Umberto Eco ✆ Lily Thiasu |
Ahora bien, un asunto menos expuesto respecto de los enfoques investigativos de Umberto Eco es su fascinación con la literatura de folletín, novelas publicadas mediante entregas periódicas, semanales o mensuales, cuya técnica narrativa fue luego utilizada en la producción de tiras cómicas y en seriados de televisión, y que se conocen también como novelas populares. El maestro piamontés dedicó muchos trabajos académicos a la relación existente entre el folletín y la cultura de masas, o entre el folletín y la ideología subyacente en su estructura narrativa.
Uno de los textos donde expone sus ideas sobre el tema es en
‘Apocalípticos e Integrados (1964)’,
que es, de las obras académicas de Eco, el libro más conocido y leído.
Pero también en algunos artículos como ‘Las lágrimas del corsario negro’, ‘Eugène Sue: el socialismo’ y el
consuelo, el ‘Ascenso y decadencia del
superhombre’, etc., que hace algunos años fueron compilados y publicados en
el ‘Superhombre de masas’ (2005), se
compendian sus principales tesis respecto del folletín como medio de
disciplinar a la sociedad, o bien como mecanismo de emancipación social.
Umberto Eco y la ideología
En ‘El Péndulo de
Foucault’, ‘La misteriosa llama de la
Reina Loana’ y ‘El Cementerio de
Praga’, que son tres novelas que transcurren en momentos históricos
diferentes, Eco aborda con maestría el aspecto ideológico, político y
conspirativo que está detrás de las novelas de Alejandro Dumas y de Eugène Sue
en el Siglo XIX, y de las tiras cómicas que pudo el autor haber leído mientras
crecía en la Italia fascista de Benito Mussolini.
Una de las ideas que atraviesan algunos de estos libros y
ensayos la toma Eco de Antonio Gramsci, y resalta que el modelo literario del
“superhombre” se encuentra, antes que en Nietzsche, en la literatura de
folletín francesa, de la que Eugène Sue y Alejandro Dumas fueron sus primeros y
principales exponentes. En el caso del último, ese presunto superhombre se lee
con claridad en ‘El conde de Montecristo’
de Alejandro Dumas, cuando un transmutado Edmundo Dantés debate con Gérard de
Villefort -el juez que lo confinó en el Castillo de If- acerca de la misión de
su vida, que no era otra diferente a la venganza, desde su perspectiva
equiparable a la justicia, y en la que le dice:
“… sólo tengo dos adversarios, y no vencedores, porque con la constancia los sujeto, y son el tiempo y el espacio. El tercero, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Este es el único que puede detenerme en mi camino, y antes de que haya conseguido el objeto que deseo, todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los hombres llaman reveses de la fortuna, es decir, la ruina, el cambio, las eventualidades, los he previsto yo, y si alguna puede ocurrirme, no por eso puede derribarme. A menos que muera, continuaré siendo lo que soy. He aquí por qué os digo cosas que nunca habéis oído, ni de boca de los reyes, porque los reyes os necesitan y los hombres os temen”.
Otro aspecto que destacaba Eco en lo que toca a la novela de
folletín es que su estructura narrativa supone la existencia -real o ficticia-
de ciertos elementos que tienen la capacidad de cautivar al lector pobre y no
ilustrado para garantizar un público fiel y atento a las entregas periódicas,
lo que ya de por sí es parte de la dialéctica del mercado editorial. Además del
personaje que se constituye como un superhombre, el héroe (o villano) que
destaca frente a todos los demás personajes de la novela, un buen ejemplo de
estos elementos es la conspiración, que puede atentar contra la moral
cristiana, contra la Patria, o contra cualquier otra cosa que induzca ansiedad en
el espectador. Conspiraciones fraguadas por un Papa y un rey francés en contra
de los templarios, o bien por los templarios contra el Papa y contra el rey
francés que los mandó matar empezando el Siglo XIV; por los jesuitas contra los
rosacruces, o por los masones contra los jesuitas; por los judíos contra el
mundo entero, o por el mundo entero contra los judíos; por cualquier agente
sinárquico del poder contra una civilización corrupta y añeja que debería
exterminarse por el bien de la humanidad, o por cualquier permutación de
conspiradores que se nos ocurra, bien para llenar al mundo de la luz de la
razón, acaso para despojar al mundo de esa misma razón lumínica.
El asunto, indistintamente de su objetivo final, es que la
conspiración siempre es la misma. Y lo alarmante del tema es que, del plano
literario, la conspiración saltó al mundo real y ocasionó seis millones de
muertos antes de que se terminara la primera mitad del siglo pasado. Es por eso
que la conspiración masónica que relata Dumas en las ‘Memorias de un médico’
luego puede verse replicada en la conspiración jesuita y antirrevolucionaria
que describe Sue en ‘Los Hijos del Pueblo’,
luego en los ‘Diálogos en el infierno’
entre Maquiavelo y ‘Montesquieu de Maurice Joly, y luego, también, en los ‘Protocolos de los sabios de Sion’. Si
bien la conspiración es esencialmente una sola, cambian en cada ocasión la
finalidad, los motivos y los protagonistas: mientras en las Memorias de un médico la conspiración
del inmortal e iluminado Cagliostro (Joseph Balsamo) deriva en la Revolución
Francesa, en ‘Los Hijos del Pueblo’
la conspiración de los jesuitas fue la responsable de la conquista del poder en
Francia por parte de Luis Napoleón. Algo similar ocurre en los ‘Diálogos en el infierno’, pues Joly pone
en boca de su cínico Maquiavelo las intenciones políticas dictatoriales del
mismo Napoleón III.
En los ‘Protocolos de
los sabios de Sion’, por su parte, la conspiración, de proporciones
globales, es programada desde hace siglos por los judíos con el expreso
propósito de controlar al mundo. La idea de la conspiración así planteada, como
centro narrativo en las novelas de folletín es, también, el entorno en el cual
se desenvuelven el ‘Péndulo de Foucault’
y ‘El Cementerio de Praga’. Hay que
decir que la conspiración es, para estas novelas de Eco, el instrumento que
facilita que una mentira abyecta se vuelva verdad a fuerza de su repetición.
Por eso ‘Los Protocolos’ sirvieron
como fundamento ideológico del antisemitismo y de los famosos pogromos en
Rusia, y es sabido que Hitler los creyó documentos auténticos.
Ahora, si además de la conspiración, y dentro del entorno
político de una revolución, para garantizarle el triunfo a los conspiradores
-o, también, para destruir la conspiración desde sus raíces- vemos a alguien
con el don de la inmortalidad, conocimientos alquímicos transmitidos por el
mismo Hermes Trismegisto, y el nombre de algún médico europeo del Siglo XVI,
como Paracelso, entonces va añadiéndose al relato conspirativo otro elemento
más que sirve para envolver al espectador. Este elemento en concreto, que liga
al personaje con el misterio ya provisto con la conspiración, es el que ayuda a
ubicar, en el ambiente de la novela, el factor maniqueo de la contraposición
entre el bien y el mal. En el ‘Péndulo de
Foucault’, por ejemplo, toda la antehistoria de los templarios y de las
sociedades secretas se ve curiosamente mezclada con una conspiración ficticia
que se inventan los protagonistas de la novela con ayuda de un computador, y
con el asunto de la inmortalidad del conde de Saint Germain, que en la novela
se encuentra relacionado, a su vez, con cierto personaje que termina por
recordar al inmortal del cuento de Borges, que el mismo Eco relaciona con Funes
“el memorioso”, y que afirmaba cosas como “si
me apareciese en el polvoriento resplandor de mis siglos, su belleza se
marchitaría de golpe, y eso es algo que yo jamás podría perdonarme”. De
toda esa mezcla resulta que la conspiración era tan real como pretendía serlo
la mentira creada por los protagonistas, y que además de verdadera y siniestra,
pareciera imposible de solucionar.
En el ‘El cementerio
de Praga’, el personaje principal es él mismo un experto en literatura de
folletín, un conocedor erudito de Dumas, de Sue, de Joly y del entorno político
que rodeó la publicación de sus novelas, así como la propuesta ideológica de
algunas de ellas, que llamaban a veces a la insurrección contra el
establecimiento dadas sus influencias por los socialismos utópicos. Fue testigo
de todas las dificultades que pasaron los escritores populares desde las
convulsiones de 1848 hasta la persecución que hiciera Napoleón III de su
trabajo (sobre todo de Sue, que tuvo que exiliarse y morir fuera de Francia). Y
el personaje en cuestión, mercenario de pluma, utilizó todo su conocimiento,
toda su erudición, en la confección de conspiraciones ficticias que, a fuerza
de repetición, terminaron por ser ciertas en la mentalidad de la gente común
europea.
Y si el lío armado por la conspiración -o por quien esté
detrás del misterio mismo- es resuelto por un solo individuo, ese no puede ser
otro sino Batman derrotando a un Ra´s Al Ghul inmortal, o, lo que es casi
igual, Sherlock Holmes lanzando por las cataratas del Reichenbach a James
Moriarty, el Napoleón del crimen inventado por Conan Doyle; Guillermo de
Baskerville desnudando los asesinatos cometidos por la caricatura de Jorge Luis
Borges o el pícaro Baudolino descubriendo cómo murió su padre adoptivo, el
Sacro Emperador Federico Barbarroja. En fin, que el misterio o la conspiración
es desbaratada por el superhombre de masas, aquel que satisface las
expectativas literarias del lector, y que está a la altura del problema, de la
conspiración, o del médico alquimista que quiere derrumbar las monarquías y
logra mover los hilos de tal manera, que él solo parece hacer la Revolución
Francesa (aunque no se sabe en la literatura de folletín si eso es bueno o es
malo).
Al final de las cosas, con la muerte de Eco no solo se
pierde a un gran novelista, sino a un extraordinario pensador de alcance
cósmico, él mismo un personaje de sus propias historias, que escribió y habló,
en diversos formatos, de un poco de todo.
David Llinás Alfaro
es profesor de Teoría e Historia Constitucional de la Universidad Nacional
de Colombia, Bogotá