
Apenas la tercera parte de los hombres de Sajalín sabía leer
y escribir, y, entre las mujeres, la proporción descendía hasta el diez por
ciento. No se permitía llevar alcohol desde el continente, lo que facilitaba el
contrabando y, aunque también la venta estaba prohibida en la isla, la
corrupción de los funcionarios y la necesidad de evadirse de la dura vida había
engendrado poblaciones como Slobodka, un lugar que acabaron llamando el “París
de Sajalín”, habitado por unas tres mil personas, donde reinaban los borrachos,
la violencia, el juego, la brutalidad, aunque también había viviendas de
funcionarios, la residencia del comandante de la isla, tiendas, iglesia y la
prisión de Duika. A menudo, Chéjov encuentra colonias donde reina la pobreza
más espeluznante, y donde los vecinos se hallan mano sobre mano, sin hacer
nada, aunque también encuentra aldeas alegres y limpias, como Derbínskoie, que
contaba con su porción de parias, donde contempló “el grado máximo y extremo de la humillación humana” y encontró
gente que soñaba con la calle Tvérskaia de Moscú, el centro de la vida social.
La tierra inhóspita de Sajalín, fría (en invierno pueden
alcanzarse los veinte grados bajo cero, y, en agosto, la temperatura apenas
llega a los dieciocho, y no era extraño que nevase en julio), pantanosa, con
lluvias constantes como en el Bóldino de Pushkin, hace que la agricultura sea
difícil y apenas se consiga duplicar o triplicar el volumen de simiente
sembrada, aunque en algunos lugares prosperaba, como en Kórsakovskoie, en el
norte. Sin embargo, casi toda la parte septentrional de la isla (la tercera
parte del total) es una tundra con los pequeños troncos de alerces y cedros
arrastrándose por el suelo. Allí estaba la terrible prisión de Voievodsk, que
guardaba a los más feroces criminales, y lugares de rara belleza como el valle
del río Arkai, la taiga interminable, los abedules (cuyas varas servían para
azotar a los presos), fresnos, cerezos, espinos y bardanas, las colonias
dispersas de antiguos presos, dedicados a la agricultura y el ganado o a duros
oficios, las familias que apenas se alimentaban de nabos; y, a veces, de
patatas y rábanos.
En el sur del río Tim, de clima más cálido, Chéjov admira
paisajes familiares a lo largo de sus riberas. En Ríkovskoie, encuentra a
muchos ucranianos, y una iglesia de madera en una plaza por donde pasan los
presos y sus guardianes, que cuentan con una de las mejores cárceles de Sajalín,
limpia y dotada de ventilación inversa para eliminar la fetidez. Los presos
eran alimentados con tres libras de pan y una sopa repugnante, hecha de sémola
y patatas y pescado podrido o algún trozo de carne, y se les entregaba un
abrigo y una pelliza, así como cuatro pares de zapatos y dos pares de botas
cada año, aunque el calzado solía pudrirse debido a que, con frecuencia, los
presos no podían secar sus zapatos, ni sus pertenencias. En todas partes se
utilizaba el pan como moneda: cualquier trabajo, cualquier compra tenía el pan
como instrumento de pago. Muchos de los soldados destinados en la isla vivían
como los presos y colonos, se alimentaban mal y vestían harapos; a veces,
incluso se alojaban en las cárceles, y los guardianes solían emborracharse,
jugar a las cartas con los condenados, comerciaban con vodka y se aprovechaban
de las niñas. Junto a ellos, los funcionarios y oficiales componían núcleos
abiertos al visitante, acogedores, y hasta preocupados por la cultura, hasta el
punto de que Chéjov reseña cómo un grupo de Aleksándrovsk se atrevió a
representar una obra de Gógol, y recibían libros, periódicos y revistas desde
Moscú o San Petersburgo, o de ciudades siberianas, aunque no por ello pudiesen
escapar de la mediocridad, como el Oblómov de Goncharov. También encontró
funcionarios y responsables que actuaban con bondad y buen criterio, dejándole
la impresión de que no se volvería a los inenarrables excesos de las décadas
anteriores: ya no era posible azotar a un preso hasta la muerte, ni empujarlos
impunemente al suicidio, aunque continuaba la práctica de los malos tratos y la
tortura. Como médico, Chéjov también se interesa por las enfermedades de los
presos: casi la mitad de las muertes se producían por enfermedades
respiratorias y tuberculosis. La sífilis, el escorbuto, el marasmo, el tifus y
la neumonía, las “fiebres”, las “enfermedades femeninas”, alteraciones
gastrointestinales, gastritis, y otras de menor importancia, azotan a los
habitantes de la isla.
La población de guiliakos,
o nivjis, originarios de Sajalín,
a donde habían llegado, hace doce mil años, desde la región que hoy se denomina
Zabaikalie, merece la atención de Chéjov: vivían en yurtas, llevaban una vida nómada, y su número se reducía; se
alimentaban de salmones, ballenas, esturión y focas. La marginación y nula
consideración que los guiliakos
tienen de las mujeres, hace que el dramaturgo los compare con Strindberg. Esa
población sería estudiada también por el etnógrafo y revolucionario marxista
Lev Sternberg, que había llegado preso a Sajalín un año antes que Chéjov. En el
sur de la isla, admira los bosques y las suaves laderas, aunque anota que el
territorio está abandonado; el cabo Krilon y su faro rojizo; Kórsakov, en el
golfo de Aniva, frente a Japón, la pequeña ciudad que administraba el sur de la
isla, que contaba con otra colonia penitenciaria, y donde no era raro que
cincuenta hombres fueran azotados a la vez; pero le asalta la pereza, y ya no
tiene tanto interés por visitar las isbas, aunque sigue recorriendo el
territorio, encontrando antiguos almacenes de pesca japoneses, enclaves inundados
que le hacen evocar Venecia, ciénagas y praderas de tomentilla, y descubre
dramas de amor o de juego donde los hombres acaban envenenándose con acónito.
Ahora, junto a Kórsakov, se encuentra Yuzhno-Sajalinsk, una ciudad con modernos
edificios de vidrio que albergan a las compañías gasísticas y petroleras, y que
tiene incluso un pequeño “Shanghái”, como denominan al barrio habitado por
coreanos. Allí, en la casa donde se alojó el escritor, se ha creado un
museo con pertenencias de Chéjov y de su familia, que los responsables fueron
buscando y comprando trabajosamente por todo el país. Hoy, unos transbordadores
van desde Vanino, en la región de Jabárovsk, hasta Jolmsk, en el sur de
Sajalín, y aquel infierno descrito por Chéjov se ha convertido en un lugar
adonde emigran jóvenes atraídos por la prosperidad y los buenos salarios del
petróleo. Cuatrocientos kilómetros al norte de Kórsakov, en la desolada región
de Taraika, Chéjov rememora los intentos de colonizar nuevas tierras con
campesinos libres, sujetos a todas las penalidades y a la incompetencia de la
administración, que incumple sus compromisos y los abandona a su suerte, y
reflexiona sobre la relación entre rusos y japoneses en Sajalín, hasta que el
tratado de 1875 sancionó la pertenencia de la isla a Rusia. En la desembocadura
del río Naibu, Chéjov se encuentra ya con el océano Pacífico, donde le asalta
la idea de quedarse allí para siempre.
Tras haber recorrido Sajalín, el 13 de octubre de 1890, tres
meses después de su llegada, Antón Pávlovich se embarcó hacia Vladivostok, para
seguir la ruta de Hong-Kong, Singapur, Ceilán, el Mar Rojo, el canal de Suez,
y, por el Mediterráneo, alcanzar las aguas del Mar Negro y Odessa. Después de
casi dos meses de navegación, el 8 de diciembre, llegaba a Moscú: había vuelto
a casa, desde el infierno. Hasta cinco años después, no publicaría el libro, La isla de Sajalín, y, aunque las
cenagosas aguas del imperio zarista parecían no moverse, podría ver que las
reformas penitenciarias acabarían llegando, aunque con lentitud: en 1899 se
eliminó la pena de exilio perpetuo, y, a inicios del siglo XX, se prohibieron
los castigos corporales y el azotamiento.
Gorki, que le conoció bien, escribió que “al leer los
cuentos de Chéjov uno parece sumergido en un día triste de finales de otoño”,
la misma tristeza de Olga en Las tres hermanas, la misma amedrentada
rutina que hace exclamar al tío Vania “cuando no hay verdadera vida, se vive de
espejismos”; la misma desoladora melancolía que desprenden las páginas del
libro de Sajalín, pese al tono científico, al rigor de la investigación; la
agonía de un tiempo muerto, el naufragio y la soledad de una existencia
miserable.
Chéjov desconfiaba de los consejos tolstoianos, pese a la
admiración que profesaba al gran escritor, huía de esa austeridad mística que
prometía una fugaz y confusa felicidad, y rechazaba ese amor abstracto por el
“pueblo ruso”, elevado a una hipócrita santidad y perfección por muchos de los
que se negaban a ver la miseria y la abyección en que el zarismo había hundido
a tantos mujiks, a los habitantes de la inmensa Rusia. En una carta a
Suvorin, escribe: “La guerra es un mal,
los tribunales son un mal; pero de ahí no se deduce que yo tenga que llevar
sandalias o dormir sobre una estufa, en compañía de un mujik y su
mujer.” Si en el río Naibu, Antón Pávlovich había pensando en quedarse para
siempre, desde la linterna del faro del cabo Zhonker se demoraba mirando el mar
del Japón, la costa de Tartaria, mientras pensaba que si fuera un preso
“trataría de escapar cuanto antes, al precio que fuese”. Sajalín era el
desolado penal en que el capitalismo zarista había encerrado a Rusia, la música
triste de un futuro sin salida, la abulia esclava que se hundía en la
resignación que muestran tantos personajes de Chéjov, esa inacción que recuerda
al hombre superfluo de Turguénev, pese a que el dramaturgo era bien consciente
de que había que huir de la desdicha.
Título
original: “Chejov en Sajalín”