Panamá es un paraíso fiscal lleno de abogados para custodiar
los fondos millonarios de la corrupción a escala mundial en el capitalismo más
que tardío, senil; es un refugio para el dinero fraudulento que recaudan los
magnates superricos, como compensación por su habilidad para estar en la
cúspide de la pirámide social. Qué
casualidad que Panamá fuera invadido por las tropas yanquis en 1989, para
quitar el puesto de presidente del Estado a un general, un tal Noriega, que
había sido agente de la CIA –ypor tanto estaba envuelto en el tráfico de drogas,
¡quién lo podía saber mejor que la CIA!-.
Desde entonces, un lugar seguro para los capitales financieros, un
auténtico paraíso…, para la mafia internacional.
Los papeles de Panamá vienen a confirmar que la corrupción
es el medio para el desarrollo del capitalismo neoliberal, un capitalismo de casino
basado en la especulación. Quizás sea
este escándalo el síntoma de una nueva crisis financiera, ya anunciada desde el
año pasado, o tal vez sea sólo una barrera para intentar evitarla. Pero en todo caso constituyen la muestra de
una oligarquía mundial que gobierna fuera de la ley; tal vez eso explique
también la incapacidad del actual orden mundial para organizar una economía
sostenible, que pueda satisfacer al mismo tiempo los derechos humanos de forma
universal.
Las derivaciones españolas del escándalo apuntan
directamente al Partido Popular, a través de Miguel Blesa antiguo director de
Caja Madrid, designado por el entonces presidente Aznar. De ese modo, se amplía el cuadro de
ilegalidades que hemos visto emerger en la política española a lo largo del
último año: la corrupción española se enmarca en el modo de operar del
capitalismo globalizado. Pero sospechamos
que ese modus operandi está en la
raíz misma de la crisis económica actual, pues ¿no es más fácil hacer dinero
especulando y evadiendo capitales que invirtiendo esos mismos capitales de
forma honrada?
Esa parece la causa de que la depresión de la economía española
haya originado una importante crisis política: la opinión pública comienza a
desarrollar una conciencia de la grave situación. Ante esa opinión pública los
problemas económicos se vinculan con una deficiente organización del Estado. Desde hace un par de años, los estudios del
CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) muestra que el problema que más
preocupa a los españoles es el paro; pero otros datos del barómetro del CIS nos
dan idea del descrédito del sistema político, pues se considera la corrupción y
el fraude como el segundo problema más grave.
A continuación se señalan otros dos tipos de problemas–los de índole
económica, y los políticos y la política en general-, estrechamente vinculados
a los anteriores. En resumidas cuentas, la población percibe que estamos
atravesando una crisis social y sus causas son estructurales y no coyunturales:
se ha establecido la opinión generalizada de que las dificultades actuales derivan
de una mala gestión de los gobernantes; de ahí que sea evidente que la solución
tiene que venir de una reforma o transformación del sistema político.
La cuestión es cómo se va a realizar ese proceso de cambio.
La propia oligarquía española ha comenzado ya un proceso de reforma política
para adaptar las estructuras del Estado a la nueva coyuntura histórica. El modelo políticovigente en los últimos 35
años, basado en el bipartidismo, se está hundiendo a ojos vistas con la
emergencia de nuevos partidos políticos. A pesar de ello se confía en que a
través de los procedimientos legales de la democracia, establecidos por la
Constitución del 78, pueda realizarse la reforma política sin traumas graves. Igual
que en la Transición del siglo pasado, el papel central para ese recambio viene
representado por la monarquía; pero la gravedad de la situación es tal que afecta
a la propia jefatura del Estado. En este
último año 2015, la Casa Real española ha comenzado a ponerse en cuestión. Primero, vimos a Juan Carlos I abdicar en
favor de su hijo Felipe, a raíz de algunos escándalos veniales. Esa oportuna abdicación quería servir de
cortafuegos, para evitar un desprestigio creciente de la institución monárquica
y el sistema político en el que se apoya.
Sin embargo, todo parece indicar que los vicios reales han sido más
graves, y ahora vemos a la Infanta Cristina sentarse en el banquillo de los
acusados en la Audiencia de Palma de Mallorca, por un delito de fraude contra
la Hacienda pública. Y más recientemente
el nuevo rey, Felipe VI, se ha visto envuelto en el escándalo de López Madrid, empresario
relacionado con la trama de corrupción destapada por la operación Púnica de la
guardia civil, así como el fraude de las tarjetas opacas de Caja Madrid.
Dado que los españoles consideran la corrupción y el fraude
son graves problemas sociales, habría que concluir que la propia monarquía es
un importante problema social. En
efecto, es un poco sorprendente que el marido de la Infanta haya tenido que evadir
unos dineritos a Hacienda, y al Estado en general, cuando está emparentado con
una familia cuya fortuna patrimonial se calcula en dos mil millones de euros…Aparece
la sospecha de que esos dos mil millones de Don Juan Carlos provienen de arcas
públicas, pues no se trata de una fortuna heredada, ni es producto de su
aportación a la riqueza colectiva. Más
bien parece la parte alícuota del Reino de España al funcionamiento del
capitalismo financiero internacional –aparte el dinero de los banqueros y demás
entidades financieras-.
Se puede deducir de este episodio real, así como de otros
muchos que están saliendo a la luz pública estos años, que hay defectos serios
en las estructuras del Estado español.
Por tanto, la opinión pública acierta al evaluar negativamente el
sistema político; y aunque hoy en día se está muy lejos de plantear un cambio
radical en el orden social, la necesidad de una reforma es evidente. El ordenamiento jurídico puesto en acción por
la Constitución del 78 no ha sido capaz de establecer un sistema social
coherente y con futuro, y las generaciones más jóvenes se rebelan contra el
orden establecido. En el juicio de la
Infanta está apareciendo uno de sus más graves inconvenientes. Esas leyes, que han permitido a un ciudadano
actuar con total impunidad durante décadas –la figura del rey es inviolable
según la Constitución del 78-, tienen importantes incoherencias que deterioran
el sistema democrático,por donde se cuela la irresponsabilidad de los
servidores públicos.Esa impunidad es criticable incluso desde el punto de vista
del liberalismo dominante en Europa, y constituyen un resabio del Antiguo
Régimen.
Ya que la reforma de la Constitución es una necesidad
imperiosa, parece importante revisar esa impunidad del Jefe del Estado. Del mismo modo que se quiere eliminar el
aforamiento de los diputados, que les exime de dar cuentas ante la ley, habría
que limitar la inmunidad del rey. Pues podemos sospechar que la permisividad
con la corrupción nace de la inmunidad que goza el Jefe del Estado y que sigue
existiendo para Juan Carlos después de su abdicación. Y entonces la cuestión
principal es si este Estado monárquico será capaz de regenerarse, a través de
una intervención profunda en las estructuras dañadas, o se caerá por su propio
peso, lo que nos echaría sobre los hombros la tarea de construir un nuevo
edificio.
Ahora bien una ruptura de estas dimensiones no sería
aceptable para la oligarquía mundial, a la que pertenece la oligarquía española,
ni para la OTAN que constituye su sustento fáctico; es muy posible que un
cambio del Estado hacia la forma republicana exigiría romper nuestra
integración en el orden político internacional, y habría que recomponer
entonces nuestras relaciones internacionales.
Tal vez esa perspectiva espante a las clases medias españolas, por los
sacrificios enormes que puede suponer; menos miedo le dará a la clase
trabajadora que se hunde en la miseria. Y
tal como va la crisis, quizás pronto quede claro que la solución republicana es
el mal menor, no solo a largo plazo, sino también a medio
y aún a corto plazo.