William Shakespeare ✆ Zeppo |
Jeremy Fox
Viendo una representación de El rey Lear en el Barbican Theatre de Londres, fui deslumbrado no por primera vez por la conciencia de pobreza y desigualdad de Shakespeare. Aunque su popularidad y pura brillantez durante su vida le mantuvieron a salvo de la Torre [1], tenía algo de revolucionario, de igualitario, mucho antes de que esa palabra o cualquiera de sus estridentes equivalentes políticos hubieran encontrado camino hacia nuestro vocabulario. Algunos pasajes, no solo de Lear sino también de otras obras, muestran pruebas de una fuerte conciencia social –en algunos momentos sin rodeos y en otros más sutilmente– a través del tratamiento y el moldeado del personaje.
En Lear, parte de
la experiencia de aprendizaje impuesta al héroe epónimo, y también sobre Earld de Gloucester, es el
reconocimiento de la injusticia económica y de sus propios fracasos para
encararla durante sus largas carreras como poderosos miembros de la élite –uno
monarca, el otro aristócrata–. Así, Gloucester,
decidido a suicidarse, entrega su riqueza a su hijo Edgar, sobre quien cree que
es un mendigo, con estas palabras:
“...y sobre los que gozan de superfluidades, colmados de todo hasta la hartura, y desatienden los preceptos y nada quieren ver, porque nada padecen, ¡dejen caer su justicia inexorable! ¡Distribuyan cuanto les sobra, y así tendrá cada uno lo que basta!...”
Es una receta para la fiscalidad progresiva, para un sistema
de subsidios generoso, para un Servicio Nacional de Salud, para lo que solía
llamarse Estado del Bienestar.
El rey Lear, en el
páramo en medio de una violenta tormenta, va más allá, mientras su repentino
empobrecimiento material le hace tomar conciencia de la difícil situación de
otros tan afligidos:
“…Pobres que padecen desnudez y hambre, dondequiera que se hallen, expuestos a los rigores de noches tan despiadadas, mal cobijados, mal comidos, mal cubiertos de sus andrajos, con mil troneras y ventanas ... ¿Cómo pueden arrostrar los rigores de un tiempo semejante? ¡Qué poco me acordé de ustedes! ¡Provechosa medicina para el orgullo de los grandes! ¡Padezcamos como los pobres padecen, y no dudaremos en cederles de nuestras superfluidades, y resplandecerá sobre la tierra la justicia del cielo!”
La reflexión de Lear
sobre su propia falta de preocupación por los pobres –“¡Qué poco me acordé de
ustedes…!” no podría ser otra que una referencia contemporánea. Tras la Disolución de los Monasterios [2] y la
aceleración de los cercamientos de tierras en la Inglaterra de los Tudor que
dejó a mucha gente desempleada, el número de mendigos y vagabundos creció como
setas. En 1594, el Alcalde Mayor de Londres estimaba el número de vagabundos en
la ciudad en 12.000, mientras decenas de miles más vagaban por el campo ya sea
como pícaros inteligentes como Autolico
en Cuento de Invierno, o como harapientos vagabundos como Edgar aparenta
ser en Lear.
Ambos habrían sido figuras familiares para una audiencia
isabelina/jacobina. En conjunto, se estima que al menos un tercio de toda la
población de la época de Shakespeare era pobre, incluyendo a aquellos que
nominalmente tenían trabajo pero mal pagado.
Hoy, con un sinfín de refugiados de África y Oriente Medio
presionando a las puertas de Europa, mientras sin techo, hambrientos y
miserables crecen dentro de la ciudadela europea, el lamento de Lear y Gloucester contra la desigualdad parece tan espantosamente
pertinente en nuestra propia época como indudablemente lo fue en la de
Shakespeare.
¿Cómo llegó Shakespeare a escribir tales líneas? ¿De dónde
la extraordinaria variedad de sus simpatías? Sabemos que había leído el ensayo
de Montaigne De los caníbales –de
donde sacó el nombre de Calibán en La Tempestad. En el siglo dieciséis, el
proceso de descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo estaba en pleno
desarrollo, y abundaban las historias sobre las extrañas criaturas que vivían
allí. Aunque Shakespeare dibujó a Calibán
como un salvaje, también entendió la indignación nativa ante el hecho de ver
tomadas su tierra y su legado por un usurpador ‘colonial’:
“Esta isla es mía por mi madre Sycorax, y tú me la quitaste.”, le dice Calibán a Próspero.
En el mismo ensayo, Montaigne escribe sobre un encuentro con
tres nativos de Brasil durante el cual los visitantes ofrecen una punzante
reprimenda de la desigualdad que habían observado en Francia:
“…Se dieron cuenta como algunos hombres estaban repletos de todas las comodidades imaginables mientras otros, empobrecidos y hambrientos, estaban mendigando a sus puertas. Y ellos encontraron extraño que los pobres tolerasen esa injusticia y se preguntaron por qué no agarraban a los ricos por la garganta o prendían fuego a sus casas.”
Es un tema que Montaigne va a tratar en profundidad en un
posterior ensayo –De la desigualdad que
existe entre nosotros– en el que se pregunta por qué valoramos a la gente
por su “envase y envoltorio… que
simplemente esconden las características por las cuales podemos juzgar
verdaderamente a alguien.” Aquí, en uno de los intercambios de Hamlet con Claudio,
está una dramatización shakesperiana del mismo asunto:
“Hamlet: Un pescador puede usar como anzuelo un gusano ahíto de la carne de un rey y luego comerse el pescado que se comió ese gusano.
Claudio: ¿Qué quieres decir con eso?
Hamlet: Nada, excepto mostrar como un rey puede acabar siendo parte de la mierda de un mendigo.”
La injusticia sociopolítica era, por lo tanto, nada extraño
ni innovador en el pensamiento o la literatura europea del siglo XVI. Sin
embargo, nuestro dramaturgo no escribía obras de teatro didácticas, ni
construía a sus personajes como ilustraciones del bien o el mal, el
comportamiento correcto o incorrecto, ni –como un académico me dijo– para
inducir reacciones saludables en la audiencia vía catarsis o risas. Si lo
hubiera hecho habría estado siguiendo una larga tradición en la que los
personajes dramáticos tienen, primero y ante todo, una función simbólica o
ilustrativa, es decir, que ellos representan una idea, o un conjunto de
disposiciones o sentimientos que se espera la audiencia apruebe o rechace. Ese
era el caso tanto del teatro romano como del medieval –las principales
influencias de las obras de teatro isabelinas–. Ni siquiera Marlowe, entre los
contemporáneos de Shakespeare, contravino este marco esquemático. Si examinamos
el tratamiento del personaje que hace Marlowe en Tamburlaine, en El Judío de Malta
o en Fausto, encontraremos que el
papel simbólico de los protagonistas tiene prioridad sobre sus cualidades como
individuos reconocibles –siendo seres humanos de carne y hueso–.
Lo que hizo Shakespeare fue revertir el procedimiento
convencional construyendo del personaje al significado, de lo individual a lo
universal. El equivalente filosófico sería el razonamiento inductivo en lugar
del deductivo. Esta es la razón por la que sus personajes trabajan tan
poderosamente sobre nuestra imaginación, por qué el Judío de Marlowe permanece como un estereotipo mientras el de
Shakespeare (a pesar de los prejuicios de la época) está lleno de personalidad,
mientras amamos a Fallstaff a pesar y
debido a sus fallos tan humanos, por qué Hamlet
se rompe la cabeza, se enfada y se frustra porque como nosotros es inseguro,
por momentos apasionado, cruel, ingenioso, honesto, hipócrita –una mezcla
completamente humana–. Conocemos a los personajes de Shakespeare en la calle,
aquellos de sus predecesores en nuestras mentes. Las figuras escénicas de lo
que podríamos denominar “complejidad humana” son la innovación shakesperiana.
Solo en la poesía encontraremos precedentes obvios –por ejemplo en la
maravillosa galería de retratos de Chaucer o en el verso Testamentos de François Villon– y también hay pistas quizás en la
temprana ficción de la picaresca española como en el anónimo Lazarillo de Tormes. Pero Chaucer y
Villon era únicamente accesibles a unos pocos selectos –aquellos que podían
tanto leer como adquirir libros– mientras Shakespeare trabajaba en un medio
universal de comunicación donde solo se necesitaban los oídos.
¿Por qué fue revolucionaria esta técnica “inductiva” más que
meramente innovadora? Creo que la respuesta está en el hecho de que, por
primera vez, el individuo se convirtió en foco de atención pública y artística.
El teatro shakesperiano trajo elementos previamente desesperados de la
naturaleza humana y de la vida política y social al primer plano: la naturaleza
quijotesca y la psicología de la motivación (Cervantes también pertenece a
esto, por supuesto), la validez individual del hombre común, los derechos
humanos del tipo que tanto Ariel como
Calibán reclaman en La Tempestad, etc. Poco de esto se
encontrará en otros dramaturgos del periodo.
En los siglos dieciocho y diecinueve, las obras de
Shakespeare fueron criticadas por sus “excesos”, y se hicieron intentos para
mejorarlas por parte de expertos que pensaban que sabían hacerlo mejor. ¿Cuáles
eran las objeciones? Temas de debate de los bajos fondos (inapropiados para la
sociedad educada), falta de gusto, lenguaje inapropiado –características que se
podrían reconocer, actualmente, como más procedentes de EastEnders que de Yes
Minister [3]. Editores y
correctores intentaron extirpar precisamente aquellos rasgos que mostraban al
ciudadano más común como equivalente moral del monarca más importante. Eran
características incómodas. Cualquiera que vea la caída de Angelo (Medida por medida) o el ascenso de Bolingbroke (Ricardo II) sabe que no se
debe confiar necesariamente en los altos y poderosos. Quizás que no se debe
confiar del todo. Y aquí no estamos solo hablando de una codicia por el abuso
de poder (un habitual tema isabelino) sino sobre un tipo de corrupción que trae
a la Tierra la autoridad moral de los poderosos. Mucho más importante, sin
embargo, es que el hombre común shakesperiano está tan lleno de humanidad como
un monarca.
Shakespeare no era un panfletario aspirante a producir
cambio político. Pero su visión de la gente era más revolucionaria que
cualquier cosa que un panfletario podría lograr. Las convenciones de estilo de
la escena isabelina aceptaban sin pensar los valores de clase como fijos (como
hacía el teatro clásico francés). Shakespeare no; aunque su originalidad a este
respecto quizás haya pasado algunas veces inadvertida porque parece tan
natural. Puesto que las obras de teatro afrontan tan poderosamente las
emociones y estados de conciencia humanos, podemos pasar fácilmente por alto
las visiones socioeconómicas y políticas que, como el escenario, colorean su
fondo.
Mi argumento entonces es que Shakespeare fue un
revolucionario en la forma en que trató lo individual –y esto es precisamente
por lo que fuerza a un lector o aficionado teatral atentos a reexaminar las
bases de sus creencias, prejuicios y actitudes sociales. Pensase lo que pensase
la Inglaterra isabelina sobre los judíos, por ejemplo, no puede evitarse el
significado de las palabras de Shylock en El mercader de Venecia:
“Soy judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos?...”
El discurso era tranquila y firmemente revolucionario, y
Shakespeare lo debe haber sabido de sobra. Revolucionario no porque el autor
quisiese cambiar actitudes contemporáneas sobre los judíos –eso habría sido una
falacia cruelmente anacrónica– sino porque nadie en Shakespeare es
“simplemente” algo, ni un judío, ni un campesino, ni un soldado, ni un
tabernero, ni una alcahueta ni un rey.
Esta gran idea –la de no ser “simplemente”– ha sido la base
de mucho del cambio político que ha tenido lugar en Europa, Norteamérica y
otras partes desde el siglo diecisiete. Reposa en el corazón de la democracia moderna,
y forma un telón de fondo para movimientos políticos como el marxismo y el
socialismo, que están fundados sobre ideales de igualdad y justicia
distributiva.
Lo que Shakespeare ayudó a producir fue un cambio
fundamental en la conciencia europea sobre la condición humana en el contexto
social y político. Dudo de que esta fuera su intención; pero es una
consecuencia de su trabajo –de su silenciosa persistencia en dar a sus
personajes su propia cabeza y rechazar censurarles tanto a ellos como a su propia
pluma–.
Notas
[1] El autor se refiere a la Torre de Londres, símbolo de
la opresión del poder estatal en la antigua Inglaterra. (N. del T.)
[2] Proceso de confiscación de las propiedades de la
Iglesia Católica en Inglaterra desarrollado entre 1536 y 1540, durante el
reinado de Enrique VIII. (N. del T.)
[3] EastEnders es una serie televisiva de la BBC
sobre la vida diaria de gente corriente de un barrio obrero de Londres,
mientras Yes Minister es una comedia satírica cuyos protagonistas son
altos cargos gubernamentales, también emitida por la cadena pública británica.
(N. del T.)
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