La incomunicación en el cine de Antonioni
La obra de Michelangelo Antonioni sigue siendo, para muchos
cinéfilos, una de las más valoradas del cine italiano. Nos hallamos ante un
cineasta que ahondada en la incomunicación del ser humano, a través de imágenes
de singular belleza. Obra de culto, sin duda, la de Antonioni, porque su cine
es moroso, con escenas lentas, que exigen del espectador una especial paciencia
y que nos llevan a considerar sus películas como esenciales en nuestro universo
cinematográfico.
El director italiano nació en 1912, en Ferrara, un 29 de
septiembre. Creció en un ambiente intelectual donde imperaba el fascismo
italiano. Pero pronto el director se aleja de esto, interesado por el cine. Le
acompañan en esa singladura que comenzó en los años treinta, la sólida amistad
de Giorgio Bassani y la del filólogo Gianfranco Caretti, ambos del círculo
literario de Ferrara, hombres que ya van abriendo la senda de la cultura en la
ciudad italiana en un período tan difícil como el anterior a la Segunda Guerra
Mundial. Antonioni va a ser también un crítico cinematográfico de
prestigio en revistas como Corriere
Padano, Cinema, Italia Libera y Bianco
e Nero.
En estas críticas el futuro director ya establece sus preferencias por un cine donde la estética y el estilo son protagonistas esenciales. Inicia su carrera de director con esa idea. Cree que el cine debe ser un lenguaje que recorra los sentidos, no un mero entretenimiento para la masa. Su cine es ya un esfuerzo cultural, que alumbrar la senda de un lenguaje que debemos descifrar (sus películas cuentan con muy pocos diálogos), que debemos traducir desde los gestos, muy hieráticos a veces, de sus personajes. Antonioni se nutre del mundo creado por otro director italiano, Luchino Visconti. No en vano dirige el documental Gente del Po en el mismo lugar donde Visconti había grabado La terra trema (La tierra tiembla), y en el que el mundo de los pescadores está también presente. Para Antonioni hay un deseo, afín al neorrealismo, de filmar la realidad, tal como es, de dar vida a personajes anónimos, en su tristeza y en sus alegrías. Y así hace suya también la narrativa de la cotidianeidad de los personajes de Visconti. Hombres de la ribera Emiliana, en el pueblo siciliano de Aci Trezza.
En estas críticas el futuro director ya establece sus preferencias por un cine donde la estética y el estilo son protagonistas esenciales. Inicia su carrera de director con esa idea. Cree que el cine debe ser un lenguaje que recorra los sentidos, no un mero entretenimiento para la masa. Su cine es ya un esfuerzo cultural, que alumbrar la senda de un lenguaje que debemos descifrar (sus películas cuentan con muy pocos diálogos), que debemos traducir desde los gestos, muy hieráticos a veces, de sus personajes. Antonioni se nutre del mundo creado por otro director italiano, Luchino Visconti. No en vano dirige el documental Gente del Po en el mismo lugar donde Visconti había grabado La terra trema (La tierra tiembla), y en el que el mundo de los pescadores está también presente. Para Antonioni hay un deseo, afín al neorrealismo, de filmar la realidad, tal como es, de dar vida a personajes anónimos, en su tristeza y en sus alegrías. Y así hace suya también la narrativa de la cotidianeidad de los personajes de Visconti. Hombres de la ribera Emiliana, en el pueblo siciliano de Aci Trezza.
La etnografía presente en ambos directores para crear un discurso
antropológico del hombre, visto como un ser en sus costumbres, va perfilando ya
dos carreras muy distintas, pero que encuentran cierta convergencia en la
mirada al ser humano. Una mirada atenta, escrutadora, minuciosa, de entomólogo.
De hecho, Antonioni ya había escrito un artículo sobre la
película La terra trema en
la revista Bianco e Nero, donde
colaboraba. El cine de la incomunicación de Antonioni llega con una serie de
películas donde el realizador plantea ya la dificultad del ser humano de
encontrar una simbiosis en otros seres. Como si cada individuo escondiese un
universo intransferible, cuyo hermetismo imposibilita el descubrimiento del
otro, naufragando ambos, el uno y el otro, en un mutismo esencial en su cine.
La aventura (1959), La notte (1961) y El eclipse (1962) son la cima
de ese cine donde podemos ver la falta de comunicación, en un continuo
ejercicio de miradas, que desvelan las inmensas soledades en que transitan sus
vidas.
En estas tres películas, vemos a personajes inmersos en su
vida gris y cotidiana. Claudia y Sandro, casados al final de La aventura, son el matrimonio Pontano
que se separa en la primera secuencia de El eclipse. En definitiva, vivimos con seres que siempre son los
mismos, vidas calcadas, donde la unión matrimonial va surcando la mediocridad,
va generando un espacio de rutina y de aburrimiento, debido a a la falta de
comunicación.
Foto: Michelangelo Antonioni, Federico Fellini & Pier Paolo Pasolini |
En La noche volvemos
a ver a un matrimonio, los Pontano, Giovanni (Marcelo Mastroianni) y Lidia
(Jeanne Moreau), ambos envueltos en la falsa relación. De nuevo vemos como la
incomunicación va pesando a lo largo de la cinta recordando a Sandro y Claudia.
Si Giovanni es el escritor que va a visitar a un amigo moribundo, Lidia es la
mujer que deambula por la ciudad, aburrida, porque su marido no tiene nada que
decir, viven ambos en mundos herméticos, tan diferentes que solo la rutina los
mantiene juntos.
La segunda parte de la historia es el momento de la fiesta.
Monica Vitti, la actriz fetiche de Antonioni y pareja del mismo durante ocho
años, aparece como una fantasía para un hombre abrumado por su mundo literario,
hombre deshecho en la rutina de su mediocridad, ser que solo ve personajes
ficticios, que no entiende la vida y el precipicio que supone. Valentina, el
personaje al que da vida Vitti, se divierte en un salón vacío. Es un personaje
literario, una heroína sacada de las novelas de Scott Fitzgerald, que anima la
rutina de Giovanni, un hombre ciertamente atormentado, que no consigue
escribir, muerto en vida por falta de inspiración, incapaz de trasladar al
papel sus ensoñaciones literarias. Ve en la mujer que baila en el salón una
figura viva, más real que su mujer.
Antonioni filma con La
notte (La noche) un tratado
sobre el vacío de la vida que culmina en El eclipse (Premio Especial del Jurado en Cannes). Vemos de
nuevo una obra hilada con la maestría de un observador. Es una película, de
nuevo lenta, que despierta del letargo al espectador a través de las pequeñas
secuencias. El director pretende aquí acercarnos a un juego. Monica Vitti, como
Vittoria, abandona a Riccardo (Paco Rabal), para iniciar un periplo por un
mundo nuevo que altera la felicidad y la alegría. Vitti es una mujer que va
despertando pasión y abulia, una mujer desequilibrada, donde la infancia y el
mundo adulto conviven peligrosamente. Conoce a Piero (Alain Delon) y entablan
el juego de miradas tan habitual en el cine de Antonioni y que sustituye al
diálogo. Pero condenada a lo efímero, la relación tampoco triunfa. El mundo de
los negocios de Piero se impone sobre la mujer, que acaba marchándose, mientras
él sigue en su despacho, condenado a sus hábitos y a su infelicidad. Los
personajes se eclipsan, como el título de la película, porque no han sabido
mantener la magia del amor, el encantamiento necesario para permanecer.
Con los rostros impagables de Mastroianni, Monica Vitti,
Jeanne Moreau, Alain Delon, Gabrielle Ferzetti y luego Richard Harris en Desierto rojo, el director italiano
nos regala un cine que, pese a la lentitud de sus imágenes, planea sobre el
alma de los personajes en un afán de desnudarlos. En sus silencios y en sus
breves conversaciones, son seres que viven para mirar, con el vacío de sus
gestos sobre nosotros. Nos plantean, sin duda, un interrogante, nos parecemos a
ellos o no, la respuesta está solo en nosotros mismos. Hay que celebrar un cine
que sabe ver el interior del ser humano, su grandeza y su miseria.
‘La dolce vita’, la obra maestra de Federico Fellini
En la historia del cine, hemos tenido la oportunidad de
presenciar muchas fiestas, porque en grandes películas han aparecido fiestas
glamurosas, donde los protagonistas han dado rienda suelta a sus excesos, como
en la película de James Ivory Fiesta salvaje (1975), que retrata una
de aquellas bacanales del Hollywood de los años veinte, con Raquel Welch y
James Coco, entre otros actores. Pero no hay que olvidar otro tipo de fiesta,
la que dio título a una película de 1957 y dirigida por Henry King, basada en
la novela de Ernest Hemingway, Fiesta, rodada
en Pamplona por un elenco de actores de primera fila, Ava Gardner, Errol Flynn,
Mel Ferrer, Tyrone Power. También hay que mencionar la fiesta en la playa de la
inolvidable Picnic (1955)
de Joshua Logan, con una pareja única: William Holden y la guapísima Kim Novak.
Pero si hay una película donde la fiesta es un espacio de
goce para los personajes, donde la vida transcurre en continua ociosidad es,
sin duda alguna, La dolce vita, la
famosa película de Federico Fellini rodada, en la maravillosa Roma de los años
60. Una ciudad que cobra relevancia porque combina a la perfección su espíritu
clásico y el mundo moderno.
La película consta de varios episodios, no muy relacionados
entre sí, pero donde cobran relevancia los paparazzi
que persiguen a las estrellas de cine. Fellini ya pone sobre la mesa un tema
que cobrará luego un cariz opresivo: el de la persecución del famoso, la
búsqueda y captura de la foto clandestina, aquella que pueda venderse a
cualquier precio.
El actor fetiche de Fellini, Marcello Mastrioanni, se
convierte aquí en el alter ego del director. El personaje que interviene como
médium para relacionar las historias, un hombre despegado de todo, que pasea su
apostura y su galantería por la pantalla como si fuese una estatua romana que
cobrará vida. Un ser que vive su realidad como una máscara en el festival de
imágenes que la película nos proporciona. Marcello (el mismo nombre tiene el
personaje en la película) está en la cama con Emma cuando recibe la llamada de
alguien que le hace ponerse en marcha, va a un lugar donde se encuentra con el
cuerpo sin vida de un hombre, Steiner, (interpretado por Alain Cuny). También
yacen los cuerpos de los niños. Al llegar la esposa del fallecido, los
fotógrafos la acosan, en un espectáculo que ya nos adentra en la violación de
la intimidad y que tanto sentido grotesco ha cobrado en nuestros días.
La importancia de las fiestas se hace fundamental en la
película porque reflejan el mundo del ocio de esos seres decadentes que ya no
representan más que el vacío existencial de una clase alta, sin esperanzas y
sin futuro. La película nos remonta a la fiesta en casa de Steiner, donde vemos
a Marcello y Emma, su novia, como seres que envidian la opulencia de esa vida,
pero que intuyen que solo esconde el vacío existencial. La prueba está en la
conversación de Steiner con Marcello donde aquél le confiesa a este último su
decepción ante la vida, su hartazgo de la vida opulenta en la que vive, donde
todo está previsto.
La fiesta es un claro retrato de un mundo mecanizado. Seres
que han hecho de la rutina del ocio un modus
vivendi. Es el momento de las escenas rápidas que enfocan a los rostros de
los invitados, de la música estruendosa.
La segunda fiesta que da sentido a la película es la que
celebra Sylvia (Anita Ekberg). En ella vemos el triunfo de la diosa, de la
mujer que todo lo puede. Se celebra en un entorno cavernoso, poco iluminado.
Marcello aparece también, como médium, el Caronte que lleva en su mirada la
barca en este descenso a los infiernos de la ciudad de Roma y de sus habitantes
privilegiados, distantes de la miseria de muchos barrios de la ciudad. Marcello
quiere a Sylvia, se lo dice, le ofrece su entrega de amante. La considera todo,
madre, amante, amiga, mientras ella ríe con el vacío en la mirada, porque solo
es una estatua de sal, una figura exenta de vida, un cuerpo, hermoso, entregado
al ocio para siempre. Al final de la escena, otro de los invitados, Frankie,
baila con Sylvia, porque el baile exorciza los demonios del vacío y del
aburrimiento en el que viven.
La tercera fiesta nos introduce en un ambiente aristocrático
donde Marcello es invitado, de nuevo, por Nicole, una mujer snob e insufrible,
que volverá a aparecer en su celebrada Otto
e mezzo. Marcello vive esta fiesta como un descenso al mundo gótico, a los
cuentos de Allan Poe. En la casa vemos retratos de mujeres de otro tiempo,
todas iguales, bellas pero vacías. Maddalena (Anouk Aimee) introduce al galán
en esas salas, para contemplar un mundo en decadencia, que nos recuerda (como
un guiño de Fellini) las películas de Visconti.
La cuarta fiesta de la cinta nos presenta el ambiente
opresivo de un mundo de ocio y desenfreno. Varios hombres conducen un coche y
entran en la villa abriendo las puertas a la vez que el coche sigue marcando su
velocidad en una clara analogía a la violación. Como si la presencia de
aquellos tipos fuese la conciencia del vacío y de la nada en un ambiente que no
debe ser profanado. Es, sin duda alguna, la fiesta más felliniana, porque
expresa el esperpento de una sociedad en descomposición: hay travestis,
prostitutas, actores. Es la fiesta de una divorciada que se desnuda, mientras
los personajes, ya borrachos, van increpando para que siga el espectáculo.
Marcello se ríe de una joven provinciana, a la que obliga a
ponerse a cuatro patas, la cabalga y la hace cacarear, en una demostración del
exceso de estos personajes vacíos en su interior. La escena final de esta
cuarta fiesta nos obliga a contemplar los hombres y mujeres que salen como
muertos vivientes, como si nunca hubiesen existido, mientras Marcello (el
barquero de esta historia esperpéntica) va arrojando plumas de un almohadón, a
modo de confeti, como si lo hermoso de un enlace nupcial quedara en ese aroma a
alcohol y a desprecio por la vida, a esa sensación de hallarse en un sendero
fantasmagórico, muy bien rodado por Fellini, donde la presencia del nuevo día
es la constatación de un mundo que se repite para siempre, que nunca va a
cambiar.
Las mujeres en la película tienen una función catártica,
porque, todas ellas, descubren sus máscaras. Maddalena (una mujer aristocrática
y vacía) es la mujer que introduce al hombre sin rostro (Marcello) en otro
tiempo. Sylvia es la mujer frívola, que se pasea como una diosa al salir de la
Fontana de Trevi, en la famosa escena que todos recordamos. Emma, su novia, es
la vida, la única luz que se puede ver de algo humano, porque respira y siente
al lado de la efigie de su galán.
Tampoco los espacios tienen vida. La casa de Marcello y Emma
es un piso vacío, moderno, con muebles, pero sin un toque de personalidad.
Tampoco los lugares donde han transcurrido las fiestas denotan un latido de
humanidad, son simplemente espacios, lugares donde burlar a la existencia
inútil de sus personajes.
Al final, después de una discusión en el coche, Marcello
vuelve con Emma, porque necesita su cuerpo y su voz para ser persona. Solo ella
irradia luz en el vacío inmenso de esta película felliniana.
La dolce vita es
la vida que se nos escapa, la fiesta continua, en un mundo donde nada hace
presagiar un futuro o un pasado, un escenario donde, como ocurre en los
ambientes de otras de sus películas (Roma,
El satyricon, Casanova), los seres humanos ya no existen. Son solo
figuras grotescas que simulan un hálito de humanidad que Fellini, con su
maestría, logra desentrañar. La
dolce vita queda en nuestra retina por radiografiar un mundo que hoy,
lamentablemente, está tan de moda, en el triste espectáculo de nuestra cada vez
más degradada televisión. Todo un precursor el gran Fellini.
Pier Paolo Pasolini: la importancia del lenguaje cinematográfico
Pocos directores han dejado una senda de luz en la historia
del cine como Pier Paolo Pasolini, un hombre vinculado ideológicamente con el
comunismo que fue dejando en sus películas una forma de mirar el cine, haciendo
de las imágenes una hermenéutica, un lenguaje cuyo mayor mérito es la
traducción a otros sentidos artísticos. La pintura, la escultura, la
fotografía, todos son recipientes donde el director italiano va posando su luz,
su capacidad para el asombro ante la vida, una filosofía vital que anida en su
forma de ver el cine.
El cine, para Pasolini, es una verificación, en palabras de
Silvestra Mariniello en su estupendo estudio del director editado en Cátedra, Signo e imagen, de
vivir su propio amor por la realidad. El cine, como dice Mariniello “le permite estar dentro de la realidad sin
salir nunca de ella, sin tomar distancia para hablar sobre ella. Le permite
expresar la realidad por medio de la realidad y pone de manifiesto los aspectos
ocultos de ésta, su dimensión no natural, “sagrada”. (p. 44, Cátedra, 1999).
Pero Pasolini es mucho más que un director. Es un filósofo
del cine, un hombre que, al igual que Truffaut o Rohmer, va hilvanando sus
pensamientos sobre el cine, creando una teoría cada vez más sólida para
fundamentar el séptimo arte. La teoría se centra en dos planos sobre los que
trabaja en sus películas, el cinematográfico y el lingüístico literario. Para
el director, el cine es lengua escrita de la realidad, las imágenes son
lenguaje, que nos impacta, como si leyéramos un libro donde no podemos dejar de
pasar las páginas, imbuidos del misterio que esconden. El cine se convierte en
una hermenéutica, es decir, una traducción fidedigna de los misterios de la
vida. Por ello, el cine del director tiene que ver mucho con la poesía, porque
en ella nos hallamos ante la importancia de la palabra, su significación más
profunda, el eco que nos deja para siempre. Las imágenes de Pasolini navegan en
las mismas aguas, hondas y llenas de referentes vitales.
El director comienza su labor como director cinematográfico
en 1961 y la continúa hasta 1975, año en que muere asesinado, cuando
frecuentaba jóvenes prostitutos en una zona poco recomendable de Roma. Su
muerte a manos de uno de ellos ha pasado a la historia del cine.
Decide el director italiano dejar a un lado el cine que se
hacía en los cincuenta en Italia de la mano de Vittorio de Sica o de
Rossellini, donde se habla de neorrealismo. Es decir, una visión de la vida
desde el costumbrismo, las historias cotidianas, la realidad sin metáforas ni misterio
alguno. Con la llegada de los años sesenta, el director quiere romper con esa
tendencia, dejar en sus películas su poesía, buscar en las imágenes una
traducción del mundo, pensar el cine como si el espectador estuviese obligado a
buscar las verdades detrás de las apariencias.
La importancia del lenguaje y del mito en la obra de
Pasolini nos conduce a la reflexión filosófica de los románticos alemanes sobre
el mito, en particular a las ideas de Heidegger y Nietzsche.
Accattone (1961)
es una tragedia proletaria. Una película que nos muestra a un joven obrero
romano mantenido por Madalena, una prostituta que ha denunciado a su antiguo
protector. Madalena es detenida y Accatone
pasa hambre, vuelve con su mujer y encuentra a Stella, que trabaja lavando
botellas.
Con este argumento, donde Accatone va paseando su rudeza y su mundo de pobreza, Pasolini ya
centra la idea de la película y de su cine posterior: la radiografía de un
personaje que no existe en la historia, un ser olvidado, que va cimentando su
paso por el mundo en la mirada del que lo crea, sólo para él puede existir Accatone.
La única forma de existir es inmortalizando al personaje y
su batalla existencial en imágenes. Al igual que la fotografía, el cine
pervive, se inmortaliza cada vez que alguien lo ve, por ello, como otra forma
de arte, la vida de Accatone ya tiene
sentido.
En su siguiente película, Mamma Roma (1962), el tema es ahora el materialismo. La
importancia de las cosas y de su propiedad y a las que debemos aferrarnos para
existir. En este caso, evidencian una sociedad ideologizada desde la izquierda,
desde la reivindicación política, siempre presente en su cine. El materialismo
de la película se ve en las caras, el fango, el sol, el paisaje. Mamma Roma es la mujer que representa a
todo un universo, el de las mujeres pasolinianas, la Italia que sufre, que se
lamenta de su existencia, la Italia perdedora de la Segunda Guerra Mundial, la
Italia de Curzio Malaparte y su famosa novela La piel, donde podemos ver la presencia de la posguerra en
Italia a través de la crítica antiamericana, donde éstos son seres miserables que
acaban la guerra, pero siembran el país de violaciones y abusos de poder como
vencedores prepotentes que son.
El personaje de Anna Magnani lo inunda todo. Ella es Italia,
el proceso de tiempo que ha vinculado el presente y el pasado, en una atroz
modernización que acabará con el hombre tarde o temprano. Pasolini denuncia un
mundo sin escrúpulos, Mamma Roma está
sola, como Accatone, son seres que no
son vistos, pese a que sufren indescriptiblemente.
La diferencia radica en que Mamma Roma vive la falta de comunidad, el mundo que se está
transformando, el querer tener más o parecer ser más, hay una tangible
sensación de superación que nunca existe en Accatone,
un hombre rudo e infeliz, que no conoce nunca el mundo burgués.
Mamma Roma ya no
es una prostituta, ha rehecho su vida, se lleva a Ettore, su hijo, va a vivir a
una casa en un barrio decente. La presencia del antiguo chulo de ella, Carmine,
llevará a la ruina a la familia y Ettore descubrirá el pasado de su madre,
abocado ya al mundo de la delincuencia. La muerte del chico significa la
tragedia, presente en las vidas de los seres que no son visibles, anodinos,
envueltos en un sino trágico que Pasolini entiende dentro de su visión mítica
de la historia.
El Evangelio según San
Mateo (1964) es la mejor mirada al Nuevo Testamento desde un
planteamiento novedoso. No se trata de hacer una película más sobre la vida de
Cristo, sino hacer una reflexión muy honda sobre el camino que sigue la
religión en los años sesenta, cuando todo se ha derrumbado, cuando la Guerra
Fría está en su apogeo tras la crisis de los mísiles, cuando el pueblo francés
se manifiesta en el famoso mayo del 68, cuando el mundo va perdiendo valores
importantes.
Por ello, hay mucho silencio en la película. Solo así
podemos entender la crisis del mundo moderno. Esa traslación a la época de
Cristo, porque Pasolini no hace una película religiosa o histórica, sino una
meditación sobre el mundo modernos desde la iconografía de la Antigüedad.
¿Necesitamos a Cristo? Nos pregunta Pasolini, y su mirada se
centra en un mundo de silencios, de parajes pobres y de hombres que parecen
mirar al vacío, hechos del barro y de la nada, no están muy lejos, cree
Pasolini, de nuestros hombres actuales, cosificados por el mundo de la economía
globalizadora, que ya, en los sesenta, empezaba a asolar el mundo.
Como dice muy bien Silvestra Mariniello en su estudio de
Pasolini: “Cristo no es el héroe, no es
el protagonista, no es el origen que las instituciones han querido construir,
sino más bien el médium de un discurso que inscribe el presente en el pasado”
(p. 226, Cátedra, 1999).
Pasolini denuncia el mundo moderno a través de un hecho
bíblico. La famosa disertación de Jesús contra los letrados y fariseos,
denuncia de los hombres que ya han vendido su moral, tan cerca de nuestro
tiempo, cree el director italiano. En la secuencia en que Jesús hace la
disertación, la cámara nunca se acerca a él, porque él solo es un médium. Sin
embargo, la mirada de Pasolini se centra en otros rostros, en el campo, en la ciudad
que se ve de lejos. Hay una gran longitud de campo en esta secuencia, porque en
ella Pasolini critica todo lo que le rodea, como si fuese el alter ego de
Jesús, hombre crucificado en un mundo que no le entiende.
Además Pasolini, en su afán universal, contrata a actores de
color, para completar esa visión insólita del Nuevo Testamento, donde se une la
cultura negra con la blanca, oriente con occidente. Y para ello introduce, en
este collage inmenso que pretende ser la película, la música de Bach con los
cantos espirituales negros, con la música cantada congoleña, etcétera.
En definitiva, el director no entiende la película como un
tiempo histórico cerrado, sino como un espacio que se abre a muchos otros y que
es parte también de nuestro tiempo, el cual es objeto de crítica por la
deshumanización que el mundo nos va dejando.
En Edipo, el hijo de la fortuna (1967), Pasolini
se centra en la idea del amor hacia la madre, ya presente en Mamma Roma y el odio al padre.
Basada en la tragedia de Sófocles, la película impacta con sus imágenes
oníricas, con su visión desgarrada de un mundo (el nuestro que converge con el
de la antigüedad griega) que se descompone, que ya ha pervertido todos sus
horizontes.
De nuevo, Edipo (Franco Citti, un actor habitual de Pasolini),
es el médium que establece la conexión entre el marxismo pasoliniano y el
psicoanálisis de Freud. La política y la ciencia entran en contacto en esta
película desgarradora.
También Medea (1969)
nos ofrece una visión de la sociedad, en este caso, desde el plano de la
homosexualidad de Medea (donde Pasolini exorciza su propio complejo homosexual
que le llevó a las citas clandestinas y a frecuentar la prostitución de chicos
jóvenes, lo que le condujo a su dramático final). Aunque Medea es el conflicto
entre el hijo y la madre, Pasolini plasma el deseo en todos los cuerpos que
aparecen semidesnudos en la película. Por poner un ejemplo, el juego de miradas
entre Jasón (hijo de Medea) y Apasirto es más intenso que el que se procesan la
madre con el hijo en todos los momentos de la película.
Hay, sin duda alguna, una aproximación mayor por los cuerpos
masculinos que por los femeninos, lo que va en consonancia a la homosexualidad
del director, muy lejos de otras películas italianas, de Fellini o Ferreri, por
ejemplo, donde la mujer es siempre el objeto de deseo y las escenas eróticas
siempre se centran en ellas.
La película Saló o los ciento veinte días de Sodoma generó
una gran polémica, porque utilizaba el sexo explícito, en escenas muy duras de
abuso de poder, de sadomasoquismo incluso. La historia se centra en la novela
de Sade, donde un grupo de personas son secuestradas en una villa y los
carceleros pueden abusar de sus víctimas en todo momento, lo que suscita a
nuestra mente una clara analogía con los sistemas de represión actuales. Esta
película la dirigió en 1975.
La historia sigue el curso de una trayectoria por el
infierno, siguiendo a Dante, hay un Ante infierno y tres círculos: el de las
manías, el de la mierda y el de la sangre. En cada uno de ellos se rebela un
mundo de aberraciones como la escena en la que los prisioneros tienen que
caminar como perros desnudos mientras los señores de la villa les lanzan sobras
de comida, en el primer círculo. En el segundo, las víctimas son obligadas a
comer sus propios excrementos. En el tercero, tras obligar a las víctimas a
delatase entre ellas, a través de varias torturas, someten a los supervivientes
a continuas vejaciones sexuales y a orgías de diferente tipo.
Esta película provocó una honda polémica y aparta a Pasolini
del cine poético anterior, para centrarse en lo escatológico. El 9 de noviembre
de 1975, la censura prohibió la película por obscena, aunque al final se
proyectó en Milán durante tres días el 10 de enero de 1976. Se inició luego un
largo proceso contra el productor Grimaldi por financiar la película.
Pasolini defendió la película porque refleja la
barbarie del mundo, conformado con el abuso de poder y la impunidad de los poderosos
sobre los débiles, de los países ricos sobre los pobres. Como denuncia, la
cinta es un documento válido, aunque no apto para todos los gustos, como
podemos suponer.
Concluye la mirada al cine de Pasolini con películas
emblemáticas como Teorema (1968), y la llamada la Trilogía: Decameron (1971), siguiendo a Bocaccio; Los cuentos de Canterbury (1972), y Las mil y una noches (1973), famosa
colección de cuentos orientales, donde Pasolini deja caer las riendas de su
fantasía, para hacer dos películas de gran interés por las metáforas que llevan
dentro de sí.
Lo importante de las tres películas es la fisicidad como
deseo de denuncia de una sociedad marcada por la televisión y la irrealidad, lo
relevante es el deseo de transmitirnos aquello que está unido al hombre, los
cuerpos, los gestos, el erotismo, las miradas, todo aquello que no tiene que
ver con la industria y el consumo. Pasolini quiere restituir el lenguaje de los
cuerpos en una sociedad aséptica que ha perdido la capacidad de ver la
intimidad, de tener el contacto con los demás, en una sociedad que se
deshumaniza cada día más.
Pasolini filma como si acariciase los cuerpos, como si las
miradas de los seres que contemplan fuesen edénicas, como si, por primera vez,
el lenguaje fuese revelado. Por ello, su Jesucristo es un médium que nos habla
de la denuncia a nuestro tiempo. Por ello, Accatone es un hombre primitivo,
porque no conoce el poder (bueno y malo) de la cultura. Por ello, Edipo y Medea son seres que se centran en lo físico, porque no viven la
ambición y el poder de los personajes shakespearianos. Y, naturalmente, la
denuncia aguerrida y abrupta a un mundo terrible que lo convierte en un
precursor, como en la duraSaló o los ciento veinte días de Sodoma, donde
el abuso del poder y la tortura ya nos hablan de una sociedad enferma, tan
parecida a la actual.
Pasolini no nos deja indiferentes, porque fue también poeta
y novelista, todo vivido intensamente, en la línea de Fassbinder. Hombres
complejos que amaron la vida sin límite y que sufrieron, por ello, la alegría y
el dolor más grande, hombres trágicos, al fin y al cabo.
http://www.fronterad.com/ |