Gregorio Morán | Me reconozco ferviente seguidor del cine de
Nanni Moretti. Me gustan todas sus películas. Unas más, otras menos, pero
siempre las siento como algo personal, tal que si se tratase de un amigo que
traslada a la pantalla situaciones con las que me siento identificado. Incluso
su humor romano –nació en Bolzano por eventualidad veraniega–, donde domina el
sarcasmo y la ironía, elegante pero con un toque de brutalidad. Aseguran que su
madre falleció mientras montaba esa película magistral que conocemos como
Habemus Papam (2011). Fastuosa
descripción del mundo vaticano, realizada con la sensibilidad de un ateo ante uno
de los fenómenos más sorprendentes de la humanidad: la elección del Papa y la
introducción de la duda individual en un mundo hecho de certezas colectivas,
casi inamovibles.
Ahora acaba de aparecer Mia
madre. Me interesa poco si se trata de una evocación personal de su madre o
de su tía abuela. Lo que me importa es la historia que narra, los vericuetos de
un guión difícil, donde los personajes podrían pertenecer a cualquier familia
media italiana, asentada y culta, desde el Risorgimento; algo insólito entre
nosotros. Nanni Moretti consigue exhibir con habilidad, como quien no quiere la
cosa.