El contrabando crea desabastecimiento y acelera la inflación
del lado venezolano mientras en el colombiano genera recesión y desempleo. En
ambos, se comporta como un vector que frena el desarrollo
socioproductivo, carcome la funcionalidad del Estado como garante de la
legalidad, fortalece la cultura de la corrupción, expande la violencia y la
inseguridad. Fomenta los roces entre ambos países afectando especialmente a las
poblaciones fronterizas. Conspira contra la integración y la buena vecindad que
debe prevalecer entre pueblos hermanos.
La voluntad política no se mide en la retórica sino en las acciones que la suceden. El parlamento colombiano aprobó una ley “anticontrabando” que impone penas de cárcel cuando el valor de la mercancía supera los 50 salarios mínimos (USD 10.327), multiplicando el problema en lugar de reducirlo porque legaliza el contrabando “minorista”. En ella no se incluye la repatriación de los bienes contrabandeados. Tampoco deroga los decretos que legitiman el contrabando de combustible ni aborda el control de los activos millonarios que lavan las casas de cambio cucuteñas. Desde hace 15 años estas fueron autorizadas por el estado colombiano para crear un mercado cambiario paralelo de la moneda venezolana. Constituyen el corazón de un sistema perverso que integra la parapolítica, la especulación cambiaria, el financiamiento al contrabando y el blanqueo de activos producidos por las actividades criminales. Llegó la hora de poner las cartas sobre la mesa. Mientras no se derogue el decreto Pastrana (2000) que dio vida a este adefesio, cualquier esfuerzo interno por estabilizar el tipo de cambio y combatir el contrabando sería inútil. También lo sería, si el gobierno venezolano no revisa su política económica y cambiaria.
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