Antonio Machado @ Antonio Burgos |
Especial para La Página |
Las cuerdas, apuntó Goethe, sirven para hacer liras, pero
también para hacer arcos y para disparar flechas. Esta analogía me hace pensar
en el lirismo, que no es otra cosa que el desarrollo poético de la lira,
instrumento musical apto para expresar los sentimientos humanos, que son
delicados para la burda y enorme mano de Dios.
Sólo Aldous Huxley supo enseñarme el arte de la apreciación
vibrante. De él aprendí a escuchar los diálogos o los triángulos comunicantes
que urde la música. Tradicionales señoras de madera, modernos precursores
(percusiones) de aluminio, trémulas melodías y graves sonoros, conversan,
versan, versifican.
"Cave
musicam", solía decir el somnoliento e insolente Nietzsche. La música
paraliza, sublima, es decir, amenaza. Pero sólo la música nos traslada hasta la
realidad, enseñaba Schopenhauer, filósofo que jamás olvidaba interpretar alguna
pieza del itálico Rossini.
Si la arquitectura tira hacia arriba y hacia abajo, según
las locas definiciones de Simmel, la música tira hacia los lados (las orejas,
en su afán aprehensivo, estiran nuestro rostro). Para mí, después del piano de
Bach, de las óperas de Puccini, de los violines de Vivaldi, de los remolinos de
Brahms y de las cacofonías de Bécquer, está la música española.
Hace mucho tiempo tenía la costumbre de asimilar la
elocuencia de la guitarra de Paco de Lucía. Perdí el gusto por sus cuerdas por
culpa del ambiente que me rodeaba, lleno de ruido, humo, claxons y mujeres
histéricas. Cuando escucho Río grande, escucho hablar a España y escucho la
poesía de Antonio Machado. Dice el andaluz:
"Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se oscurece,
y el camino, que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece".
en los álamos del río.
La tarde más se oscurece,
y el camino, que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece".
La música que deleita a los expertos no es nocturna, no es
diáfana. La gran musa es crepuscular, mediana, meridional. Esta reflexión me
recuerda los argentinos alegatos sobre el tango, un tango que no determina su
tristeza o su alegría. El tango es "llorón y cansado", como dice un
verso de Carriego. Y los niños llorones arden en ira y apagan su ira con óptica
agua salada.
La música nos oscurece y nos va hipnotizando, cual
serpientes ("serpea y débilmente blanquea"), hasta dejarnos
abandonados en nuestro interior. Y ya que estamos ensimismados, según la famosa
expresión de Ortega y Gasset, percibimos que somos turbios, que nuestro
espíritu no tiene rostro (Hume).
Y en la turbulencia hay que nadar, hay que remar con
cinceles o pinceles, hay que hacer algo, lo que sea, como sucede en un episodio
de Poe, en el que un personaje atrapado en el Maelstrom lucha contra la
subliminal fuerza de la naturaleza. Embebidos en la geometría asimétrica de la
música nos olvidamos de nosotros, de nuestra casa, de nuestra familia.
Contemplar, es decir, templarnos con algo o en algo, es la
máxima experiencia estética. Pero esta experiencia no puede durar demasiado,
pues enloqueceríamos. De aquí que los artistas, hombres acostumbrados al
desapego o apegados a las cumbres, lleguen a cantar como Antonio Machado:
"Mi cantar vuelve a plañir:
aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada".
aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada".
Esta nostalgia la podemos experimentar escuchando Zorongo
gitano o Entre dos aguas. España vive en los crescendos, en las espirales de dichas melodías (¿melodías o
melodramas?), pero sobre todo vive en los silencios.
El silencio, ése gran suspiro de la música, determina
cuándo, cómo y en dónde termina el presente, el pasado o el futuro. La
contemplación musical nos diluye el tiempo. En cada nota, en cada tono o en
cada rasgueo de nuestra avispada guitarra, va implícito un pasado inmediato (un
eco), un presente soñado (una fricción) y un futuro que se avecina (un
respiro).
La música, según la creencia popular, es temporal. Pero en
realidad la música es pura simultaneidad. Sin retener en la memoria el tono
anterior y sin imaginar el devenir de un tono consecuente, sería imposible el
ritmo, la cadencia. Sólo el silencio de las musas bifurca o tritura una opereta
o una sonata. Por eso Machado escribió esto:
"Y todo el campo un momento
se queda mudo y sombrío,
meditando".
se queda mudo y sombrío,
meditando".
El poeta Machado, profesional de la música escrita, sabía
que sin esta breve y campesina meditación resulta imposible que el lector
sienta el tiempo comprimido de la narración poética (Ricoeur buscó en la obra
de Proust la esencia del tiempo).
Enmudecer, o mejor dicho, practicar la mordacidad, es abrir
un espacio para la interpretación. Sin silencios el receptor de la música no
alcanza a fijar puntos en el tiempo y en el espacio, y así, cae en el vértigo
(el quieto de Kant, el nauseabundo de Sartre o el colérico Schopenhauer,
afirmaban que lo vertiginoso o lo móvil es contrario a lo específico, a las
"species", a los arquetipos platónicos).
Sólo cuando podemos relacionar un sonido con un recuerdo,
nacen los sentimientos. Una melodía es como un escalpelo que abre nuestra
memoria para extraer similitudes. La música, como la poesía, redistribuye
emociones (Boulez), oprime al enamorado (Otelo), exalta al mediocre (Wagner),
justifica al héroe (Carlyle) y reprende al haragán (Brahms). La música es una
conjugación, es decir, un juego dialéctico. Huxley, en su Contrapunto, lo
explica mejor que yo. Regreso a mis labores.