Ahora acaba de aparecer Mia
madre. Me interesa poco si se trata de una evocación personal de su madre o
de su tía abuela. Lo que me importa es la historia que narra, los vericuetos de
un guión difícil, donde los personajes podrían pertenecer a cualquier familia
media italiana, asentada y culta, desde el Risorgimento; algo insólito entre
nosotros. Nanni Moretti consigue exhibir con habilidad, como quien no quiere la
cosa.
A lo largo de ese complejo guión, el retrato de la despedida de una época. La que está siendo barrida en el siglo que vivimos. Interpretada por personajes que se resisten a echar por tierra su mundo de valores y que, al desdeñar la adaptación a los nuevos tiempos, acaban bordeando el ridículo, la excentricidad, o sencillamente la simple marginación.
A lo largo de ese complejo guión, el retrato de la despedida de una época. La que está siendo barrida en el siglo que vivimos. Interpretada por personajes que se resisten a echar por tierra su mundo de valores y que, al desdeñar la adaptación a los nuevos tiempos, acaban bordeando el ridículo, la excentricidad, o sencillamente la simple marginación.
Una mamma y nonna, madre y abuela, jubilada y
enferma terminal, que ha ejercido como profesora de latín en un instituto, pero
con la particularidad de que adora su trabajo, que goza en la lectura de sus
clásicos –Tácito, Cicerón…– y en hacerlos llegar a unos alumnos que la respetaban
hasta considerarla un modelo de comprensión y pedagogía. Esa profesora y esos
alumnos se podría decir también que ya no son de este mundo. Ya no existen, ni
existirán más. Cuando el poder es analfabeto, los ciudadanos tienen la mejor
coartada para imitarle y ejercer de energúmenos. Vivimos una época en la que
nuestros líderes son referentes, no ejemplares.
Nanni Moretti, un leo de 62 años, introduce en su filme una
aguda reflexión sobre el cine y sus fantasmas. Una de los protagonistas
–directora de cine y hermana suya en el relato– está rodando una película sobre
unos obreros que van a ser desahuciados de una fábrica por un patrono, un
angloitaliano, que quiere una drástica reducción de personal. Aquí aparece el
gran John Turturro, un actor al que se quiere con sólo verle la jeta y que en
una especie de cameo –esas escenas en las que aparecen personajes famosos
durante un par de planos– logra un papel soberbio en el que retrata el
fantasioso mundo de los grandes actores, mentirosos profesionales.
En el fondo Turturro no sirve para nada en su papel de
implacable empresario sino en el de animal de lujo cinematográfico cuyos gestos
llenan la pantalla de esa mezcla de sinceridad y fantasía que es el cine. “Odio
la retórica”, esa frase que se repetirán los mismos tipos que viven de ella. La
directora de cine que está filmando una lucha obrera en la que nadie cree, ni
los extras contratados, ni el “patrono” Turturro, que le importa un carajo, ni
la propia directora sumida en una crisis personal, muy común, pero cuyas
inquietudes se reducen a su inestabilidad personal; un marido el que se separa
pero al que necesita, y una hija adolescente que sólo se entiende con la vieja,
la nonna, esa abuela que sabe escuchar.
Hay un sentido homenaje a los abuelos, esas reliquias casi
extintas, no en las familias pero sí en el valor que representaban. No son las
guarderías de hoy día, sino gente que por su saber –no hacía falta que hubieran
estudiado– y su sensibilidad estaban más cercanos a esa generación que crecía
mientras Nanni Moretti hacía cine, y que formulan hoy sus preguntas en un
lenguaje de signos que está muy lejos de nuestra retórica. Se ha roto la cadena
de comprensión en una familia al filo de los dos siglos. Los que no tuvimos
abuelos somos conscientes de que hay otra orfandad tanto o más dolorosa que la
de la ausencia de padres: la inexistencia de los depositarios de la
experiencia.
Esa mamma que va a
morir, inevitable como un bordón durante todo el filme, es una persona
adaptable, independiente hasta de sus propias ideas, de sus amigos, de las
opiniones de los otros. No quiere volver a la misma casa donde pasó toda la
vida y ya no le queda nada. El hospital le ha abierto otros mundos, como si los
abuelos tuvieran una capacidad de adaptación que ningún adolescente osaría
traspasar. Y en una de las escenas más complejas del filme, y donde claramente
uno está filmando algo muy íntimo de sí mismo: la abuela quiere seguir la
tranquila vida hospitalaria, rigurosa en lo sanitario pero siempre variada,
llena de sorpresas efímeras, como los que fallecen o los turnos de las
enfermeras, o los nuevos pacientes. Ahí se destroza el tópico “Como en casa, en
ninguna parte”.
Una paradoja, porque la tradición marca que morir en casa es
hacerlo en familia, pero ¿qué sentido tiene volver a la familia para acabar una
vida cuya relación está colmada y deslavazada? La muerte en el entorno familiar
de la misma casa donde se ha vivido siempre quizá corresponda a ese mundo ido.
Si la clínica es cómoda, las enfermeras amables, los médicos comprensivos,
¿para qué volver a un lugar lleno de recuerdos, de pasados felices o no, de
libros que ya no podrás ojear porque no te da el cuerpo ni la vista para eso?
Nanni Moretti ha hecho un hermoso filme triste, como muchos
de los suyos. Pero este tiene algo de despedida, quizá un decir adiós a una
época y a unos valores de humilde dignidad que representaba su madre. Y que
coloca en paralelo con el gran circo del cine, con sus fantasmas, sus
impostores, la exigencia de un montón de personal, para hacer lo más sencillo
que contempla un espectador: sea una escena o una secuencia. La soberbia del
mando, la exigencia también de ser mandados.
En el fondo, un modo de decir adiós a todo eso que fue y aún
sigue siendo en grado superlativo nuestra época. O triunfas o mueres. En
Moretti se plantea algo parecido a si esta vida es posible, o más exactamente,
si merece la pena. Por eso mismo llama la atención la relevancia que tiene en
este filme complejo, lleno de detalles, la importancia del latín.
El latín, esa fuente de la que partimos todos y los que no
lo hicieron deben padecer por ello; porque no se construye una lengua a partir
de unos señoritos salidos del monte o instalados en casas acomodadas. Estimo
que en el filme de Moretti el latín ejerce una especie de valor simbólico que
va más allá de la propia lengua. Es el principal hilo conductor de las
historias que introduce en el filme: desde las relaciones padres-hijos hasta el
papel de la abuela, la angustia y la incomprensión de la adolescente –“¿para
qué sirve el latín? Explícamelo, mamá”–. Y mamá hace un largo ejercicio
retórico, lengua de trapo, para acabar con un tópico… “y para muchas cosas
más”, mientras se ríe de su propia incapacidad para explicar que su mundo ya es
otra cosa y que la abuela con toda seguridad se lo hubiera dicho mejor.
No se asusten. Todo lo que está escrito aquí es imaginación
mía. El filme no pronuncia la palabra cultura ni una sola vez, que yo recuerde.
Es la historia de una vieja dama digna que va muriendo y la actitud de su
familia, que se reduce a dos hijos, ya más que adultos, y a una nieta
adolescente. Algo trivial como la vida misma cuando lo leemos en los
periódicos, no cuando lo sufrimos. Por eso es imprescindible el cine. Fuera de
los diarios deportivos, o los medios de comunicación en general, digan lo que
digan los Mariano Rajoy de turno, está la vida.
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