Entonces, ¿qué clase de guerra había sido la llamada “segunda”? Muchos, todavía hoy, no saben responder esa pregunta. La nebulosa del enfrentamiento entre las democracias de Occidente y el totalitarismo nacional-socialista lo cubre todo, cree y dice ofrecer las respuestas, pero no, miente. Hitler fue, desde un principio, un aliado del occidente capitalista. Pese a su elocuencia, a su oratoria frenética contra la mediocridad burguesa, el Führer, y quienes lo rodeaban, eran enemigos de los bolcheviques.
Una cosa eran los delirios de Hitler, sus extravagancias, sus ataques a los judíos, a los minusválidos, a los gitanos y a sus opositores, y otra era una verdad de peso genuino, que encajaba con la lógica de los tiempos: ese Führer tempestuoso era el único, en Alemania, decidido a luchar contra los soviéticos. Sólo él podría detener la amenaza de la ola roja. Las SA (SturmAbteilung) de Ernst Röhm se enfrentaban en las calles de Berlín con los grupos organizados de los sindicatos socialistas. Eso favorecía a Hitler y al Occidente “democrático”. Nadie decía nada. “Déjenlo al loco. Por ahora lo necesitamos. Cuando haga bien su trabajo, cuando lo complete, nos libraremos de él.” Esto se ve muy bien en una escena de la película Cabaret de Bob Fosse. Es la escena campestre. Un joven empieza a cantar una dulce canción, el sol brilla, los buenos alemanes toman cerveza y acompañan la canción del joven que viste una camisa parda. De a poco, casi imperceptiblemente, la canción se encrespa hasta transformarse en un himno de guerra que proclama: El mañana nos pertenece. Un aristócrata de la industria alemana, junto a un amigo que está de paso en Alemania, observa, sonriendo con aire despectivo, irónico pero aprobatorio, al joven y a todos los que lo han acompañado, elevando sus vasos de cerveza como lanzas de la vieja y gloriosa Alemania de los Nibelungos, del Sacrum Imperium, del Primer Reich. Su amigo pregunta: “¿Por qué no los frenan? ¿No son peligrosos?” “Sí”, contesta el aristócrata, “pero, por ahora, los necesitamos. Van a limpiar Alemania de bolcheviques y judíos. Después, nosotros tomaremos el control”. “¿Ustedes?” “Claro, nosotros: Alemania”. Alemania no tomó el control, Hitler se adueñó de Alemania. En otro film, un film majestuoso que dirigió Stanley Kramer y se estrenó en 1961, Juicio en Nuremberg, se juzga a los jueces nacionalsocialistas, a los que impartieron justicia durante el Tercer Reich. El fiscal los acusa de ser culpables de las crueldades, de los desenfrenos nazis. La defensa, a cargo de Hans Rolfe, un hombre brillante y apasionado, que viste una toga negra y tiene las convicciones de un pelotón entero de las SS, es impecable e implacable: “¿Qué hay del resto del mundo? ¿No conocía las intenciones del Tercer Reich? ¿No había oído las palabras de Hitler transmitidas a todo el mundo? ¿No había leído su intención en Mein Kampf, que se publicó en todo el planeta? ¿Dónde quedó la responsabilidad de la Unión Soviética, que en 1939 le ofreció a Hitler el pacto que le permitió hacer la guerra? ¿Dónde quedó la responsabilidad del Vaticano, que en 1933 firmó con Hitler el concordato que le dio su tremendo prestigio por primera vez? ¿Vamos a declarar culpable al Vaticano? ¿Dónde quedó la responsabilidad del líder mundial Winston Churchill, que en 1938, ¡en 1938!, dijo en una carta abierta al periódico Times: ‘Si Inglaterra sufriera un desastre internacional, le rogaría a Dios que nos enviara a un hombre con la inteligencia y la voluntad de Hitler’. ¿Vamos a declarar culpable a Winston Churchill? ¿Dónde quedó la responsabilidad de los industriales estadounidenses que, para ganar dinero, ayudaron a Hitler a reconstruir su armamento? ¿Vamos a declarar culpables a esos industriales? No, su Señoría. Alemania no es la única responsable. Todo el mundo es tan responsable por Hitler como Alemania”.
El defensor Hans Rolfe sabe lo que dice. El fiscal Lawson lo
comprueba durante el juicio. Un superior lo convoca a una reunión privada y
ahí, duramente, le dice: “Usted está
loco. Deje de maltratar a estos jueces. Los necesitamos para la nueva guerra,
la que se inicia ahora. No podemos pisotear el honor de los alemanes”. El
fiscal argumenta: “Estos hombres mandaron a decenas de miles a los campos de
concentración”. El superior insiste: “Eso ya pasó. Ahora hay que mirar hacia el
futuro”. El fiscal Lawson, un liberal, un demócrata de esos que cada vez menos
se encuentran en EE.UU., llega hasta la puerta y se detiene. Mira a su
superior. Dice: “Le voy a hacer una pregunta divertida: ¿para qué fue la
guerra?” Abre la puerta y sale.
¿Para qué fue la guerra? Tratemos de ser breves. O sea,
resumiendo: el terror a la “ola roja” se fijó en Alemania, la derrotada del
Tratado de Versalles, humillante, torpe. El colmo de la diplomacia de la
venganza. La República de Weimar no supo crear poder, una alegre negación de la
realidad le permitía jugar a la democracia, tomar cerveza, y cantar y bailar
como Sally Bowles en el Kit Kat Club. (Ver mi novela La sombra de Heidegger. También La caída de los dioses en Siempre
nos quedará París: el cine y la condición humana. Y, desde luego, el film de
Bob Fosse Cabaret y el de Bergman El huevo de la serpiente.) La República
de Weimar empezó a agrietarse. Los sindicatos bolcheviques, los activistas del
socialismo, lucharon en las calles, en las fábricas y buscaron salir del
desastre por medio del comunismo y el apoyo de la URSS. El mundo occidental
entró en pánico. ¿Quién era el mejor, en esa Alemania derruida, para frenar
eso? “Hay uno muy bueno. Adolf Hitler. Pero no es confiable. Creemos que está
loco.” “Eso no importa. Mientras frene a los comunistas es nuestro hombre.
Después nos ocuparemos de él.” Este fue el diálogo secreto que –no lo dudemos–
se habrá sostenido en las principales alturas del poder político y bélico de
Occidente. Entonces armaron al “loco”. Así crearon a su más feroz enemigo. El
“loco” derrotó a los comunistas, ganó legalmente las elecciones (luego de haber
matado a muchos de sus opositores y con las cárceles llenas de obreros,
abogados, escritores, políticos disidentes) y se dispuso, sin más, a conquistar
el mundo. El “loco” estaba loco y su locura fascinaba a Alemania. “¿Ha visto
usted la belleza de sus manos?”, le pregunta Heidegger a Jaspers. Hitler pacta
con Molotov y luego invade Polonia. Empieza la guerra. Esta guerra es
visualizada, torpe o deliberadamente, como fruto de la locura del Führer y su
entorno de fanáticos. Falso: la guerra tiene lugar porque Occidente armó a
Hitler para que frenara a los comunistas. Que nadie se asombre si Henry Ford lo
visitó. Si Charles Lindbergh se declaró su entusiasta partidario y además
antisemita. Si la Ford le vendió autos y aviones. Si la Inglaterra de Churchill
le regaló o vendió a bajo precio aviones de la RAF (Royal Air Force), con los que luego Hitler llevaría a cabo sus
bombardeos sobre Londres. ¡Qué paradoja siniestra! El León de Inglaterra, el
gran Sir Winston, había entregado aviones al Monstruo que ahora destruía
Londres, ciudad que él, también ahora, con gloriosa tenacidad defendía, defensa
que le habría de permitir frases que la Historia recogería como ejemplo de
coraje ante la adversidad (Sólo puedo prometerles sangre, sudor y lágrimas),
una adversidad posibilitada por él mismo, por el héroe que ahora protegía a su
pueblo de la furia de los aviones alemanes... y de los ingleses.
En suma, el guerrero anticomunista al que armaron, al que
crearon para que impidiera que Alemania, el centro del mundo, el centro de
Europa, la maltratada por las negociaciones posteriores a la “Primera Guerra
Mundial”, cayera en manos de los comunistas, se les dio vuelta y les mostró la
peor de sus caras: él derrotaría a los comunistas y también a los mercaderes
norteamericanos, socios del pérfida Albión. Que nadie se asombre si ahora pasa
lo mismo. A Osama bin Laden lo entrenó la CIA, a él y a los talibanes también
la CIA los llenó sofisticadas armas, para que lucharan contra los comunistas.
Luego, los norteamericanos preguntarían a los ex soviéticos “cómo se pelea
contra los afganos”, sin obtener respuestas satisfactorias de militares que
habían sido derrotados. Es la misma dialéctica boomerang de la que EE.UU. había
sufrido las terribles consecuencias con Hitler. Arman hasta los dientes a un
enemigo de su gran enemigo, y luego su aliado –que sigue armado hasta los
dientes– se les vuelve en contra. Occidente creó a Hitler y luego creó a Osama
bin Laden. Pareciera existir para crear, una y otra vez, sus peores pesadillas.
Ahora, en esas tierras calientes, la CIA está más desorientada que nunca. Sus
enemigos, como antes los vietnamitas, son evanescentes, acaso metafísicos, como
decía Westmoreland de las guerrillas del Vietcong. Siempre que entro en este
tema recuerdo el final de un gran film de John Milius: “El viento y el león” (The
Wind and the Lion, 1975). En la orilla del mar, montados en sus hermosos
caballos, dialogan el sheik (Sean
Connery, acaso en su mejor papel) y su fiel seguidor, que le pregunta si aún
están en peligro, pues los ha perseguido Teddy Roosevelt, nada menos. El sheik arroja una carcajada: “Nunca estuvimos ni estaremos en peligro.
Ellos son el león, pero nosotros... somos el viento”.