Cesare Pavese ✆ A.d. |
Dueño de una apasionada inteligencia, una bella sensibilidad
y una indomable voluntad de raciocinio, en pocos como en él se reunieron en su
época, a la vez como evidencia estética y como testimonio intelectual, por un
lado la entereza de un humanismo capaz de pensar y de intentar un mundo para
todos (“en medio de la sangre y el fragor de los días que vivimos va
articulándose una concepción distinta del hombre. El hombre nuevo será puesto
en condiciones de vivir la propia cultura y de reproducirla para los otros, no
en abstracto, sino en un intercambio cotidiano y fecundo de vida”). Junto a
ello, la devoción por una belleza que no se niega a ninguna verdad, por
aparentemente oscura que parezca (“La fuente de la poesía es siempre un
misterio, una inspiración, una conmovida perplejidad ante lo irracional, tierra
desconocida”). En esa tensión, que no supo dejar fuera a su propia vida,
alcanza una hondura y calidad especialmente tocantes. Y aunque el suicidio
parece constituir el broche de la angustia, una tozuda, lúcida y fecunda
voluntad de vida, de belleza y de trabajo emerge limpiamente de sus palabras.
Su juventud creció con el fascismo, que lo arrestó el 15 de mayo de 1935 y lo confinó, como opositor político, en Brancaleone Calabro, de donde volvió en marzo de 1936. Pero no cambiado. A la bochinchera y grandilocuente cultura oficial del fascismo supo enfrentarse, lúcidamente, como su impar compañero de generación, Elio Vittorini, con la traducción y el análisis crítico de la gran literatura norteamericana. Heredero de un mundo campesino que nunca cesó de nutrirlo, su primer libro, Trabajar cansa (Solaria, 1936, con reedición aumentada de Einaudi, 1943), es un nuevo ciclo abierto y cerrado por él en la poesía italiana moderna, tanto como una revisión exhaustiva de ese mundo natal, lleno de atavismos que, a pura luz de razón, se convierten en auténticas iluminaciones. Y ese mundo está siempre presente en su gran narrativa. Y hasta en sus resplandecientes ensayos, donde la percepción del claro espacio mítico que es el campo, la viña, el bosque, la sangre, la noche, los astros, se convierte en alimento de esclarecedoras conclusiones.
Llegó a triunfar en Turín, la gran ciudad de sus sueños de
infancia, como intelectual y como artista: pudo ser director literario de la
prestigiosa editorial Einaudi y poco antes de morir recibió el consagratorio
Premio Strega. “Narrar es como nadar”, supo decir, aludiendo a los ritmos
combinados con que el nadador desplaza su cuerpo en el agua, y también “Narrar
es monótono”, por supuesto en el sentido de la insistencia, de la persistencia
en un tono, en un clima, que nunca es puramente verbal aunque está hecho de
lenguaje. Las palabras de los hombres a las que supo aludir cálida y sabiamente
como “esas tiernas cosas, intratables y vivas”.
Italo Calvino advirtió lo imposible de imaginar hacia dónde
habrían llevado a Pavese las inquietudes etnográficas y antropológicas que lo
apasionaban. Y percibió su compleja y angustiada personalidad, esa voluntad de
razón iluminista que sin embargo no abandona una temblorosa auscultación
instintiva. Mucho de ello se advierte en los inteligentes y lúcidos ensayos que
reunimos y tradujimos con Hugo Gola, no mucho después de su muerte, con el
título de El oficio de poeta (Nueva Visión 1957), donde en “El mito” escribe:
“Antes que fábula, casi maravilloso, el mito fue una simple norma, un
comportamiento significativo, un rito que santificó la realidad. Y fue también
el impulso, la carga magnética que pudo, ella sola, inducir a los hombres a
realizar obras”.
Hay en todo Pavese la felicidad del trabajo consumado, esa
satisfacción por el logro tras el esfuerzo, pero también la insatisfacción
permanente ante el vacío posterior, ante la incapacidad de volver a colmarlo o
el temor de no lograrlo. A ese vacío aludió como uno de los motivos de su
suicidio, y aunque nunca lo sepamos con exactitud (¿quién podría?), se hace
imposible no advertir que el hombre capaz de realizar en sólo 42 años de vida
una obra semejante, difícilmente estuviera terminado como artista. El mismo
que, horas antes de tomar una trágica decisión, escribía en su diario: “Mi
parte pública la he hecho –lo que podía–. He trabajado, he dado poesía a los
hombres, he compartido las penas de muchos”.
No pocas veces reiteró Pavese que consideraba a Diálogos con Leucó “la cosa menos
infeliz que yo haya escrito”. ¿Cómo no coincidir con él ante esos diálogos de
transido lirismo y honda resonancia, que logran el casi milagroso resurgir,
como una moderna fuente de vida, de los fundacionales mitos griegos? Y
recordemos que ese libro quedó abierto junto a su lecho, en el cuarto de hotel
donde se suicidó. Que su palabra fue escuchada, lo probaron tanto su
persistente repercusión como la estima de sus contemporáneos. Emilio Cecchi lo
dijo quizá mejor que nadie: “Reconozcamos,
una vez más, que de su generación Pavese fue de los espíritus no sólo
artísticamente más dotados, sino, en el conjunto de todas las facultades,
intelectual y moralmente más ejemplares”.
http://www.pagina12.com.ar/ |