Pues bien, ¿realmente son racionalizaciones a posteriori de
decisiones de realpolitik interesada del
detentador del “carguito” y que se distribuyen a sus ovejunos seguidores, o hay
algo de verdad en todas estas excusas-argumentos? Leyendo al gran historiador
Arch Getty y su obra “Practicando el
Stalinismo” (no traducida que yo sepa al castellano hasta ahora, a pesar de
su evidente interés, sentido del humor y lenguaje accesible para tratarse de un
historiador académico), mi opinión es que, más allá del cinismo evidente de
algunos (por lo demás inevitable por la ley de los grandes números), gran parte
de esas supuestas “excusas” no lo son tanto. Cuando alguien quiere cambiar
algo, tiene sobre sí el peso de la historia, el peso de las mentalidades, el
peso de unas estructuras que, si bien se pueden considerar “opresivas” o
“jerárquicas”, el que está en posiciones de gobierno pronto se percata de que
son, después de todo, (y esperemos que temporalmente) funcionales. Uno se da
cuenta de que un símbolo vale más que cien argumentos, cuando los argumentos
resbalan sobre las duras testas. Uno se percata de que cuantas más
explicaciones da, peor. Y sobre todo uno se percata de que las cosas no cambian
ni en un mes, ni en dos meses, ni siquiera en años. Hace falta una lenta y
concienzuda labor y ni siquiera eso te garantiza el éxito.
No se trata de acallar a los críticos. La crítica, por
injusta o poco comprensiva que sea, es siempre mejor que la autocomplacencia.
Pero señores míos (sí ya sé que podría decir compañeros, camaradas o compas,
y añadir una arroba, por aquello del lenguaje inclusiv@), ¿creen que resulta
tan fácil, pese a los principios, tomar el cuerpo de Lenin y sencillamente
enterrarlo o cremarlo? Yo creo que no, y con este espíritu he traducido este
fragmento de la obra citada sobre el debate bolchevique al respeto.
El culto de Lenin y Stalin se enmarcaba en la tradición rusa
de contemplar el cuerpo del gobernante como la encarnación directa del Estado.
Pero cuando comparamos, observamos diferencias clave. El culto de Lenin comenzó
de forma espontánea, en tanto que el de Stalin fue desde el principio en muy
mayor medida una herramienta política deliberada de la dirigencia . Ambos
cultos, sin embargo, fueron rápidamente aceptados por la población. No eran los
únicos cultos en la URSS; el “cultismo” hacia la dirigencia penetraba en todos
los niveles de la élite. Nuestra atención por lo tanto se dirigirá no sólo a la
fabricación y recepción de los cultos, sino a su papel como herramientas de
comunicación entre gobernantes y gobernados, y en particular como simbolizaban
una “cultura de paternalismo” en la historia Rusa. Veremos que los cultos a la
personalidad no eran sólo un símbolo o reflejo de una comprensión personalista
de la política, sino que eran inherentes a ella y un producto necesario de la
misma. Este capítulo se pregunta la razón por la que el culto a la dirigencia
encontró tan fértil suelo en Rusia. Podríamos comenzar con la noción de
preservar de modo permanente el cadáver de Lenin y hacerlo accesible al
público. No había precedentes de esto en la mentalidad bolchevique. Y en la
medida en que había una tradición en el partido, fue explicada por el viejo
bolchevique M. S. Ol’minskii:
“Llevo siendo mucho tiempo partidario del ritual funerario que defiende el partido. Creo que todos los restos de prácticas religiosas (ataúdes, funerales, cremación y todo lo demás) son tonterías. Me resulta más agradable pensar que mi cuerpo se empleará de un modo racional. Se me debería enviar a una fábrica, sin ritual alguno, y en la fábrica la grasa se emplearía en cuestiones técnicas y el resto como fertilizante. Ruego al Comité Central que medite seriamente sobre la cuestión”.
En completo acuerdo con la anterior opinión, otro camarada
deseaba que mandaran a su cuerpo a una fábrica de jabón. Por su parte, la
tradición ortodoxa rusa rechazaba la cremación y prescribía el enterramiento,
pero permitía la exhibición perpetua de reliquias de santos. A pesar de su
anticlericalismo, sin embargo, los Bolcheviques sencillamente no podían
soportar que la tierra le fuera ligera al gran Lenin.
¿Así que, como llegaron los bolcheviques a la solución final
que bien conocemos hoy? La solución final es más deudora de la tradición rusa
que de las cenizas, el reciclado de los cadáveres en fábricas de jabón o
incluso los monumentos. Aquí el arcaico pasado aparece como un intruso. Las
tradiciones ortodoxas rusas (y las paganas más tempranas) veían el cuerpo
incorrupto como un signo mágico de santidad. Vladimir Putin ha dicho que
embalsamar a Lenin estaba en consonancia con las tradiciones rusas:
“Ve al monasterio de las Cavernas de Kiev, o contempla el Monasterio de Pskov o del Monte Athos. Hay reliquias de santos conservadas allí, y en este sentido los bolcheviques se adaptaron a la tradición”.
Los cuerpos de los santos ortodoxos no se corrompen, y
durante siglos la revelación accidental de un cadáver que no se había
descompuesto era una razón suficiente para la canonización. En la tradición
rusa, por tanto, los restos incorruptos de San Lenin representaban natural e
inconscientemente una vinculación con algo trascendental, y también con algo
político.
El Mausoleo de Lenin es una extraña combinación de lo
antiguo y lo moderno. Por supuesto, las reliquias de un santo y especialmente
de un jefe del estado deben ser alojadas propiamente, y los visitantes al
mausoleo en los tiempos soviéticos recordarán la atmósfera reverente. No había
un espacio más sagrado en la URSS, y recordaba con una fuerza enorme una Iglesia
Tradicional Ortodoxa, con una sala prácticamente a oscuras donde no podías
adivinar los rincones, y por lo tanto los límites, del espacio sagrado. Como en
una catedral, el cuerpo quedaba iluminado por modernas luces que se
correspondían con las antiguas velas de un santuario que iluminaban los
sagrados iconos.
En los días antiguos, la puerta frontal del mausoleo quedaba
un poco entreabierta. El otro tipo ruso de puerta que se deja intencionadamente
un poco entreabierta es la puerta sagrada que conduce al iconostasio de la
Iglesia en los días santos, una puerta que lleva a un espacio sagrado dónde
sólo pueden entrar los sacerdotes. Además, como un niño me dijo “Lenin podría
querer salir de ahí”. De hecho, en el mito del “Lenin Listo” (basada en una fábula
similar sobre el fallecido Alejandro I) Lenin se levanta periódicamente y
se pasea por la tierra rusa inquiriendo como van las cosas.
Cuando los radicalmente modernos bolcheviques estaban
renunciando a la religión y a la creencia espiritual, estaban haciendo una
afirmación muy antigua sobre la inmortalidad. Mantener preservados los restos
mortales de Lenin y exponerlos al pueblo, de algún modo negaba el tiempo, y por
lo tanto la muerte. A todo escolar soviético se le enseñaba el lema: “Lenin vivió, Lenin vive, Lenin vivirá”.
En la muerte, por tanto, Lenin se convirtió en una figura
carismática con vinculaciones con lo trascendente y lo inmortal.
Pero para alojar el cadáver, lo moderno se impuso sobre lo
tradicional. Aparte de la arquitectura constructivista elegida para albergar al
Santo, las modernas necesidades de seguridad se amalgamaban de forma continua
con la reverencia y el respeto religioso: como en la Iglesia, uno no podía
meterse las manos en el bolsillo. La magia tradicional de la preservación física
fue reemplazada por un procedimiento químico inventado en un laboratorio.
Las reliquias incorruptas del santo se alojaron no sólo en
la estructura más modernista de su tiempo, sino directamente encima de un
laboratorio clandestino de patologías con lo último en equipamiento. ¿Cómo se
llegó a esta mezcla semiótica? ¿Eran los bolcheviques conscientes de la
disonancia entre lo antiguo y moderno?
Nada resultaría más obvio y más fácil que imaginar que con
la muerte de Lenin sus sucesores, con Stalin a la cabeza, se reunieron entre
bastidores inmediatamente, y se cayeron pronto en la cuenta de la utilidad de
preservar, exhibir y adorar su cuerpo. Un culto de Lenin fabricado de arriba
abajo sería un subrogado de religión para los campesinos, completado con las
reliquias del santo fundador, para suplir a la Ortodoxia Rusa que pretendían
destruir. Potenciaría la legitimidad de los sucesores de Lenin y del Régimen en
general remontando el linaje del régimen a su fundador, que se estaba
convirtiendo con celeridad e intencionadamente en el mítico progenitor sobre
cuya pirámide los acólitos sucesores quedarían en pie para mostrar su abolengo.
Este fue ciertamente el resultado final; Lenin fue
convertido en una marca y fue comercializado por el régimen como un símbolo
útil. Pero esto no significa que los bolcheviques escogieran libremente entre
símbolos antiguos y modernos desde el principio para una finalidad utilitaria.
Esto supondría pensar que eran conscientes de la disonancia entre sus objetivos
transformadores futuristas y los medios arcaicos que estaban empleando y que
les daba lo mismo. Esta idea, que no es poco común en la literatura académica,
asume que los bolcheviques tenían un plan.
Esta cuestión, si sabían lo que estaban haciendo cuando
empleaban prácticas antiguas al perseguir sus objetivos modernos, es una que
volveremos a planearnos a medida que avance nuestro análisis. Y, como con todas
las cuestiones sobre las intenciones de figuras históricas, no hay respuestas
fáciles o bien definidas. Aquí parece que no había un plan, ni un papel
fundamental de Stalin, sino más bien una serie de propuestas contradictorias,
ad hoc y polémicas que reflejaban el insumo de la élite y del pueblo. Los
sucesores de Lenin titubearon y tropezaron largo tiempo sobre lo que había que
hacer con sus restos mortales.
En primer lugar parece que Stalin tuvo poco (si es que tuvo
algo que ver) con la decisión de exhibir a Lenin de forma permanente. No se
hallaba en la comisión para el funeral de Lenin, presidida por Felix
Dzerzhinskii, donde se tomaron esas decisiones, y su socio Kliment Voroshilov,
que era miembro de dicha comisión, se oponía vehementemente a la idea. Stalin
era un miembro más del Politburó que, como sucedió, aprobó todas las
recomendaciones de la comisión, pero que parece no haber tenido un papel activo
en la decisión. Según rumores que salieron a la luz décadas después (en los
60), Stalin había sido el inductor de la idea de momificar a Lenin incluso
antes de que Lenin muriera, habiendo supuestamente propuesto esto en una
reunión informal del Politburó en 1923, con Trotsky oponiéndose de la forma más
radical a la idea.
Esta historia es bastante improbable ya de inicio. La idea
de que un táctico político tan cuidadoso como Stalin pudiera hablar
abiertamente sobre lo que hacer del cuerpo de Lenin cuando aún vivía, y en
presencia de su archienemigo Trotsky, roza lo ridículo. Los dirigentes
veteranos considerarían imperdonablemente grosero debatir tal cosa mientras
vivía su adorado Lenin, y Stalin no le hubiera puesto en bandeja tal paso en
falso a Trotsky.
Está claro que en años posteriores el culto a Lenin fue
empleado de forma deliberada e instrumental para fines utilitarios por Stalin y
otros. Pero cuando Lenin murió, los archivos no son nada claros sobre los
orígenes y la supuesta naturaleza planificada del culto.
La idea original era enterrar a Lenin. El 24 de febrero de
1924, el Politburó, decidió enterrarle al lado de Iakov Sverdlov cerca de la
muralla del Kremlin. El 26 de enero Bujarin dijo al Congreso de los Soviets que
pronto Lenin “sería sepultado”. En el funeral de Lenin el día siguiente, el
principal orador G. Evdokimov dijo que “estamos enterrando a Lenin” y al final
de la ceremonia las emisoras de radio en todo el país anunciaban que Lenin
descendía al sepulcro.
La decisión de conservar y exhibir el cadáver de Lenin se
adoptó poco a poco durante una serie de años, y no fue hasta 1929-1930 cuando
se decidió que su lugar final de descanso era el mausoleo de piedra. Al
principio, el 24 de enero de 1924, Lenin fue situado en el Salón de Columnas del Kremlin para que lo viera el público. El
profesor Abrikosov embalsamó el cadáver en la forma corriente para que durara
tres días sin descomponerse entre el funeral y en enterramiento. Nadie tenía en
mente que fuera expuesto más. Dos días después, la enorme multitud obligó al
Politburó a ordenar trasladar la exposición a la Plaza Roja cerca de la muralla
del Kremlin. Y se contrató rápidamente al arquitecto A. V. Shchusev para que
diseñara y construyera una estructura temporal allí que fue instalada alrededor
del 27 de enero. Las multitudes seguían acudiendo, y poco después se encomendó
al arquitecto que diseñara una estructura mayor que fue completada unas semanas
más tarde. Pero no estaba pensada para durar. Era una estructura de madera a la
que se denominó “Mausoleo temporal”.
Entre tanto, en este periodo extendido de visitas, el tiempo
“hizo su trabajo” y el cuerpo de Lenin comenzó a corromperse. La Comisión
Dzerzhinskii se enfrentó por lo tanto con tomar una decisión más a largo plazo
sobre el cadáver. En febrero el miembro de la comisión e ingeniero Leonid
Krasin sostuvo que podía conservar el cadáver congelándolo, y el día 7 la
comisión le autorizó a comprar maquinaria alemana muy costosa para ese fin. El
14 de marzo, el cuerpo seguía deteriorándose, y aunque Krasin seguía
defendiendo la congelación, la comisión convocó a los profesores Zbarskii y
Vorovev que presentaron un nuevo procedimiento químico para la preservación a
largo plazo. Y no fue hasta el 16 de julio cuando la comisión decidió por fin
embalsamar a Lenin y exhibirlo para siempre, mediante el último
procedimiento.
Ya cuando Lenin había estado en el Salón de Columnas,
estaban circulando rumores de que la presión popular (y también ciertos
bolcheviques) quería que se conservara el cuerpo “durante un tiempo y construir
una cripta o bóveda a tal efecto”. Pero cuando la cuestión se presentó en la
Comisión Dzerzhinskii, primero se debatió si era apropiado tener o no un ataúd
abierto, con mucha acritud, y como dijo más tarde A. Eunukidze a modo de
eufemismo “Hubo gran agitación sobre la
preservación del cadáver de Vladimir Illich… muchas dudas”
El 23 de enero, los bolcheviques veteranos T. Sapronov y K.
V. Voroshilov se ocuparon seriamente de la propuesta de N. I. Muralov de
exhibir el cuerpo. Según Voroshilov,
“no debemos recurrir a la canonización… eso sería como si fuéramos ortodoxos… dejaríamos de ser marxistas leninistas…. si Lenin hubiera podido escuchar el discurso de Muralov, no creo que le hubiera felicitado precisamente. La gente civilizada quemaría el cuerpo y depositaría las cenizas en una urna”.
“De otro modo”, decía Voroshilov, “seríamos unos hipócritas: los campesinos no son tontos y se darían perfecta cuenta de que estaríamos destruyendo a su Dios y suplantándolo con nuestras propias reliquias sagradas”.
En vez de adoptar una decisión firme sobre la preservación
del cuerpo de Lenin, los miembros de la Comisión Dzerzhinskii y K. Avanesov
evitaron cuidadosamente tomar una posición de principio. Como dijo el primero,
“tener principios en esta cuestión es como tener principios a la hora de poner
comillas”. ¿Lo habría aprobado Lenin?” Seguramente no, admitía, “pero
porque era una persona de excepcional modestia. El ya no estaba aquí, y sólo
hay un Lenin que ya no está aquí para decidir lo que hay que hacer“, y la
cuestión era lo que había que hacer con su cuerpo. Apartó cuestiones de mayor
profundidad ideológica, señalando que todo el mundo quería a Lenin. Se
atesoraban sus retratos: todo el mundo quería verle. No se podía negar que era
una persona muy especial. “Es tan querido para nosotros que, dejando otras
consideraciones a un lado, y podemos conservar el cuerpo y seguir viéndole, por
qué no hacerlo? ¿Si la ciencia puede realmente preservar el cuerpo durante un
largo tiempo por qué no vamos a hacerlo? Si resulta imposible, no lo haremos“.
Para Dzherzhinskii, la pregunta no era ¿por qué?, sino ¿por qué no?
Aunque la facción de Voroshilov no quedó muy satisfecha, el
grupo de Dzerzhinskii se impuso e informó de esta recomendación “¿y por qué
no?” al Politburó, que la aprobó.
Las declaraciones de Dzerzhinskii evitando un debate de
principios nos permite fijar de la forma más aproximada el tiempo y lugar
específico en que la decisión de preservar el cadáver de Lenin se adoptó y se
justificó. Fue un proceso paulatino. Poco a poco, los bolcheviques adoptaron
medios tradicionales si no arcaicos, combinándolos con rasgos y objetivos
modernos. ¿Se percataban de la aparente incoherencia? Algunas veces sí. Era
casi como si el partido fuera de algún modo esquizofrénico, discutiendo consigo
mismo, racionalizando a posteriori, dándose palmaditas y llegando a
compromisos.
Y había debate. Las protestas contra estas prácticas
arcaicas eran respondidas con argumentos que parecían alambicados.
En respuesta a los que temían un enfoque casi zarista en la
personalidad, Dzerzhinskii respondió con esta pirueta “esto no es culto a la
personalidad, sino, en cierta medida, un culto a Vladimir Ilich”.
Vorochilov, como hemos visto antes, temía la hipocresía
flagrante que el culto a una persona y la preservación de su cuerpo podría implicar.
Temía que se crearan reliquias religiosas. Dzerzhinskii le respondió que no
podían ser reliquias porque “las reliquias eran materia de magia y milagros y
esto era distinto”. ¿Pero lo era?
Cuando Muralov sugirió que, otras cuestiones aparte, conservar
el cuerpo y exponerlo sería ventajoso (vygodno) para el régimen, Voroshilov
explotó. La idea de Muralov era una “estupidez” (chepuja) e “Indignante”
(pozor) Vorochilov había estado en Londres y había visto la tumba de Marx, y se
había conmovido “aunque nadie podía ver su cara, ni falta que hacía”.
Cuando alguien sugirió que tal monumento potenciaría el
recuerdo y el ejemplo de Lenin, Enukidze replicó de forma aún más artificiosa:
“Está claro que ni nosotros ni nuestros camaradas deseamos convertir los restos mortales de Vladimir Ilich en una reliquia mediante la cual podamos divulgar o mantener su recuerdo. Está claro que la impronta que dejó este gran hombre en el mundo ya es muy grande. Queremos conservar el cuerpo de Lenin, no para popularizar sencillamente su nombre, sino más bien para conferir un gran significado a la conservación del rostro y la imagen (oblik) de este gran líder, en pro de la siguiente generación y de las generaciones venideras y también en pro de esos cientos de miles y tal vez millones de personas que se sentirán felices al poder ver el rostro de esta persona”.
Otros bolcheviques, como Dzerzhinskii, preferían no pensar
demasiado en las contradicciones, o más bien pensar que después de todo Lenin
iba a ser un caso especial y tampoco había que devanarse tanto los sesos.
Hicieron lo que les parecía instintivamente natural en el
momento, “oye, ¿por qué no?” Acabaron creando un espacio religioso, con una
reliquia sagrada y una tumba monumental, pero incluso en sus reuniones más
privadas se negaban los unos a los otros de la manera más furiosa que
estuvieran haciendo eso. Y cuando alguien lo señalaba, la élite seguía negando
el aspecto religioso.
De los diez miembros de la comisión, ocho eran aldeanos de
nacimiento, como era más de la mitad de los miembros del Comité Central. No hay
que ser un lince para imaginar el duro conflicto interno que debieron sufrir
entre su recientemente adquirido positivismo y la cultura que habían “mamado”:
Cuando algunos de ellos tenían dudas sobre lo que parecía natural, sobre el
hecho de contradecir el racionalismo científico que decían defender, hacían lo
natural, lo intuitivo, aquello que amalgamaba ciencia y superstición, negándose
al mismo tiempo (incluso a ellos mismos) que estuvieran haciendo tal cosa. En
algún rincón de su cerebro, Lenin era un santo.
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