Especial para La Página |
Ayer estaba leyendo a Isaiah Berlin y me acordé de cómo fue
educado Bertrand Russell. También me acordé de cómo educaron a Michel de
Montaigne. Cierto es que para ser un gran escritor, no hay que poseer mucho griego
y latín. Un ejemplo de lo anterior, es William Shakespeare.
Casi nadie conoce sus sonetos, y se dice que están dedicados
a un ser fantasmal. No lo sé y creo que será mejor no saberlo. No seamos
imprudentes, no echemos a perder las cosas con nuestro moderno y torpe afán de
acción (complejo de minero).
Isaiah Berlin, como todos nosotros los intelectuales (ese
"nosotros" sería odiado por nuestro biografiado), llevaba sangre
judía en sus venas. Llevar en la sangre el conocimiento del ardor polaco, ardor
sazonado en el gueto, en Treblinka, en los laberintos de Kafka y en el Cantar
de los Cantares, asegura buen solar, gloria e idealidad.
Leído en Oxford, Berlin solía escuchar los debates dados
entre hombres como Bertrand Russell y Moore. En las aulas de Oxford, además de
oírse los nombres de Berkeley, de Hume o de Locke, resonaban los nombres que
redondeaban el Círculo de Viena, nombres como el de mi estimado Ludwig
Wittgenstein.
Isaiah Berlin aprendió a distinguir proposiciones
verificables, falsas y verdaderas. El pensador de Viena, Wittgenstein, sostenía
que una proposición que no podía ser proferida con claridad, tenía que ser
acallada. Claridad o muerte (véase el axioma inicial de las Bemerkungen).
Cuando el empirismo es aplicado al lenguaje, nace el
verificacionismo y nace la fenomenología gramatical. Si sólo habláramos sobre
los asuntos que ya se han pronunciado, el conocimiento no avanzaría, decía el
poeta Ezra Pound. Hablar sobre lo obnubilado, sobre lo que está más allá de lo
físico (metafísica), es enunciar oraciones sintéticas y a priori, según las
viejas enseñanzas de Kant.
Tanto los ingleses en Oxford como los vieneses, asegura
Berlin, creían en una verdad absoluta, única, similar a la que imaginó
Parménides. A este afán se le llama monismo. El monismo pretende reducirlo todo
a la unicidad. Contrariamente al monismo, se encuentra el relativismo, que es
un mero caos. Entre estas dos doctrinas, está el pluralismo. Como observaba
Berlin, hemos cambiado a los dioses por "ismos".
Seguimos en la época de las cavernas, de los foros oscuros,
de los ídolos de muerte, de los teatros de la crueldad y de las tribus
beligerantes. Ante este caos, tenía que nacer el romanticismo, representado en
la vida de Lord Byron.
I. Berlin recuerda que leyó a dos autores que cambiaron su
vida. El primero, fue Herder, mientras que el segundo fue G. Vico, el pensador
italiano que señaló nuestro Instinto de Animación. Al leer a estos dos autores,
Berlin aprendió que el lenguaje imperativo, persuasivo, apabullante y
estruendoso de los monistas, es como una escalera, pues nos sube a las alturas
para luego retirarse.
¿Qué hacemos cuando estamos en las alturas y no podemos
bajar? Olvidarnos de los problemas concretos, que son problemas del lenguaje.
Cito una poesía que me repetía mi abuela y que habla de las alturas:
"Se aferra al peñasco con garras encorvadas,
cerca del sol, en tierras solitarias".
cerca del sol, en tierras solitarias".
Así, como canta Tennyson, es el monismo, es un águila que ha
dejado de mirar hacia bajo y que se muere de hambre porque ya no sabe cazar. Y
no sabe cazar por estar tanto tiempo en las alturas. Recuerdo que Piero Srafa
le hizo un gesto a Wittgenstein y que luego lo invitó a interpretarlo
lógicamente. Wittgenstein no pudo con el reto y perdió (tal vez traía anotado
en un papelito que quería perder).
Cuando lo ilógico tiene sentido o cuando lo irracional es
real, entramos en un mundo de maravillas, en uno como el imaginado por Lewis
Carroll. En el mundo del matemático que inventó a Alicia y al rey que imaginaba
a Alicia, los pasteles primero se reparten y luego se cortan. Eso es justo lo
que hace el lenguaje, repartir significados antes de darle significaciones al
mundo. No veo asombro en esto, pues Marx escribió hace mucho que los filósofos
tienen que cambiar, no interpretar el mundo.
En el libro de Carroll, una señora llora y sangra antes de
pincharse el dedo, facsímil a lo que sucede con los enunciados sintéticos a
priori. Todo esto me parece extremadamente normal. Tal vez estoy loco. Pero sé
que no soy el único desquiciado.
Herder renunció al academicismo de Kant, se hizo amigo de
Goethe, fundó el Sturm und Drang y restauró el gusto por la literatura popular,
que es ilógica, irracional, antitética. Vico, lectura constante de Berlin, pasó
de la Medicina al Derecho y al revés, dio clases de retórica en la Universidad
de Nápoles y dijo que el "cogito" de Descartes sólo enunciaba la
existencia del hombre, no su esencia.
Herder, Carroll, Vico, Berlin, Wittgenstein, todos estaban
locos, es decir, equivocados. Y estar en el error es estar en medio de lo
posible y de lo probable (es estar equidistante de todo, es ser libre). Otro
pensador que ha reflexionado sobre el pluralismo y sobre la utilidad del
lenguaje, es José Ortega y Gasset. Este pensador sostenía que jamás somos
originales y que siempre somos herederos de alguien o de algo (heredamos el
lenguaje, decía Bajtin).
Y como herederos tenemos la responsabilidad de acrecentar lo
que hemos recibido. Un pensador ruso, citado por Berlin, se pregunta: ¿en dónde
está la canción antes de ser cantada? La canción nace cantándose, así como la
inteligencia nace escribiendo, pensando, ensayando (Arendt escribía ensayos,
decía, para pensar, y Freud vociferaba que pensar es ensayar el acto).
Las conferencias de Berlin, los artículos de Ortega y Gasset
en El País, en El Imparcial y en El Sol, así como las historias griegas de
Russell, han servido para perfeccionar nuestro idioma, un idioma humano que
sirve para adentrarnos en otros códigos culturales, éticos y estéticos.
Al conocer la Historia, que es una especie de emoción
colectiva transferida al guarismo, comprendemos qué y quién nos controla,
conocemos la libertad, tema que tanto apasionó a Berlin. Es viernes, luego, es
hora de perderme en la bebida.