En este estado de crisis, el capitalismo globalizado hace lo
que siempre ha hecho en circunstancias análogas: embarcarse en una campaña de
reacumulación, expandiéndose territorialmente hacia comarcas de la tierra que
no habían sido incorporadas todavía dentro de la órbita de sus actividades o
que no lo habían sido suficientemente, al mismo tiempo que profundiza la
capacidad de extracción de plusvalía que ya posee al interior de las comarcas
que se encuentran bajo su dominio. Respecto de la expansión territorial
contemporánea, como sabemos ella tiene lugar sobre todo en el Oriente Medio,
principal aunque no exclusivamente en Iraq, Libia y Siria. El argumento de
George W. Bush, quien en 2003 desató la segunda guerra del Golfo, con la
intención de “liberar” a la humanidad de la “amenaza nuclear” de Saddam Hussein
y a los iraquíes de su “tiranía” y de propiciar de esa manera la formación de
un “Medio Oriente democrático”, no fue más que un pretexto para enmascarar un
despliegue expansionista cuya finalidad no era sólo apoderarse del petróleo, lo
que es obvio, sino “abrir” íntegramente esa región a los apetitos del sistema
capitalista.
Diez años antes de esa primera guerra el Golfo, el “consenso
de Washington” había puntualizado uno por uno los objetivos del proyecto:
privatizar las empresas públicas, liberar el comercio y los mercados de
capitales a nivel internacional, eliminar las condiciones de entrada a la
inversión extranjera directa, desregular el mercado laboral y asegurar
jurídicamente los derechos de propiedad eran algunos de ellos. Por otro lado,
si ahora volvemos la mirada hacia adentro y nos fijamos en el espacio que ya
controla, la sobreexplotación de los recursos naturales y la del trabajo
humano, en este segundo frente echando mano de estratagemas como la tan
recomendada “flexibilidad laboral”, y la mercantilización de una serie de
prácticas que hasta no hace tanto tiempo se mantenían libres o semilibres de
contagio, como las que dicen relación con la cultura y el deporte,
descubriremos ejemplos elocuentes de la otra estrategia que el capitalismo
global está utilizando para salir del atolladero en que se encuentra metido. En
Chile, que a la Asociación Nacional de Fútbol Profesional no sólo le interese
sino que le convenga que los aficionados no acudan a los estadios porque esa
Asociación es la dueña del Canal del Futbol y mientras menos gente vaya a ver
el espectáculo habrá un número mayor de televidentes, es, por decir lo menos,
una contradicción en términos. Y todo eso sin contar con el renovado e
incesante bombardeo mediático por medio del cual se incita a los buenos vecinos
a precipitarse en la borrachera consumista del mall.
La ideología neoliberal es la que suministra el libro de
instrucciones para estos despropósitos. Con una perspectiva cientificista, que
nos asegura que el todo del objeto de la “ciencia económica” no es otro que el
todo del objeto capitalista, cuyas propiedades habría que “desarrollar” e
inclusive “innovar”, pero sin pretender eliminarlo, y que de hecho y por
consiguiente lo “naturaliza”, la tesis estrella de estos pretendidos
científicos es que el capitalismo es como un caballo o como una manzana, un
cuerpo vivo que no necesita de controles externos puesto que se regula por sí
solo habida cuenta de su pertenencia no al reino de la cultura sino al de la
naturaleza. Este es el cuesco “filosófico” de la pedagogía que Milton Friedman,
Arnold Harberger y Larry Sjaastad les propinaron a los Chicago boys chilenos durante la
década del setenta y que ellos nos infligieron posteriormente a nosotros con
fervor discipular.
Y algo más en el mismo sentido: el libertinaje económico
contemporáneo no supone, como suele creerse y como parecería ser el caso, una
minimización del Estado (el “Estado subsidiario” no es eso). Lo que se ha
producido es sólo un cambio de funciones: en la era neoliberal el Estado sigue
en pie y sólidamente en pie, pero no para controlar (y ocasionalmente competir
con) la actividad económica privada, que fue su tarea durante el período
anterior, aquel al que Enzo Faletto le dio el apelativo de “nacional popular” y
que en mi opinión es el de nuestra segunda modernidad, sino para suprimir los
obstáculos que pudieran entrabarla. Por ejemplo, el llamado “conflicto mapuche”
en el Sur de Chile es en última instancia un choque entre los derechos
ancestrales de esa etnia y los intereses de las empresas madereras. En estas
condiciones, el papel del Estado neoliberal consiste en aplacar y/o reprimir.
Comprar tierras para entregárselas a ciertos mapuche, no a todos, dividiéndolos
y disuadiéndolos de la insistencia en la parte sustantiva de sus demandas (que
son territoriales, eso es cierto, pero que también son de reconocimiento
político) y/o enviar un contingente mayor de policías a la zona.
Dos consecuencias de la puesta en ejercicio de tales
enseñanzas son un debilitamiento abismal de la política y la reducción de la
cultura a la farándula. El control político de la economía, esto es, la
injerencia del pueblo en el funcionamiento económico, haciendo uso éste de su
condición de “soberano” mediante el mecanismo de la democracia representativa,
que es el que hace que el pueblo les traspase a sus “representantes” el poder
que axiomáticamente le pertenece en el mundo moderno y en virtud del cual puede
supuestamente exigírles a esos representantes que ellos rindan cuenta de sus
actos, y el juicio crítico de los intelectuales son para los patrocinadores del
neoliberalismo un par de toxinas que sienten que no tienen por qué consentir ni
tolerar. Esto significa, ni más ni menos, que el antiguo maridaje entre el
liberalismo económico y el liberalismo político ha dejado hoy por hoy de tener
validez; que, como muy bien lo entendió el asesor de Pinochet, Jaime Guzmán, en
el escenario del siglo XXI el neoliberalismo económico no se casa como antaño
con la libertad política sino con el autoritarismo; que uno y otro no son sino
las dos caras de una misma moneda o, lo que no es muy distinto, que el
neoliberalismo no es ya compatible con los principios emancipadores e igualitarios
de la democracia clásica, sino que resulta intrínsecamente contradictorio con
ellos tanto como lo es con un empleo libre y creativo de la inteligencia.
Libre de este modo de trabas políticas y culturales, el
sistema capitalista destruye el mundo. El cambio climático, que es el nombre de
buena crianza con que los burócratas nombran al calentamiento global, es, a
este respecto, un dato conocido de sobra. Es el calentamiento de la tierra y de
los mares, causado por los gases de efecto invernadero que tienen como su
origen principal las intervenciones humanas (entre ellos el más importante es
el dióxido de carbono, CO2. Estados Unidos es responsable por la mitad de las
emisiones de CO2 en el mundo y China aumenta día a día su participación en la estadística…),
calentamiento que deshace los glaciares y amenaza subir el nivel de los
océanos, además de provocar huracanes, inundaciones, sequías, desertificación y
toda clase de enfermedades, y que es una prueba por indecencia de los
desafueros del progreso capitalista “sin límites”. A vuelo de pájaro, anoto
aquí lo demás que tan bien conocemos acerca de la catástrofe medioambiental: la
contaminación de las ciudades, la extinción de cientos de especies animales, la
depredación de los bosques y la apertura a la explotación comercial de regiones
del planeta que son pulmones de la humanidad, como Alaska, la Amazonía o la
Patagonia. Y en la misma lista de torpezas obscenas podríamos incluir la
conversión de los ríos y los océanos en megabasurales.
En otro orden de obscenidades, en lo que va corrido de la
historia moderna no se había generado hasta ahora una concentración mayor de la
riqueza (según la Oxfam, los haberes de los ochenta individuos más ricos del
mundo se duplicaron entre 2009 y 2014, en tanto que al ritmo en que nos estamos
moviendo el próximo año, el 2016, el 1% de la población mundial va a ser dueña
de más del 50% de la riqueza existente sobre la tierra), mientras que al mismo
tiempo y también según la Oxfam, “1.000 millones de los 7.000 millones de
mujeres y hombres que habitan en el planeta viven en condiciones de extrema
pobreza”. Y agregan a eso que en tan sólo una generación los habitantes del
mundo llegarán a los 9.000 millones, dos mil más que hoy y de los cuales “el
90% lo hará en condiciones de pobreza”1.
En Chile, el ingreso anual per capita, que es el más alto de América Latina, asciende en este
2015 a 23.564 dólares anuales. Entre tanto y también en este 2015, el 50 % de
los trabajadores chilenos gana menos de 300 mil pesos al mes, 210 dólares, lo
que da un total de 2.520 dólares anuales. El abismo entre el ingreso per capita y la realidad del
ingreso de más de la mitad de los trabajadores chilenos no es otro que el
abismo de la desigualdad. ¿Qué de raro tiene entonces que tengamos las cárceles
más sobrepobladas de América Latina?
Asimismo, la guerra en el Oriente Medio, en países que se
desprendieron no hace tanto de la garra colonial, donde los regímenes de
Hussein, Gadaffi o Mubarak, que por cierto que no eran ningunos demócratas,
mantenían sin embargo un equilibrio precario, entre facciones que en los
cincuenta años que van transcurridos del tiempo postcolonial no han resuelto
aún sus diferencias, hoy, como resultado de la voracidad del Occidente
capitalista, salta por encima de esas fronteras regionales y se extiende en
variadas direcciones. Como la economía informal de la droga, otro flagelo
planetario y que tiene a varios países de rodillas (¿quién manda en México?),
la formal e informal de las armas arrasa con poblaciones enteras pero le
inyecta energía al sistema. Recuérdese que todavía no se disipaba el humo en la
guerra de Iraq de 2003 cuando Dick Cheney, el inefable vicepresidente de George
W. Bush, andaba firmando contratos en favor de su empresa constructora. Entre
tanto, la gente de esos países huye despavorida, incluso arriesgando para ello
la vida, escapando de ciudades y pueblos a los que las bombas hacen pedazos y
los filas de refugiados que buscan un nuevo techo debajo del cual dormir es una
película cotidiana y macabra en nuestros televisores. Los que se quedan adentro
se juramentan por su parte en torno a la promesa compensatoria del fanatismo
religioso. Contraatacan y se inmolan con tal de llevarse con ellos a un número
mientras más grande mejor de víctimas “infieles”. Es la exasperación
terrorista, el refugio de unos individuos a quienes la religión les ofrece una
tabla de donde agarrarse en medio del desmadre contemporáneo, y que se pone de
manifiesto en Nueva York, en Madrid y en París, eso es verdad, pero también en
Moscú, en Buenos Aires, en Mali, en California y en la península egipcia de
Sinaí. ¿Qué hacen al respecto las grandes potencias? Aumentan el número de
bombardeos contra las posiciones de los jihadistas en Siria. ¿Qué hacen por su
parte los jihadistas, los que no pueden pelear una guerra de este tipo? Se
sumergen y activan las células terroristas que tienen esparcidas y dispuestas
en los cinco continentes. ¿Cuál es el resultado? En las elecciones regionales
francesas, la ultraderecha es hoy primera mayoría y Donald Trump, quien dice
que hay que cerrarles la puerta de Estados Unidos a todos los musulmanes,
podría ser el próximo presidente de ese país.
Esto me permite despejar de paso otro malentendido, el del
fin supuesto del imperialismo (lo decía el consejero Brzezinski en 1970 y lo
repiten con retórica “post” Michael Hardt y Antonio Negri en los 2000). Así
como el Estado nacional no se ha esfumado, sino que su función se concentra en
el destrabamiento de las barreras que afectan o podrían afectar el
funcionamiento de la economía capitalista local, los Estados nacionales más
poderosos del planeta continúan también activos, y muy activos, ejerciendo su
poder para el destrabamiento de las barreras que podrían salirle al paso a la
economía global. Si eso no es imperialismo, yo no sé que podría ser. En Siria,
los aviones que dejan caer las bombas salen de los aeropuertos de Estados
Unidos, Rusia, Inglaterra y la Unión Europea.
Un postrer pero no menos importante eslabón de esta cadena
de degradaciones es el envilecimiento insondable de la actividad cultural. Me
refiero en este caso al planificado disciplinamiento de la conciencia de las
muchedumbres, a las que cada vez más se clasifica mediante una lógica que
separa al adentro del afuera, a los individuos que el sistema juzga redimibles
de los que no lo son. En las cárceles de Estados Unidos, según un informe de
Human Rights Watch de 2014, hay 2, 2 millones de personas, 710 por cada cien
mil habitantes, el número de presos más grande del mundo. Chile, el país más
neoliberal de América Latina, es correlativamente el que cuenta con la mayor
cuota de reos, 266 por cada cien mil habitantes. Agrego que en Estados Unidos,
el 40% de los que están en la cárcel son afroamericanos, disfuncionales todos
ellos obviamente.
En cuanto a los individuos que el sistema considera
redimibles, es amasijándolos, docilizándos, desactivando sus conciencias, como
la nueva “cultura” cumple con su cometido. La televisión y las tecnologías de
la información y la comunicación son las que se encargan de redondear el
disciplinamiento, al estar tales vehículos dotados con un poder persuasivo sin
referencias previas, cuyos manipuladores reniegan expresamente de la letra y el
libro (es el fin de la “era gutenberguiana”, es la “muerte del libro”, nos
dicen los “post”) y apuestan a su reemplazo por la imagen mediática, lo que
despoja al ciudadano común de un instrumento imprescindible para el desarrollo
y despliegue de su capacidad crítica y sirve por eso espléndidamente a los
fines del programa de desmovilización. En otro de mis escritos, traté de
explicar de qué manera y por qué razón, libro y lectura constituyen en la
historia moderna una tríada indisociable, que ha probado ser ventajosa para
nuestra salud personal y societaria y a la que es preciso defender a cono de
lugar. No fue por puro deporte que los nazis y sus émulos los pinochetistas
chilenos quemaron libros.
Por supuesto, la televisión y las tecnologías
comunicacionales no son por ellas mismas las culpables de este giro nefasto de
la cultura actual y en otras circunstancias podrían ser útiles para metas más
nobles. Ellas son sólo herramientas, más sofisticadas y eficaces que las que en
el pasado desempeñaban iguales o parecidas funciones pero herramientas como
quiera que sea. El o los culpables de su perversión son aquellos que las han
puesto al servicio de sus planes de reconfiguración del orden del mundo
mediante una reasignación de papeles, la que pasa por un reenvío del ciudadano
a su casa, al seno protegido de su familia, por aliviarlo del involucramiento
en los problemas de la respública, por convencerlo de que la satisfacción
de sus intereses personales es lo único que tendría que importarle. Esas son
las “cosas que le interesan a la gente” de que habla la derecha chilena con su
hipocresía sacristanesca, y es a esas “cosas” que “la gente” tiene que
circunscribir sus acciones. De la puerta de su casa para afuera, en un mundo
que se ha vuelto demasiado complejo para ellos, el espacio público no deben
ocuparlo nunca más los ciudadanos sino los que “saben” –los “expertos”. Una vez
más, estoy pensando en la gula expansiva de un capitalismo globalizado que para
recuperarse de la crisis por la que atraviesa quiere tener las manos libres de
cualquier interferencia democrática. Una tercera tesis “post”, que nos informa
sobre el reemplazo del “ciudadano político” por el “ciudadano consumidor” (en
América Latina, Néstor García Canclini), responde a este empeño formidable de
estupidización.
Dado el cuadro cuyas facetas apocalípticas acabo de resumir,
la pregunta que surge espontáneamente es la vieja de Lenin, la de 1902, misma
que se reformulan Alain Badiou y Marcel Gauchet en un diálogo reciente: “¿Qué
hacer?”2. Yo estoy de acuerdo con ellos en que para
esta pregunta existen sólo dos respuestas posibles: la primera es la
socialdemócrata, a la que adhiere Gauchet, y que llama a los ciudadanos a dar
una batalla cuyo horizonte de expectativas se concentra a devolverle a la
política su fortaleza para contener así los desmanes de la bestia suelta. Que
renazca la política y que le ponga el cabestro que está requiriendo al progreso
capitalista “sin límites”. Badiou cree en cambio que un programa como ese peca
de un optimismo infundado, que lo cierto es que sus posibilidades de éxito son
nulas. Duda Badiou en efecto de que la política, por lo menos la política que
se canaliza de conformidad con los protocolos de la democracia representativa y
cuando la “esfera pública” ha sido desactivada y sustituida por el servilismo
tecnocrático, pueda recuperar el poder que (se dice que) tuvo alguna vez, y
simplemente porque la cooptación de sus “representantes” por el sistema
económico es cada vez más férrea y evidente.
Porque ése es el verdadero poder, un poder que los ciudadanos
no eligieron pero que lo cierto es que manda más que ellos. Y los políticos
contemporáneos no están en condiciones de oponérsele y mucho menos de
imponérsele. El sistema ha comprado la capacidad de acción de esos políticos
como ha comprado todo lo demás. Esto significa que sus decisiones (y sus
empleos y sus salarios, tanto los legales como los ilegales) dependen de él.
Por eso, en Chile, y no sólo en Chile, los latrocinios aumentan por minutos y
no existe garantía alguna de que los gobiernos de turno, ni aquí ni en ninguna
otra parte, vayan a lograr los fines que persiguen en su afán de
“transparentarlos” y “sancionarlos”.
Quiero decir con esto que lo que se ha impuesto a estas
alturas globalmente es una forma de conciencia para la cual el valor, el único
valor, consiste en la posesión del dinero. El que lo posee es, y por el solo
hecho de poseerlo, digno de admiración y obediencia. Poco importa la manera en
que lo obtuvo. Simultáneamente, otros signos de prestigio, que en pasado no tan
lejano gozaban de cierta autoridad, como el saber, el coraje o la simple
honradez, hicieron mutis por el foro. De ahí que no tenga nada de azaroso que
las decisiones económicas se estén poniendo por sobre las decisiones políticas.
En realidad, se trata de un fenómeno de carácter sistémico, inerradicable
mientras el sistema continúe operando de la manera en que lo hace actualmente,
en un esfuerzo de reinvención de sí mismo por la vía de la reacumulación a
cualquiera sea el costo y casi sin resistencia. Es lo que nos demuestran
situaciones que van más allá de la consabida corruptela de los representantes
del pueblo. En mayor escala, puede percibírselo, por ejemplo, en el déficit de
Grecia a partir de 2009 y en la intervención (para su remedio, se dice) de los
expertos económicos de la Unión Europea, imponiéndoles éstos a los griegos un
paquete de medidas de “austeridad” que ellos se negaban a asumir pero tuvieron
que hacerlo de todas maneras.
En estas condiciones la respuesta no reformista a
la pregunta por el qué hacer nos lleva a reconsiderar el socialismo. En otras
palabras, ella nos lleva a concluir que la “idea” socialista no ha perdido
vigencia, que sigue siendo un concepto necesario para la sobrevivencia de la
humanidad, pues constituye una parte fundamental de sus reservas morales,
aunque también debamos tener claro que es preciso repensarlo para los
requerimientos de esta época. Sin olvidar las lecciones del pasado, las de la
Revolución del 1848, las de la Comuna de París, las de la Revolución Mexicana,
las de la Revolución de Octubre y las de la Revolución Cubana, pero sobre todo
sin perder de vista las carencias que son propias de nuestro desquiciado
presente.
Notas
1 Oxfam. La fuerza de las personas contra
la pobreza. Plan estratégico 2013-2019. En internet:
https://www.oxfam.org/sites/www.oxfam.org/files/file_attachments/story/ospspargb_0.pdf
2 Alain Badiou y Marcel Gauchet. ¿Qué
hacer? Diálogo sobre el comunismo, el capitalismo y el futuro de la democracia,
tr. Horacio Pons. Buenos Aires. Edhasa, 2015.
http://radio.uchile.cl/ |