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Es tiempo de hacer o deshacer en Siria: o vendrá la guerra o
algo similar –meses o incluso años de continua lucha sangrienta–, o habrá
conversaciones, acuerdos para repartir el poder y algo así como la paz. El sábado
(14 de abril de 2012) por la mañana, una resolución del Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas para enviar una modesta avanzada de un equipo de monitores a
Siria fue aprobada con el voto de Rusia.
Previos intentos de emitir
resoluciones sobre Siria –por ejemplo, para condenar el uso de la violencia
contra manifestantes civiles por parte del régimen—fueron detenidos en forma
consistente por vetos de Rusia, el principal aliados del régimen de Bashar
al-Assad, y por China, que, sin lograr nada original en lo que hace una
política para Siria, se ha contentado con la mera imitación de las posiciones
de Moscú. Esta vez, el voto fue unánime.
En el año que pasó desde que comenzó el ciclo de violencia
en Siria, al menos nueve mil personas han muerto, una figura que crece en
forma angustiante cada día y que cada vez con más certeza luce como el camino a
una guerra civil completa. Por el momento, la mayor parte de la matanza es
realizada por el régimen, mediante el uso de una fuerza abrumadora contra una
oposición dispar y ligeramente armada y aquellos civiles que por casualidad se
hallan en el medio. En los últimos dos días, después de que el régimen acordó
un cese del fuego –parte de un ambicioso plan de paz propuesto por Kofi Annan,
el ex secretario general de la ONU , que todavía está siendo escrutado por
Assad y los rusos—ha habido más muertes, pero menos que las decenas diarias
usuales. Es un repiro bienvenido, pero todo está, todavía, ominosamente,
colgando de un hilo. Las apuestas son muy altas.
La nueva resolución de la ONU es un avance diplomático
importante, aunque sus resultados inmediatos serán probablemente muy modestos,
y la iniciativa toda bien puede colapsar en fracaso muy rápidamente. Como parte
del plan de paz, Assad debe retirar sus fuerzas militares de los barrios y
pueblos asolados que actualmente ocupan y desde los cuales bombardean y
aplastan ahora mismo a los rebeldes a capricho. Parece demasiado esperar que lo
haga, habiendo ganado con sangre ese mismo terreno desde que comenzó su
ofensiva militar a nivel nacional hace dos meses y medio, tras el fracaso de
una previa misión internacional de observadores —esa vez, una tarea de un mes a
cargo de diplomáticos de la Liga Árabe.
La perspectiva de que un grupo de “observadores” de la ONU
podría, de algún modo, prevenir el derrame de sangre puede parecer
deprimentemente risible, en vista de las funestas demostraciones en otras
arenas violentas de la era moderna (Kigali, Srebrenica y Dili vienen a la
mente). Aun así, esta es la primera ofensiva que la ONU ha logrado armar desde
que despachó a Annan allí para comenzar su diplomacia de ida y vuelta, y existe
siempre la esperanza de que, de algún modo, con la ONU en el terreno, no sea
convertido en idiota útil del régimen sino que de verdad consiga articular algo
así como una poderosa fuerza de contención e, incluso, proveer los medios y
caminos políticos para que los sirios lleguen a un acuerdo y encuentren la paz.
Qué cosa digna de ver sería esa: unas Naciones Unidas de las que estar
orgullosos.