Las
teorías de la dependencia afrontaron numerosas críticas de teóricos marxistas,
que contrapusieron esa concepción con el pensamiento socialista. El autor
inglés que inauguró esas objeciones en los años 70 señaló que el capitalismo
tendía a eliminar el subdesarrollo, mediante la industrialización de la
periferia. Destacó que el dependentismo ignoraba ese proceso motorizado por el
capital extranjero (Warren, 1980: 111-116, 139-143, 247-249).
En la
década del 80 otro pensador británico estimó que el despegue del Sudeste
Asiático refutaba la principal caracterización de la teoría de la dependencia
(Harris, 1987: 31-69). Posteriormente varios intelectuales latinoamericanos
expusieron ideas semejantes. Algunos revisaron sus escritos anteriores, para
realzar la expansión de la periferia bajo el timón de las empresas
transnacionales (Cardoso, 2012: 31). Otros sustituyeron viejos cuestionamientos
a la insuficiencia marxista de la teoría de la dependencia, por nuevas críticas
a la ceguera frente el ímpetu del capitalismo (Castañeda, Morales: 33; Sebreli,
1992: 320-321). Todos
adscribieron al neoliberalismo y se distanciaron de la izquierda. Pero sus
ideas influyeron en la nueva generación antidependentista.
Algunos
críticos más recientes estiman que la dependencia es un término apropiado para
designar situaciones de predominio tecnológico, comercial o financiero de los
países más desarrollados. Pero consideran que la concepción en debate omitió el
carácter contradictorio de la acumulación, pasó por alto la industrialización
parcial del Tercer Mundo y expuso erróneas caracterizaciones estancacionistas
(Astarita, 2010a: 37-41, 65-93).
De
esas objeciones deducen la inconveniencia de indagar las leyes de la
dependencia, con supuestos de capitalismo diferenciado para el centro y la
periferia. Consideran más apropiado profundizar el estudio de la ley del valor,
que elaborar una teoría específica de las economías atrasadas (Astarita, 2010a:
11, 74-75; 2010b).
Otros
autores objetan el abandono de Marx por parte de Marini. Entienden que asignó
una arbitraria capacidad al capital monopolista para manejar variables
económicas y obstruir el desenvolvimiento latinoamericano (Kornblihtt, 2012).
Algunos consideran, además, que el dependentismo desconoció la primacía del
capitalismo mundial sobre los procesos nacionales (Iñigo Carrera, 2008: 1-4).
Estos
cuestionamientos han aparecido en un marco político muy distinto al
prevaleciente en los años 70 y 80. Los dardos ya no apuntan contra los
defensores de la revolución cubana, sino contra los simpatizantes del curso
radical liderado por el chavismo.
En
este contexto reaparece el debate sobre el status internacional de los países
latinoamericanos. Especialmente Argentina es vista por varios
antidependentistas como una economía desarrollada.
Los
críticos también retoman viejos rechazos al reemplazo de los antagonismos de
clases por registros de explotación entre países. Acusan al dependentismo de
promover modalidades de capitalismo benigno para la periferia (Dore; Weeks,
1979), impulsar procesos locales de acumulación (Harman, 2003) y favorecer
alianzas con la burguesía nacional (Iñigo Carrera, 2008: 34-36).
Algunos
subrayan que esa orientación conduce a un nacionalismo radicalizado que recrea
falsas expectativas en la liberación nacional. Proponen adoptar planteos
internacionalistas focalizados en la contradicción entre el capital y el
trabajo (Astarita, 2010a: 99-100).
Estas
visiones estiman que el dependentismo abandonó el rol prominente del
proletariado a favor de otros agentes populares (Harris, 1987: 183-184,
200-202). Objetan la negación o desconsideración de la función histórica de la
clase obrera (Iñigo Carrera, 2009: 19-20). Consideran que se diluye el carácter
internacional del proyecto anticapitalista, retomando planteos autárquicos de
construcción del socialismo en un sólo país (Astarita, 2010b).
Estos
balances negativos de la teoría de la dependencia contrastan con las miradas
convergentes que expusieron varios autores endogenistas y sistémicos. Los
argumentos antidependentistas son contundentes: ¿pero tienen consistencia,
validez y coherencia?
¿Interdependencia?
Las
críticas iniciales apuntaron a minimizar los efectos del subdesarrollo que
denunciaban los dependentistas. Señalaban que el capital foráneo remitía
utilidades luego de generar una gran expansión y estimaban que el drenaje de
recursos padecido por la periferia no era tan severo (Warren, 1980:111-116,
3-143).
Pero
evitaban indagar por qué razón ese beneficio era considerablemente superior al
vigente en las economías centrales. La teoría de la dependencia nunca negó la
existencia de cursos de acumulación. Sólo resaltó las obstrucciones que
introducían las inversiones extranjeras a los procesos integrados de
industrialización.
Los
objetores señalaron que las desigualdades sociales eran el costo requerido para
movilizar la iniciativa empresarial en el debut del desarrollo. Consideraban
que esa inequidad tendía a corregirse con la expansión de las clases medias
(Warren, 1980:199, 211).
Pero
esa presentación de capitales desembarcando en la periferia para favorecer a
toda la población contrastaba con los hechos. El esperado derrame nunca
traspasó el imaginario de los manuales neoclásicos.
El
criticó inglés realzó, además, el incentivo aportado por la diferenciación
social al despegue del sector primario, omitiendo la dramática expoliación
campesina que impuso el agro-negocio. Justificó incluso la informalidad laboral
repitiendo absurdos elogios a las “potencialidades empresarias” de los
desamparados (Warren, 1980: 236-238, 211-224).
Esas
afirmaciones sintonizaron con las teorías liberales, que ensalzaban un futuro
de bienestar como resultado de la convergencia entre economías atrasadas y
avanzadas. Con esa idealización del capitalismo repitieron todos los argumentos
del mainstream contra el dependentismo.
Destacaron
especialmente que esa corriente desconocía la influencia mutua generada por las
nuevas relaciones de interdependencia, entre el centro y la periferia. (Warren,
1980: 156-170). Pero no aportaron ningún dato de mayor equidad en esas
conexiones. Era evidente que la influencia ejercida por Haití sobre Estados
Unidos, no tenía ningún reverso equivalente.
Una
presentación reciente del mismo argumento afirma que la teoría de la
dependencia sólo registra el status subordinado de los exportadores de insumos
básicos, sin considerar las ataduras simétricas que padecen los productores de
mercancías elaboradas (Iñigo Carrera, 2008: 29).
¿Pero
un exportador de bananas juega en la misma división que su contraparte
especializada en computadoras? La obsesión por realzar sólo las desigualdades
que imperan entre el capital y el trabajo, conduce a imaginar que en cualquier
otro ámbito rigen relaciones de reciprocidad.
Comparaciones simplificadas
Los
críticos de la teoría de la dependencia afirmaron que la fuerte expansión de
las economías subdesarrolladas del Sudeste Asiático, desmentía los pilares de
esa concepción.
Pero
Marini, Dos Santos o Bambirra nunca afirmaron que era imposible el acelerado
crecimiento de ciertos países retrasados. Sólo destacaron que ese proceso
introducía mayores desequilibrios que los afrontados por las economías
avanzadas.
Con
ese enfoque analizaron el debut manufacturero de Argentina, el despunte
posterior de Brasil y la implantación ulterior de maquilas en México.
En esos
tres casos remarcaron las contradicciones del desenvolvimiento fabril en la
periferia. Lejos de descartar cualquier expansión, indagaron los anticipos
latinoamericanos de lo ocurrido posteriormente en Oriente. El desenvolvimiento
asiático no refutó los diagnósticos del dependentismo.
En
abordajes más detallados, los críticos estimaron que Corea, Taiwán y Singapur
demostraron la inviabilidad de modelos proteccionistas que generan despilfarro
y encarecimiento de costos (Harris, 1987: 28, 190-192).
Pero
tampoco este último resultado afectó a la teoría marxista de la dependencia. Al
contrario, confirmó sus objeciones al desarrollismo de posguerra y al modelo de
la CEPAL.
Esos
cuestionamientos fueron expuestos subrayando impugnaciones de mayor envergadura
al liberalismo, que varios antidependentistas omiten. Los partidarios de esta
última vertiente ponderan las oleadas de liberalización, elogiando su impacto
en Asia y cuestionando su desaprovechamiento por parte de las economías más
cerradas (Harris, 1987: 192-194).
Olvidan
que las posibilidades de mayor industrialización nunca estuvieron abiertas a
todos los países, ni siguieron patrones de apertura comercial. El dependentismo
intuyó ese escenario, al observar cómo la mundialización afectaba a las
naciones periféricas con los mercados internos de cierta envergadura (América
Latina) y apuntalaba a las localidades con mayor abundancia y baratura de la
fuerza de trabajo (Asia).
Mientras
que la visión dependentista explicó los cambios de las corrientes de inversión
por la lógica objetiva de la acumulación, los críticos realzaron la apertura
comercial, con mensajes muy afines al neoliberalismo.
El
mismo razonamiento fue utilizado para ensalzar la prosperidad de ciertas
economías tradicionalmente asentadas en la agro-minería. Afirmaron que
Australia y Canadá demostraban cómo los exportadores de productos primarios
podían ubicarse en espacios más próximos al centro que a la periferia (Warren,
1980: 143-152).
Pero
nunca aclararon si esos países constituían la norma o la excepción de las
economías especializadas en insumos básicos. La teoría marxista de la
dependencia no intentó encajar la gran variedad de situaciones internacionales,
en un simplificado envase de centro-periferia. Ofreció un esquema para explicar
la perdurabilidad del subdesarrollo en el grueso de la superficie mundial,
frente a enfoques pro-liberales que negaban esa fractura.
Si se
reconoce esa brecha resulta posible avanzar en el análisis más específico de
las estructuras semiperiféricas y los procesos políticos subimperiales, que
explican el lugar de Canadá o Australia en el orden global.
Una
visión dependentista actualizada permitiría clarificar esos posicionamientos,
precisando los distintos planos de análisis del capitalismo global. Este
sistema incluye desniveles económicos (desarrollo-subdesarrollo), jerarquías
mundiales (centro-periferia) y polaridades políticas (dominación-dependencia).
Con esa mirada se puede comprender el lugar ocupado por los países localizados
en cinturones complementarios del centro.
A
diferencia de críticos muy emparentados con el pensamiento neoclásico, los
teóricos marxistas de la dependencia subrayaron que el capitalismo mundial
recrea las desigualdades. No postularon el carácter invariable de esas
asimetrías, ni concibieron un esquema de puros actores polares. Sugirieron la
existencia de un complejo espectro de situaciones intermedias. Con esa mirada
evitaron presentar cualquier ejemplo de desarrollo como un curso imitable con
recetas de libre mercado.
¿Estancacionismo?
Algunos
críticos más recientes coinciden con sus antecesores en estimar que la
expansión del Sudeste Asiático propinó un severo golpe al dependentismo
(Astarita, 2010a: 93-98). Pero olvidan que ese desenvolvimiento no afectó más a
esa corriente, que a cualquier otra teoría de la época. El crecimiento de Corea
y Taiwán generó la misma sorpresa que la posterior implosión de la URSS o la
reciente irrupción de China.
Los
objetores tampoco evalúan si la industrialización de las economías orientales
inauguró un proceso que podría copiar el resto de la periferia. Sólo reafirman
que el despunte oriental demostró el incumplimiento de los pronósticos
dependentistas de estancamiento (Astarita, 2010b). Retoman una afirmación que
ha sido frecuentemente expuesta como explicación del declive de ese enfoque
(Blomstrom; Hettne, 1990: 204-205).
Pero
la falla en cierta previsión no descalifica un razonamiento. A lo sumo indica
insuficiencias en la evaluación de un contexto. Marx, Engels, Lenin, Trotsky o
Luxemburg formularon muchos pronósticos fallidos.
El
marxismo ofrece métodos de análisis y no recetas para develar el futuro.
Permite diagnosticar escenarios con mayor consistencia que otras concepciones,
pero no ilumina los sucesos del porvenir.
Los
pronósticos permiten corregir observaciones a la luz de lo ocurrido y deben ser
valorados en función de la consistencia general de un enfoque. Constituyen tan
sólo un elemento de evaluación de cierta teoría.
El
estancacionismo atribuido al dependentismo es un defecto de otro tipo. Implica
caracterizaciones que desconocen la dinámica competitiva de un sistema
gobernado por ciclos de expansión y contracción. Un congelamiento estructural
de las fuerzas productivas es incompatible con las reglas del capitalismo.
Esa
lógica fue desconocida por varios teóricos de la heterodoxia (Furtado) y por
algunos pensadores influidos por las tesis del capital monopolista (el primer
Gunder Frank). Ambas vertientes sostuvieron la existencia de un bloqueo
permanente al crecimiento.
En
cambio el marxismo dependentista estudió los límites y las contradicciones de
la periferia en comparación al centro, sin identificar el subdesarrollo con la
parálisis de la economía. Resaltó que Brasil o Argentina padecían desajustes
diferentes y superiores a los vigentes en Francia o Estados Unidos.
La
falsa acusación de estancacionismo contra Marini fue inicialmente difundida por
Cardoso. Destacó la familiaridad de su contrincante con los economistas que
Lenin criticaba por negar la posibilidad de un desenvolvimiento capitalista de
Rusia (narodnikis).
Pero
el propio objeto de estudio de Marini desmentía esa acusación, puesto que
indagaba desequilibrios generados por la industrialización de Brasil. No
evaluaba recesiones permanentes, sino tensiones derivadas de un significativo
proceso de crecimiento.
La
desacertada crítica al estancacionismo es a veces atemperada, con objeciones a
la omisión del carácter contradictorio de la acumulación. En este caso se
cuestiona el desconocimiento de mercados ampliados o productividades
ascendentes ( Astarita, 2010a: 296).
Pero
si Marini hubiera ignorado esa dinámica no habría podido estudiar los
desajustes peculiares de las economías subdesarrolladas. Su aporte justamente
radicó en sustituir genéricas evaluaciones del capitalismo por investigaciones
específicas de los desequilibrios en esas regiones. Analizó en detalle el
universo que sus críticos descalifican.
Monopolios y ley del valor
La
caracterización de los monopolios es vista por los críticos como otro
desacierto del dependentismo. Estiman que exageró la capacidad de las grandes
firmas para afectar a las economías periféricas, manipulando la formación de
los precios (Kornblihtt, 2012).
Pero
Marini se mantuvo muy alejado de las influyentes teorías del capital
monopolista de los años 60 y 70. Al igual que Dos Santos, indagó con mayor
atención desequilibrios de la esfera productiva que desajustes en el ámbito
financiero. Sus investigaciones estuvieron más centradas en las contradicciones
de la acumulación, que en el manejo de los precios por parte de las grandes
empresas.
Ciertamente
tomó en cuenta cómo esas firmas acaparan plus-ganancias a escala global. Pero
adoptó un enfoque emparentado con autores marxistas distanciados de las tesis
monopolistas (como Mandel). A diferencia de muchos keynesianos de su época, no
le asignó a las grandes compañías un poder discrecional para fijar los precios.
Marini
mantuvo gran distancia con las visiones rudimentarias del monopolio y rechazó
también la m istificación opuesta de la competencia. Esa fascinación salta a la
vista en Warren o Harris, que ponderaron los méritos de la concurrencia con
caracterizaciones muy próximas al abordaje neoclásico . Por esa idealización
del capitalismo competitivo desconocieron la relevancia de la estratificación
centro-periferia.
Otros
críticos consideran que Marini se alejó de Marx al perder de vista la
centralidad de la ley del valor. Proponen retomar ese concepto para clarificar
las relaciones de dependencia (Astarita, 2010b).
Pero
la problemática del subdesarrollo no se esclarece con ese tipo de investigaciones.
Varios autores han destacado que los estudios a ese nivel de abstracción no
facilitan la comprensión de la fractura global (Johnson, 1981).
Se
necesitan mediaciones adicionales a las utilizadas en El Capital. En
ese texto se analiza la explotación (tomo 1), la reproducción (tomo 2) o la
crisis (tomo 3) del sistema. Marx esperaba abordar la estructura internacional
(y probablemente las brechas en el desarrollo), en un trabajo que no llegó a
elaborar (Chinchilla; Dietz, 1981).
Seguramente
esa investigación habría ampliado el conocimiento de los desniveles mundiales
en el periodo de formación del capitalismo. Pero conviene igualmente recordar
que la dinámica centro-periferia presentaba en el siglo XIX características muy
diferentes a las predominantes a fines de siglo XX.
Más
que el “retorno a Marx” postulado por algunos analistas (Radice, 2009), la
clarificación de ese problema exige retomar las reflexiones de los teóricos
marxistas de la centuria pasada (Katz, 2016b, 2016c).
La
ley del valor aporta un principio general de explicación de los precios y una
teoría genérica del funcionamiento y la crisis del capitalismo. Ninguna de esas
dimensiones alcanza para esclarecer la dinámica del subdesarrollo. Esa
comprensión exige razonar en niveles más concretos (y a la vez consistentes),
con los utilizados para capturar la lógica del valor.
El subdesarrollo como un simple dato
Algunos
autores cuestionan las explicaciones del atraso centradas en la subordinación
de la periferia. Sostienen que rige una causalidad inversa de situaciones de
dependencia derivadas del subdesarrollo de esas economías (Figueroa,
1986:11-19, 55-56).
Esta
interpretación presenta semejanzas con el razonamiento endogenista, que
atribuía las desigualdades internacionales a contradicciones internas de cada
país. Ese enfoque objetaba la primacía de causas externas en la explicación del
retraso económico, resaltando el mayor impacto de los resabios oligárquicos o
semifeudales. Entendía que las exacciones generadas por la dominación imperial
eran menos determinantes que la persistencia de rémoras precapitalistas.
El
planteo antidependentista es diferente. Rechaza la subsistencia de esos rasgos
y subraya la vigencia de escenarios totalmente capitalistas. Por eso objeta
tanto a los teóricos de la dependencia como del endogenismo tradicional.
Con
esa mirada un exponente de esas críticas resalta los determinantes capitalistas
internos del perfil que presenta cada país. También afirma que la inserción
internacional de cualquier nación es un resultado de la forma en que accedió al
mercado mundial (Astarita, 2010a: 296).
¿Pero
cómo explica ese enfoque la fractura entre economías avanzadas y retrasadas?
¿Por qué razón esa brecha ha persistido en los últimos dos siglos?
Una
respuesta destaca que en la división internacional del trabajo, las modalidades
más productivas se concentran en las economías centrales y las más
rudimentarias en la periferia (Figueroa, 1986:11-19, 55-56, 61).
Otra
manera de exponer el mismo diagnóstico es la conocida descripción de especializaciones
diferenciadas, en la provisión de alimentos o manufacturas por ambos tipos de
países (Iñigo Carrera, 2008: 1-2,6-9).
Pero
la constatación de ese contrapunto no clarifica el problema. Mientras que la
interpretación dependentista atribuye el subdesarrollo a la transferencia de
recursos y el endogenismo a la subsistencia de estructuras precapitalistas, la
interpretación de los críticos brilla por su ausencia.
Esa
visión parece aceptar que la fractura inicial fue causada por diversas
peculiaridades históricas (feudalismo europeo, singularidades del agro inglés,
transformaciones manufactureras europeas, atributos del estado absolutista,
precocidad de ciertas revoluciones burguesas), pero no explica la persistencia
contemporánea del atraso. Lo ocurrido en los siglos XVI-XIX no alcanza para
esclarecer la realidad actual.
El
antidependentismo carece incluso de las respuestas básicas que proponen los
enfoques neoclásicos (obstrucción a los emprendedores) o heterodoxos (impericia
de los estados). Sólo se limita a registrar que las economías avanzadas y
relegadas difieren por su grado de desarrollo.
Esa
obviedad no aclara las brechas cualitativas que rigen en el orden mundial. El
contraste entre Estados Unidos y Japón no se equipara con el abismo que separa
a ambos países de Honduras. El subdesarrollo distingue ambas situaciones.
Los
críticos rechazan el papel jugado por los drenajes de valor de la periferia
hacia el centro en la reproducción de ese atraso. Pero sin reconocer las
variadas modalidades e intensidades de esas transferencias, no hay forma de
explicar la estabilidad de las polarizaciones, bifurcaciones y jerarquías
mundiales. La negación de esos flujos imposibilita cualquier interpretación.
Clasificaciones y ejemplos
La
mayoría de los críticos presenta al dependentismo como un bloque indistinto,
omitiendo las enormes diferencias que separan a las vertientes marxistas y
convencionales de ese enfoque.
Mientras
que Cardoso observaba el subdesarrollo como una anomalía del capitalismo,
Marini, Dos Santos y Bambirra caracterizaron el mismo rasgo como una
característica de ese sistema.
Algunos
objetores reconocen esas divergencias y registran la inexistencia de una
escuela común. Pero luego de señalar esas diferencias unifican a los autores
distinguidos, cómo si conformaran un grupo de exponentes más o menos radicales
de la misma tesis (Astarita, 2010a: 37-41, 17-63).
La
mayor confusión es introducida en la evaluación de Cardoso y Marini. El ex
presidente es presentado como un teórico más abierto que el autor de Dialéctica
de la dependencia. Se pondera su metodología, cuestionando sólo los
pilares weberianos de ese abordaje o la jerarquización de las relaciones
políticas, en desmedro del análisis económico (Astarita, 2010a: 65-82).
Pero
no se aclara cuál fue el aporte de Cardoso antes de su viraje neoliberal.
Tampoco se reconoce la contribución de Marini al entendimiento de la relación
centro periferia. Especialmente se olvida que la hostilidad y afinidad de ambos
pensadores hacia el socialismo revolucionario no fue ajena a esos contrapuestos
resultados. El desconocimiento de ese contraste por parte de los críticos
obstruye su balance de ambos teóricos.
Marini
aportó conceptos (como el ciclo dependiente) para comprender la continuada
reproducción de las brechas mundiales. Ese logro fue acertadamente percibido en
los años 80 por un importante analista (Edelstein, 1981). Resaltó el mérito de
captar las razones que impidieron a América Latina repetir el desenvolvimiento
de Europa o Estados Unidos. Subrayó también que la lógica de la dependencia
ofrece una respuesta coherente de esa limitación.
Ese
enfoque brindó, además, un gran soporte a numerosos estudios nacionales y
regionales de subdesarrollo. La desvalorización de esa contribución conduce a
muchas caracterizaciones fallidas de los críticos.
Al
indagar, por ejemplo, el recurrente fracaso de los intentos de
industrialización de las economías petroleras (Arabia Saudita, Irán, Argelia,
Venezuela) un autor antidependentista remarca la gravitación nociva del
rentismo. Señala también el afianzamiento de burocracias ineficientes, la
incapacidad para utilizar productivamente las divisas y la repetición de un
patrón histórico de dilapidación (Astarita, 2013:1-11).
Pero
ninguna de estas explicaciones endógenas alcanza para comprender la continuidad
del subdesarrollo. La tesis dependentista destaca otro aspecto clave: la
fragilidad estructural de las economías retrasadas por su inserción subordinada
en la división internacional del trabajo. Ese sometimiento genera salidas de
capitales superiores a los ingresos obtenidos con la exportación de crudo.
Las
economías petroleras han padecido intercambios comerciales deficitarios, descapitalizaciones
financieras y transferencias de fondos por remisión de utilidades o pagos de
patentes. La fuga de capital y el endeudamiento agravaron esos desequilibrios
propios de la dependencia. Lo que salta a la vista en cualquier estudio de esos
países, no es registrado por los objetores de Marini.
¿Argentina país desarrollado?
Un
importante corolario del antidependentismo es la presentación de varios países
latinoamericanos como naciones desarrolladas. Esa interpretación rige
particularmente para el caso de Argentina.
Un
exponente de esa visión cuestiona duramente a quiénes “se aferran
dogmáticamente a la ideología de un país atrasado”, para no reconocer que ese
país alcanzó el nivel de acumulación requerido por el capitalismo mundial
(Iñigo Carrera, 2008: 32).
Pero
el problema a resolver es el significado de esa expansión y esa ubicación
internacional. Es una obviedad recordar que Argentina es un gran exportador de
alimentos. Lo que se debe aclarar son las implicancias de ese rol.
Los
críticos afirman que la elevada dimensión de la renta ganadera, cerealera o
sojera determinó la incorporación del país al capitalismo mundial con un status
de economía avanzada.
Pero
la magnitud de una renta no es sinónimo de desenvolvimiento. Puede indicar
situaciones opuestas de obstrucción al crecimiento sostenido. El desarrollo no
se mide por la cuantía de un excedente exportable, sino por el grado de
industrialización o los parámetros de desarrollo humano. Ninguno de estos
guarismos ubica a la Argentina en el primer estamento de la jerarquía global.
La
renta no define esa clasificación. Es un ingrediente económico clave de Canadá,
Argentina y Bolivia, que convalida el nivel desarrollado del primero,
intermedio del segundo y retrasado del tercero.
En
toda la historia argentina se verificaron intensas pujas por la distribución de
la renta, entre sus receptores del agronegocio y sus captores de la industria.
Ese recurso operó como sostén indirecto de actividades industriales, que nunca
lograron niveles de competitividad internacional o productividad
auto-sustentable.
Ese
resultado ilustra el funcionamiento de una economía retrasada, dependiente y
afectada por crisis periódicas de gran alcance. Por eso los capitalistas eluden
la inversión, resguardan sus fondos en el exterior y facilitan la apropiación
financiera de la renta, en desmedro de su canalización productiva. Ese
mecanismo retrata el carácter subdesarrollado de Argentina.
Los
críticos observan este problema en forma invertida. Priorizan el análisis del
sector más rentable y registran que la competitividad del agro es comparable al
promedio vigente en Europa o Estados Unidos. Con esa evaluación concluyen
situando a la Argentina en el pelotón de economías desarrolladas.
Pero
el grado de desenvolvimiento de un país no se define por su rama más rentable.
Utilizando ese criterio, Arabia Saudita y Chile quedarían ubicados en el top
del ranking mundial por sus acervos de petróleo y cobre. El elevado lucro de un
sector primario es habitualmente un indicador de atraso productivo.
El
status relegado de Argentina se verifica en el propio segmento agrario. Más
allá de la controversia sobre la continuidad o reversión de los modelos
extensivos con limitada utilización de capital por hectárea, es evidente la
total dependencia de ese esquema de los insumos importados.
Esos
componentes son provistos por empresas extranjeras, que refuerzan el predominio
de un cultivo potenciado con siembra directa, transgénicos y agro-tóxicos. Esa
atadura es un claro indicio de subdesarrollo (Anino; Mercatante: 2010: 1-7).
Algunos
autores estiman que la economía argentina absorbe el grueso de su renta y
genera afluencias de fondos del centro hacia la periferia, que desmienten la
teoría de la dependencia (Kornblihtt, 2012).
Esta
caracterización recrea las miradas que aparecieron en los años 70 con la
irrupción de la OPEP. La captura de la renta petrolera por parte de las
economías generadoras de ese excedente indujo a diagnosticar la extinción de la
vieja subordinación de los exportadores primarios al centro.
Pero
la experiencia demostró el carácter pasajero de esa coyuntura. A través de
acreencias financieras y superávits comerciales, las economías avanzadas
recuperaron esos ingresos.
Argentina
también atravesó por transitorios periodos de gran absorción de su renta
agroganadera, pero el status político dependiente acentuó la disipación de esa
captura. Un país con mayores períodos de sometimiento que de autonomía en su
acción internacional, tiene escasa capacidad para manejar sus excedentes.
Argentina
se ubica muy lejos del retrato antidependentista. No es una economía
desarrollada, no ocupa un lugar central en la división del trabajo y no
desenvuelve estrategias de potencia dominante.
Cuestionamientos políticos
Los
críticos cuestionan el alineamiento antiimperialista de los teóricos de la
dependencia, identificando ese posicionamiento con el abandono de posturas
anticapitalistas (Kornblihtt, 2012).
Pero
no indican cuándo y cómo se produjo esa deserción. Ningún exponente marxista de
esa tradición divorció la resistencia a los avasallamientos imperiales de sus
cimientos capitalistas. Siempre aunaron ambos pilares.
Se
acusa al dependentismo de sustituir el análisis de clase por enfoques centrados
en la nación (Dore; Weeks, 1979). Esta actitud es asociada con erróneos
postulados de explotación entre países (Iñigo Carrera, 2009: 27).
Pero
ningún debate puede desenvolverse en esos términos. La explotación es ejercida
por las clases dominantes sobre los asalariados de cualquier nación. Esa
relación, no se extiende a los beneficios obtenidos por un país a costa de
otro, en el mercado mundial. Cómo los teóricos marxistas de la dependencia
nunca confundieron ambas dimensiones la objeción carece de sentido.
Es
cierto que en la propaganda política antiimperialista, los adherentes de esa
corriente utilizaron (a veces) términos confusos para denunciar saqueos de
recursos naturales o hemorragias financieras. En estos casos recurrieron a
denominaciones incorrectas para formular denuncias pertinentes. Pero el
antidependentismo padece un inconveniente mayor. Sus desaciertos se ubican en
el plano de los conceptos y no en la terminología.
Marini,
Dos Santos y Bambirra siempre señalaron a los capitalistas como responsables de
todas las modalidades de dominación. Nunca sostuvieron que las clases oprimidas
de la periferia eran explotadas por sus pares del centro.
Esta
caracterización sólo fue sugerida por autores próximos al tercermundismo (como
Emmanuel), que retomaron viejas interpretaciones sobre el comportamiento
complaciente de la aristocracia obrera frente a las acciones imperiales.
Los
críticos también señalan que el dependentismo promovió el capitalismo nacional
en la periferia, para apuntalar al capital privado nacional frente a las
empresas extranjeras (Harris, 1987: 170-182). Consideran que observó a la
burguesía nacional como un aliado natural en la batalla por el desarrollo
(Iñigo Carrera, 2008: 34-36).
Pero
esas metas eran auspiciadas por el nacionalismo conservador o los promotores
del desarrollismo y no por el dependentismo. Bajo el impacto de la revolución
cubana, esa corriente adoptó una nítida actitud de compromiso con el proyecto
socialista.
Lo
único cierto es que los teóricos marxistas de la dependencia reconocían la
diferencia entre las clases dominantes de la periferia y sus equivalentes del
centro. Rechazaban la identidad entre ambos segmentos que postuló un crítico de
esa concepción (Figueroa, 1986: 80, 91, 203).
Marini,
Dos Santos y Bambirra recordaban el lugar subordinado que ocupa la burguesía
local en la división internacional del trabajo, señalando la consiguiente
existencia de contradicciones y desequilibrios más acentuados. De esa
caracterización deducían la vigencia de problemas nacionales irresueltos en
América Latina y la consiguiente presencia de conflictos significativos con el
imperialismo.
El
dependentismo formuló críticas a la burguesía nacional desde posturas de
izquierda contrapuestas al planteo de Cardoso o Warren. En esos exponentes
liberales del antidependentismo, la verborragia contra el capitalismo nacional
siempre tuvo una connotación reaccionaria.
Los
críticos despotrican contra cualquier demanda de liberación nacional ignorando
lo ocurrido en los últimos 100 años. Todas las revoluciones socialistas
estuvieron conectadas en la periferia con reivindicaciones de soberanía. A
partir de esa exigencia se procesó una dialéctica de radicalización, que
desembocó en los cursos anticapitalistas que adoptaron las revoluciones de
Yugoslavia, China o Vietnam. La victoria socialista en Cuba emergió también de
la resistencia contra un dictador títere de Estados Unidos.
Los
objetores olvidan que esas experiencias siguieron una ruta muy diferente a la
prevista por el marxismo clásico. En lugar de asimilar las enseñanzas de esa
mutación, proclaman su enojo con lo ocurrido y borran esas epopeyas de su
diagnóstico del mundo.
Se
podría pensar que la restauración del capitalismo en la URSS (o la mayor
internacionalización de la economía) han alterado la estrecha conexión entre
lucha nacional y social, que predominó en el siglo XX. Los antidependentistas
no aclaran ese eventual basamento de sus opiniones.
Pero
incluso en ese caso sería evidente que el Pentágono y la OTAN persisten como
custodios del orden opresivo mundial. Basta observar la demolición de varios
estados del Medio Oriente o la desintegración de África, para notar la
centralidad de la acción imperial. Ningún proceso socialista puede concebirse
desconociendo la prioridad de ese enemigo.
En
lugar de reconocer esa amenaza, los críticos acusan al dependentismo de
sustituir el análisis económico materialista por razonamientos superficiales,
inspirados en conceptos imperiales de dominación (Iñigo Carrera, 2008: 29).
Desmerecen
el registro de la realidad para enaltecer la reflexión abstracta, olvidando que
la reproducción del capitalismo se sostiene en el uso de la fuerza. La simple
acumulación de capital no alcanza para asegurar la continuada recreación del sistema.
Se necesitan el soporte adicional de una estructura imperial.
El
rechazo a reconocer la dimensión nacional de la lucha por transformaciones
socialistas en la periferia, conduce al desconocimiento de las demandas
populares. El ejemplo más reciente de esa ceguera es la impugnación de las
movilizaciones contra la deuda externa.
Un
objetor del dependentismo rechaza esa bandera denunciando la participación de
las clases dominantes locales en la conformación de esa hipoteca. Señala que
las campañas contra el endeudamiento diluyen la centralidad del antagonismo
entre el capital y el trabajo (Astarita, 2010a: 110-111).
Pero
no explican cuál es la contraposición entre ambos planos. El pago de la deuda
afecta a trabajadores, que soportan recortes de sus salarios para saldar esos
pasivos. Como se demostró en Argentina Venezuela Bolivia y Ecuador en los años
2000-2005, la resistencia a ese atropello desafía al propio sistema capitalista
Es
cierto que las burguesías locales han sido cómplices del endeudamiento, pero
las crisis desencadenadas por esa carga financiera corroen el funcionamiento
del estado y socavan el ejercicio de su dominación. En ese contexto la deuda
irrumpe como un eje de la resistencia antiimperialista.
Lo
ocurrido en Grecia en 2015 ejemplifica ese conflicto. Los acreedores forzaron
brutales sacrificios para cumplir con el pago de un pasivo, que ilustró las
relaciones de dependencia con la Unión Europea. Los críticos ignoran los
efectos explosivos de esa subordinación.
Marx, Lenin, Luxemburg
Para
las vertientes liberales del antidependentismo, el retorno a Marx presupone
reivindicar a un cultor del individualismo y de la disolución forzada de las
sociedades no occidentales. El autor de El Capital es presentado como
un defensor del imperio, que ensalzó la contribución inglesa a la superación
del atraso de África y la India (Warren, 1980: 39-44, 27-30).
Pero
Marx siempre se ubicó en un campo opuesto de denuncias del despojo colonial.
Intuía el enorme contraste entre lo sustraído y lo aportado por los ocupantes
de los países subdesarrollados. La sangría generada por la esclavitud en África
o la masacre demográfica sufrida por los pueblos originarios de América,
aportaban contundentes pruebas de ese balance.
En su
análisis maduro sobre Irlanda, el teórico germano retrató la obstrucción
británica a la industrialización de la periferia y reivindicó la resistencia
popular a la corona (Katz, 2006a).
Esa
postura es desconocida por quienes afirman que Marx ponderó el desarrollo
introducido por los ferrocarriles ingleses en la India (Astarita 2010a: 83-90).
Olvidan que esas inversiones afianzaron la subordinación primarizada del país y
suscitaron un movimiento anticolonial, que fue apoyado por el revolucionario
alemán.
La
crítica antidependentista a cualquier modalidad de lucha contra esa opresión
incluye severos cuestionamientos al empalme de las batallas por la emancipación
nacional y social, que auspiciaba Lenin (Warren, 1980: 83-84, 98-109).
El
líder bolchevique propiciaba ese ensamble en polémica con Luxemburg, que
rechazaba toda forma de separatismo nacional, argumentando que afectaba el
internacionalismo proletario y la primacía de los reclamos de clase (Luxemburg,
1977; 27-187) .
Lenin
respondía ilustrando cómo el derecho a la autodeterminación reducía las
tensiones entre los grupos oprimidos de distintas nacionalidades. Tomaba en
cuenta la fraternidad lograda entre los trabajadores de Suecia y Noruega, luego
de la separación pacífica de este último país.
El
impulsor de los soviets defendía ese derecho sin aprobar necesariamente la
secesión de los distintos países. El aval a cada propuesta dependía del
carácter genuino, mayoritario o progresivo de esa reivindicación (Lenin 1974b:
26-90).
Es la
misma distinción que en la actualidad puede establecerse entre los reclamos
ficticios (kelpers de Malvinas), las
balcanizaciones pro-imperiales (ex Yugoslavia) o los divorcios territoriales
elitistas (norte de Italia, Flandes), con las exigencias nacionales legítimas
(kurdos, palestinos, vascos).
El
antidependentismo repite los errores de Luxemburg, al contraponer demandas
nacionales y sociales como si fueran anhelos antagónicos. Sólo registra la
centralidad de la explotación de los asalariados, sin notar que existen
innumerables formas de opresión racial, religiosa, sexual o étnica. Todas
inducen a resistencias que Lenin buscaba empalmar con la lucha proletaria.
Algunos
autores afirman que el dirigente ruso promovió sólo la autodeterminación en el
plano político, sin extenderla a la esfera económica. Reivindican esa
aplicación limitada del concepto y rechazan cualquier parentesco con la batalla
por la segunda independencia de América Latina. Consideran que esa propuesta
contiene reclamos económicos inapropiados y nacionalistas (Astarita 2010a: 118,
293-296).
Pero
Lenin nunca aceptó ese tipo de distinciones abstractas. Por eso objetaba
cualquier razonamiento de la autodeterminación centrado en su viabilidad
económica. En lugar de especular en torno a ese grado de factibilidad,
convocaba a evaluar quién y cómo impulsaba el reclamo de soberanía, para
distinguir exigencias válidas de usos pro imperiales de los sentimientos
nacionales (Lenin 1974a: 99-120;1974b: 15-25).
La
batalla por la segunda independencia encaja con esa postura del líder
bolchevique. Retoma un objetivo regional de emancipación plena, que se frustró
en el siglo XIX con la balcanización de América Latina.
Al
registrar sólo el antagonismo entre el capital y el trabajo, el antidependentismo
navega en un océano de internacionalismo abstracto. Por esa razón no logra
percibir las diferencias básicas que oponen al nacionalismo progresivo y
regresivo.
Lo
que en el pasado contraponía a Mussolini o Teodoro Roosevelt con Sandino o
Lumumba, en la actualidad separa a la derecha de Occidente (Trump, Le Pen,
Farage) del antiimperialismo latinoamericano (Chávez-Maduro, Evo Morales).
Lenin resaltaba esa distinción para delinear estrategias políticas, que son
ignoradas por los críticos de la teoría de la dependencia.
Proletariado mítico
La
principal acusación política del antidependentismo contra sus adversarios era
el desconocimiento del rol protagónico de la clase obrera. Atribuían esa
omisión a las influencias del tercermundismo o del lumpen-proletariado (Sender,
1980).
Pero
esa caracterización no apuntaba a precisar los sujetos dirigentes de un proceso
revolucionario, sino a definir caminos de modernización del capitalismo. La
proximidad del socialismo era avizorada en estricta relación con el peso creciente
de la clase obrera bajo el sistema actual. Por eso resaltaban la preeminencia
del proletariado sobre otros actores populares (Harris, 1987:183-184, 200-202).
Con
ese razonamiento suponían que la emancipación de los trabajadores emergería de
un proceso opuesto de afianzamiento de la opresión burguesa. Cómo podrían
liberarse los explotados de un sistema que consolida su sujeción era un
misterio irresuelto.
Esa
tesis remarcaba también el protagonismo de las economías desarrolladas -con
mayores contingentes de asalariados- en la gestación del socialismo. De esa
forma ignoraron que en el siglo XX las revoluciones se localizaron en las
regiones afectadas por desequilibrios capitalistas más agudos.
En
ese enfoque antidependentista el liderazgo proletario no implicaba promover
cambios radicales. Al contrario, intentaba apuntalar un modelo de socialismo
humanitario configurado a través de la acción parlamentaria. Estimaba que por
esa vía Occidente volvería a ilustrar al resto del mundo el sendero de la civilización
(Warren, 1980: 7, 24-27).
Esa
visión repetía la mitología euro-céntrica forjada por la socialdemocracia
alemana y los fabianos ingleses. Olvidaba hasta qué punto esa utopía fue
desmentida por las virulentas guerras y depresiones del siglo XX. Con alusiones
al comando del proletariado anticiparon el libreto socio-liberal de Felipe
González y Tony Blair.
La
preeminencia de la clase obrera fue particularmente enaltecida como antídoto a
cualquier contaminación de antiimperialismo. Con ese fanatismo antinacionalista
Warren se opuso a la lucha de los irlandeses del norte (católicos) contra la
ocupación inglesa . Rechazó la unificación nacional de la isla y aprobó la
postura de las corrientes protestantes leales a la monarquía británica
(Proyect, 2008; Ferguson, 1999; Munck, 1981).
Esa
actitud pro-imperialista coronó un imaginario de pureza proletaria, que
otorgaba a los trabajadores localizados en las principales economías de
Occidente, una función tutora del socialismo internacional.
Las
tesis del invariable protagonismo obrero presentaron en los años 70 un cariz
diferente en América Latina. Fueron promovidas por pensadores identificados en
los ambientes militantes con la denominación de socialistas puros. Se oponían a
cualquier estrategia que incluyera programas u organizaciones antiimperialistas
y promovían procesos revolucionarios con dinámicas exclusivamente socialistas.
Ese
enfoque bregaba por la recreación exacta del bolchevismo, en polémica con la
estrategia por etapas del comunismo oficial y la extensión del modelo cubano,
que propiciaba el marxismo dependentista.
El
socialismo puro reivindicaba un esquema de soviets obreros contra las
“deformaciones” introducidas por las revoluciones con preeminencia de
campesinos (China, Vietnam) o clases medias radicalizadas (Cuba). Estimaba que
esa sustitución del liderazgo proletario generaba los principales desaciertos
contemporáneos del proyecto socialista.
Ese
enfoque combinaba dogmatismo, miopía política y gran irritación con el curso de
la historia. En lugar de registrar el papel revolucionario jugado por una
amplia variedad de sujetos oprimidos, descalificaba las grandes
transformaciones anticapitalistas por su desvío de una trayectoria
sociológico-clasista presupuesta.
Suponía
que una revolución carecía de atributos socialistas, si el lugar del
proletariado era ocupado por otro segmento popular. Esta visión polemizaba con
los defensores de la revolución cubana, en las tácticas y estrategias a seguir
en los distintos países.
Esas
caracterizaciones del proletariado latinoamericano -concebidas para afinar
caminos de captura del poder- han desaparecido del debate actual. Persisten las
críticas a las teorías que “rebajan” el papel del proletariado (Iñigo Carrera,
2009: 19-20), pero son expuestas en términos abstractos y sin ningún parentesco
con experiencias reales.
Ya no
aluden a acontecimientos políticos próximos. Navegan en universos
fantasmagóricos carentes de anclaje en la acción de los trabajadores. Exponen
ideas más conectadas con la deducción filosófica que con el razonamiento
político.
Las
críticas actuales están desligadas de los fundamentos postulados por el
socialismo puro. No apuntan a demostrar la superioridad del proletariado frente
a otros sectores oprimidos.
Al
despegarse de ese pilar, los cuestionamientos carecen de relevancia para
cualquier batalla por el socialismo. Esa pérdida de brújula vacía los
argumentos de su vieja pretensión de apuntalar a las corrientes
revolucionarias, en la disputa con el reformismo.
Un
proceso análogo de evaporación del sentido de la crítica se verifica en las
discusiones de la economía marxista, entre los intérpretes de la tendencia
decreciente de la tasa de ganancia y los teóricos del subconsumo. En los años
70 esa controversia suscitaba pasiones, entre quiénes percibían el debate como
una expresión de la batalla entre revolucionarios y reformistas. Se suponía que
la primera tesis conceptualizaba la incapacidad del capitalismo para otorgar
mejoras y la segunda aportaba fundamentos para esa posibilidad.
En la
actualidad ambas tesis brindan elementos para comprender la crisis, pero no
expresan los contrastes políticos del pasado. Cualquier revisión de esa
polémica debe ser situada en el nuevo contexto.
Lo
mismo ocurre con las críticas a las omisiones de clase por parte de la teoría
marxista de la dependencia. Esas objeciones ya no son formuladas en función de
los viejos debates sobre el rol dirigente del proletariado en la revolución
socialista. Por eso muchas controversias aletean en el vacío, sin ninguna
dirección.
Socialismo globalista
La
valoración de los intentos de socialismo del siglo XX es otro terreno de
cuestionamiento al dependentismo marxista. Algunos piensan que ese proyecto
estuvo condenado al fracaso desde su nacimiento. No sitúan la falla en el
totalitarismo burocrático de la URSS, sino en la mera existencia de un modelo
que intentó saltear etapas de maduración capitalista (Warren, 1980:116-117).
Otros
pensadores atribuyen el mismo resultado a la preeminencia de objetivos de
liberación nacional, en desmedro de las metas socialistas. Estiman que esas
carencias quedarán superadas en un futuro socialista precedido por la expansión
global del capitalismo. Observan la globalización neoliberal como un promisorio
anticipo de ese porvenir y ponderan el entrelazamiento internacional de las
clases dominantes (Harris, 1987: 185-200).
Esa
mirada identifica el curso actual con procesos crecientemente homogéneos.
Suponen que las jerarquías globales se disolverán, facilitando la introducción
internacional directa del socialismo.
Este
diagnóstico explica la hostilidad hacia la teoría marxista de la dependencia,
que subrayaba la preeminencia de tendencias opuestas hacia la polarización
mundial del capitalismo.
La
presentación de la globalización como un prólogo del socialismo universal
asombra por su grado de fantasía. Es evidente que la mundialización neoliberal
es el intento más reaccionario de preservación del capitalismo de las últimas
décadas. Es ridículo suponer que las inequidades tenderán a desaparecer, bajo
un modelo que genera monumentales fracturas sociales a escala mundial.
Warren
y Harris invirtieron el sentido básico del marxismo. Transformaron una
concepción crítica del capitalismo en su opuesto. Convocaron a la mesura en las
denuncias del capitalismo, olvidando que ese cuestionamiento es el cimiento
básico de cualquier proyecto socialista.
Su
insólito modelo de socialismo globalista ha desaparecido del mapa político.
Pero los principios de su enfoque perviven en el antidependentismo actual. Al
descartar el componente nacional de la lucha en la periferia, ignorar la
progresividad de las conquistas soberanas y desconocer las mediaciones
antiimperialistas, esa vertiente supone trayectorias anticapitalistas
equivalentes en todos los países.
Mientras
que el marxismo dependentista concebía distintos eslabones intermedios para la
estrategia socialista, sus críticos sólo ofrecen esperanzas de irrupción
repentina de ese sistema a escala mundial.
Ese
supuesto de mágica simultaneidad está implícito en la ausencia de programas
específicos para una transición al socialismo en América Latina. Desechan estos
caminos estimando que la desconexión del mercado mundial, recrea ilusorias
variantes del socialismo en un solo país (Astarita, 2010b).
No
perciben que esa estrategia fue elaborada para promover una secuencia combinada
de superación del subdesarrollo y avances hacia la igualdad social.
Esa
expectativa se apoyó durante varias décadas en experiencias reales. No fantaseó
con mágicas irrupciones del socialismo en todos los países, a través de
contagios inmediatos o apariciones simultáneas. Tampoco esperaba padrinazgos
occidentales o desenlaces planetarios dirimidos en un sólo round.
Es
cierto que el socialismo no puede construirse en un sólo país. Pero esa
limitación no implica renunciar al inicio de ese proceso, en el marco imperante
en cada circunstancia. Si se desconoce ese basamento nacional y se concibe al
socialismo como un ultimátum (en todas partes y ahora o nada), no hay espacio
para desenvolver estrategias políticas factibles.
Los
exóticos modelos de socialismo global se inspiraron también en vertientes
objetivistas del marxismo. Razonaban en términos positivistas, idolatrando un
patrón de evolución identificado con el avance de las fuerzas productivas. Ese
criterio indujo a los críticos iniciales del dependentismo a reivindicar la
expansión del capitalismo y a objetar cualquier freno de esa pujanza.
Imaginaban
un proceso ascendente de maduración bajo el liderazgo de segmentos civilizados
de la clase obrera. Con ese razonamiento actualizaban el positivismo
gradualista de Kautsky-Plejanov, en una novedosa variante del menchevismo
global.
También
los socialistas puros concibieron un esquema de cursos progresivos, en función
de la incidencia de cada proceso sobre el desarrollo de las fuerzas
productivas. Aprobaron lo que apuntalaba y criticaron lo que obstruía ese
desenvolvimiento, jerarquizando la esfera abstracta de la economía en desmedro
de la lucha popular.
Los
continuadores de esa mirada no logran formular reflexiones constructivas sobre
el proyecto socialista. Se limitan a exponer críticas sin plantear respuestas
positivas a los problemas en debate. Por eso eluden cualquier sugerencia de
alternativas a las teorías cuestionadas.
Con
esa sucesión de rechazos obstruyen la continuidad de los fructíferos caminos
abiertos por el dependentismo de los años 70. Ese curso contiene muchas áreas
de estimulante investigación. En nuestro próximo texto estudiaremos uno de esos
senderos: el subimperialismo.
Resumen
La
contraposición de la teoría de la dependencia con el pensamiento socialista
desconoce la continuada brecha entre economías subdesarrolladas y avanzadas.
Supone inexistentes relaciones de interdependencia e ignora los estudios
críticos de la industrialización latinoamericana que anticiparon la expansión
asiática.
El
estancacionismo fue un defecto de la heterodoxia y no de los teóricos marxistas
de la dependencia. Evitaron tanto la fascinación con la competencia, como el
análisis de los precios con criterios de manipulación monopólica.
La
ley del valor y el registro de distintos grados de acumulación no alcanzan para
esclarecer el subdesarrollo. Las transferencias de recursos explican la
estabilidad de las fracturas mundiales. Esos drenajes bloquearon la
canalización industrial de la renta agraria de Argentina.
Negar
la convergencia de batallas antiimperialistas y anticapitalistas impide
comprender la dinámica socialista. Ese empalme reapareció en rebeliones
latinoamericanas e impugnaciones del endeudamiento externo, objetadas por el
internacionalismo abstracto. Esa postura olvida el enfoque anticolonialista que
maduró Marx y la distinción entre nacionalismo progresivo y regresivo que
postuló Lenin.
Con
mistificaciones del proletariado e idealizaciones del modelo bolchevique
resulta inentendible lo ocurrido en el último siglo. Conviene superar los
razonamientos positivistas en torno a las fuerzas productivas, que conducen a
fantasías de globalismo igualitario y repentino. El socialismo es un proyecto
con transiciones y mediaciones antiimperialistas.
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