Ricardo Piglia ✆ René González |
En el tedio de las siestas de verano, todas las persianas
bajas, toda la casa en silencio, un chico de tres años observa desde la
penumbra a su abuelo sentado en un sillón, inmóvil, concentradísimo en el libro
que sostiene en las manos. Al nieto le gusta copiar todo lo que hace el abuelo,
así que arrima una silla a los estantes de la biblioteca, saca un tomazo y va a
sentarse en los escalones de la puerta de su casa, con el libro abierto sobre
las rodillas y la misma expresión de su abuelo. La casa queda a una cuadra de
la estación de Adrogué. Cada media hora pasan por la calle los que bajan del
tren. A la hora de la siesta son pocos, en ese verano de 1943. Uno de ellos, el
único que repara en él, frena su marcha, le muestra sin decir palabra al chico
que tiene el libro al revés y sigue su cansino camino. En 1943, la familia de
Borges todavía pasaba los veranos en el Hotel Las Delicias de Adrogué. De
manera que ese pasajero que le enderezó el libro al chico bien pudo ser ya
sabemos quién.
Así entró Ricardo Piglia en la literatura argentina. No es
casualidad que su modus operandi fuera
básicamente ése, años después: su don mayor era ponernos al derecho el libro
que leíamos al revés. Piglia decía las cosas de una manera tal que uno no podía
seguir viéndolas como las veía hasta entonces. Ejemplo perfecto: cuando sacó de
la galera su teoría de que todo cuento no cuenta una sino dos historias a la
vez. Uno lee eso y en cada cuento que lea después en su vida va a buscar la
segunda historia, la historia subterránea que cuenta ese cuento. El mismo
efecto producía cuando cruzaba la historia y la literatura argentinas: José
Hernández escribiendo los discursos de Alsina, Mansilla los de Roca, Macedonio
los de Hipólito Yrigoyen, y Sarmiento, en cambio, el único escritor presidente,
leyendo en su asunción un discurso que le escribió Avellaneda. O cuando
“inventó” un relato inédito de Arlt, que en realidad era el viejo cuento “Tinieblas” del ruso Andreiev, traducido
de tal manera al castellano que daba Arlt
puro. Lo hizo en Nombre falso, mi
favorito entre sus libros, seguido muy de cerca por Crítica y ficción (que empezó siendo un rejunte de cinco o seis
reportajes que le habían hecho, y que fue reescribiendo y ampliando cada vez
que lo reeditaba hasta las casi 300 páginas de su versión final, que a mi gusto
conforman su mejor libro de ensayos, su ars
poetica).
Mi otra debilidad pigliana es Prisión perpetua, donde aparece el formidable Steve Ratliff, ese
norteamericano con mal de amores que abandonó una promisoria carrera literaria
en Nueva York para desembocar en Mar del Plata siguiendo a una mujer que se
había casado con otro. Piglia lo conoció de adolescente en las mesas de
adelante del Ambos Mundos, las mesas patibularias donde sólo se bebía, ésas que
había que sortear para llegar al salón comedor y que las familias de antes
encaraban con la mirada baja, como un peaje a pagar para poder sentarse a comer
el mejor puchero de Mar del Plata. En las mesas de adelante, en cambio, bebían
y fumaban los que no tenían o no querían tener familia. En esas mesas, el ya
cachuzo Ratliff le abrió la puerta de la literatura yanqui al joven Renzi, se
la desplegó entera ante sus ojos.
Yo me pasé años esperando la publicación de Los diarios de Emilio Renzi para saber
lo que me faltaba de la historia, porque en Prisión Perpetua, Ratliff quedaba bebiendo solo en su mesa del Ambos Mundos, esperando que aquella
mujer que había terminado matando a su marido saliera de la prisión de Dolores.
Por fin empezaron a aparecer, el año pasado y, en el primer tomo, ¡alegría!,
aparecía Ratliff. Pero apenas: tan poquito que me mandó de vuelta a Prisión perpetua y eso me permitió
experimentar una vez más esa cosa mágica de releer un libro y encontrarse con
un nuevo libro: esta vez descubrí que toda la historia de Ratliff ya estaba
toda contada ahí.
Hay escritores que nos enseñan a leer: después de leerlos,
leemos mejor. Lo que nos enseñan, en realidad es que todos los buenos
escritores enseñan a leer. A cada persona que me ha hecho más elocuente la
literatura yo le profeso gratitud y devoción eternas, y Piglia era de esa
categoría. Hablo como lector. No lo traté mucho personalmente, pero permítanme
contar cómo lo conocí: era 1987, yo acababa de publicar mi primer libro, era un
perfecto desconocido, laburaba de pichi en Emecé, estaba en la vieja librería
Fausto de Santa Fe hablando con un pibe que trabajaba ahí (Pablo Pazos, hoy
dueño de la librería Arcadia) y de pronto me señala a Piglia que entra con una
pila de libros bajo el brazo. “Es una máquina. Se lleva de a pilas los libros
que salen, los lee y los trae de vuelta. Andá, acercate, que el otro día vi que
se llevaba el tuyo en una pila”. Yo me acerqué a Piglia y le dije quién era. “Ah, sí, la novelita salingeriana. Hay un
personaje ahí al que le ponés dos nombres distintos, fijate”. Tenía razón:
era un personaje mínimo, que aparecía sólo dos veces en el libro, tan poquito
aparecía que cuando le cambié el nombre se me pasó que lo nombraba dos veces,
no una. El tipo se llevaba a razón de diez libros por semana, si se llevó mi
libro es que se llevaba cualquier cosa que se publicara, y sin embargo había
pescado al vuelo un pifie que se me había pasado no sólo a mí sino al corrector
de Emecé y a todos los compadres de confianza a quienes di el libro a leer
antes de que se publicara. Qué pedazo de lector. Qué lujo.
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