El año 1984 llegó, sin que las cosas aparentemente hubiesen
cambiado demasiado en relación con lo que se vivía en 1949, cuando se publicó la novela de George Orwell, tras su retiro la isla de Jura, donde redondearía
su relato, el cual había empezado a rayar desde 1945, en los prolegómenos de la
Guerra Fría. La isla de Jura debía resultar para el escritor un sitio alejado
de la civilización y todo su malestar, para un hombre que pensaba que, tal vez,
había que dar marcha atrás y retornar a un mítico pasado, donde hubiera lugar
para el buen salvaje rousseauniano.
Tal vez, no percibíamos demasiado bien los cambios; de todas
formas, no nos estábamos bañando en el mismo río.
Esa falta de registro era quizás, por esa sensación de
continuidad que se da, en la medida en que los años parecieran estar tan bien
empatados, que ni se nota el empalme del uno con el otro.
Al final: 1984 [Película completa] |
En Brasil, se exigía un retorno a la democracia y terminar
de una vez por todas con el Régimen Militar, mientras en una Declaración en
Caracas, España y varios países democráticos de Latinoamérica calificaban la
Democracia como el mejor sistema político para los países de la región pero,
paradójicamente, España compraba misiles antiaéreos a Europa y, en Asia, comandos
palestinos no se quedaban quietos para atacar a Jerusalén y, en Afganistán, se
producía una amplia ofensiva de las fuerzas soviéticas.
Mientras tanto, el Tribunal Internacional de La Haya
sentenciaba a los Estados Unidos de América a que suspendiera el bloqueo a
Nicaragua.
Y, a finales del año, Indira Gandhi era asesinada y al mes
siguiente el Frente Sandinista de Liberación Nacional ganaba las elecciones
generales en Nicaragua.
En el campo de la tecnología la Apple Incorporation
comercializaba su primer ordenador personal.
En el terreno de la ciencia, una mujer estéril daba a luz
tras la implantación de un óvulo fertilizado en otra mujer.
A finales de la década anterior había nacido el primer
bebé-probeta, lo que parecía acercarse cada vez más a la ciencia-ficción, y el
nuevo decenio estaba lleno de entusiasmo por los nuevos adelantos técnicos de
la fecundación asistida.
Tales hechos promovían un nuevo discurso de la ciencia, que
sostenía con una lógica artificiosa, como bien lo señala Michel Tort, en su
obra El deseo frío. Procreación artificial y crisis de las referencias
simbólicas.
Para algunos el artificio era la continuación del movimiento
vital, mientras, para otros, su negación, en el debate que siempre ha habido en
Occidente alrededor del tema de la técnica; pero el apoyo de lo artificioso,
llegaría al culmen con la exaltación que haría de él, el profesor de medicina y
político francés, Jean-Louis Touraine cuando levantaba su voz en las siguientes
líneas:
"… pasado mañana, el desarrollo fetal será, desde el comienzo hasta el fin un proceso in vitro; se dará en una suerte de incubadora especial."
La fase de maduración fetal, que, aún, hoy debe hacerse
necesariamente en el útero, se reducirá poco a poco. Las primeras etapas del
desarrollo embrionario serán cada vez más fáciles de inducir y controlar en el
laboratorio… al feto no le será indispensable transitar más por un útero
femenino.
El parto existirá sin embarazo, en cuando se desarrolle un
método, que tenderá a generalizarse.
Al principio, sólo algunas mujeres lo usarán por causa de
enfermedades que contraindiquen el embarazo; después, otras lo harán por
elección personal y, por último, la mayoría reivindicará esa posibilidad.
Algunas, llevadas por sentimientos románticos o nostálgicos,
formularán objeciones de orden psicológico.
Sin embargo, ¿sería razonable deducir que el atractivo “retro”
y la poesía de un embarazo, “como en tiempos de la abuela” pesen más que las
posibilidades de la liberación de la mujer y el mejoramiento del control médico
sobre el feto?… Pese a su nostalgia, a ciertas críticas, nada podrá oponerse a
ese progreso.
Para la mujer será un nuevo paso a la conquista de una
libertad legítima, con una capacidad laboral y, una disponibilidad para el
ocio, iguales a las masculinas… Tanto hombres como mujeres asistiremos a una
considerable evolución psicológica después de la anticoncepción científica.
En esa nueva era, se desdibujará el rol privilegiado de la
madre en la educación de los más pequeñitos. El padre estará en pie de igualdad
con ella… Madre y padre seguirán el desarrollo fetal y su amor por el nuevo ser
irá creciendo a la par.
Por supuesto, existe el riesgo de que los responsables
políticos o grupos de personas se sientan tentados a ejercer una regulación
cuantitativa y cualitativa de los nacimientos. Habrá entonces que precaverse en
cuanto aparezcan las posibilidades técnicas, estableciendo una reglamentación
que impida cualquier uso nefasto.
Por poco, no nos lanzaban dentro del orgasmatrón de esa otra
disutopía, que nos mostrará Woody Allen en su película El dormilón, en 1973.
Pero lo que olvidaba el socialista, especializado en
inmunología, quien trabajaba en implante de tejidos fetales, para la
supervivencia de niños con síndromes de deficiencia inmunitaria, era que esa
elección personal, resultaba estrictamente programada por empresas encargadas
de la gestación, donde los psicólogos serían usados solamente para que los
sujetos pudieran elaborar el duelo por los tiempos pasados, en un mundo, cuya
artificialidad y control, no deja de recordar la Oceanía de George Orwell,
donde el amor mismo entre las parejas era asunto prohibido, en donde los
sujetos estarían alienados en el deseo de un gran Otro, en el deseo de una
“Ciencia” ideologizada por los aparatos del Estado , con modalidades
reproductivas ofertadas por el comercio, casi con un mercado de catálogo, con
alternativas del arrendamiento de útero y gestantes substitutas, algo
impensable, tal vez, para el propio George Orwell, cuya disutopía, Michael
Radford quiso homenajear al hacer una nueva versión cinematográfica, el mismo
año, del título a la pesadilla orwelliana, a la que el propio autor le había
dado otro nombre, El último hombre de Europa, el cual se cambiaría por asuntos
comerciales de las editoras, que la llamarían 1984.
Los cambios del futuro no resultaban tan inminentes como nos
lo querían hacer ver y creer las casas editoriales, así aún estuviéramos
aterrados con el desastre de Hiroshima y se temiera que tras la devastación por
los ataques atómicos, e intuyéramos que aunque se llegara a una abolición de la
armas atómicas, las guerras no terminarían porque mantener un conflicto
continuado, garantiza que los gobiernos puedan imponer su Poder absoluto,
quizás como sucede ahora en el 2012, sin que estemos aún del todo dominados por
un ordenador alocado puesto que los conflictos bélicos no parecen desaparecer
hoy en un lugar del mundo, mañana en otro, lo que garantiza que la masa pueda
pensar que está unida en el amor a sus patrias y a sus líderes, porque el
infierno son los otros, a los que habría que eliminar sin misericordia.
Quizás hubiera sido mejor que los editores le hubiesen sido
fieles a la idea inicial del escritor, pues al igual que la 2001, odisea del
espacio de Stanley Kubrick, la cinta que viéramos, por allá, en 1968, resulta
que estas obras de ficción, ocurren a tan pocos años de distancia en la
historia del tiempo, como para que los cambios en la realidad material no sean
tan substanciales.
Fue en esos tiempos de la década de mil novecientos sesenta,
cuando mi mano adolescente tomó de la biblioteca de mi cuñado, el libro de
pasta azul de Editorial Destino, que se convertiría en un hito de mi formación
intelectual.
Mucho me sorprendió cuando las imágenes de Radford,
coincidían con las que había creado mi mente adolescente, dada la fidelidad a
Orwell que encontré en el director de cine, nacido al igual que el novelista
inglés en la India, justo en los tiempos en que el escritor británico estaba
gestando la novela.
Sin duda, Radford da una ambientación a su versión fílmica
de la novela británica un toque muy naturalista, que supera en mucho a la
acartonada y sobreactuada interpretación de Michael Anderson.
Y considero que la elección de John Hurt para el papel de
Winston Smith, en contraposición con el Edmond O’Brien, nos transcribe más esa
suerte de rebelde camusiano, que no se resigna a ser el último hombre acrítico,
en conformidad con la vida de miseria que el Gran Hermano obliga a vivir a la
masa que domina, a través de cámaras de televisión omnipresentes, de la
falsificación de la historia, por parte del Ministerio de la Verdad, el
doblepensamiento y el perverso slogan que reza:
Quien controla el pasado
Controla el futuro;
Quien controla el presente,
Controla el pasado.
Como si la duración se deslizara por una banda como el signo
de infinito, regida por un poderoso control estatal, que cierra toda
posibilidad entre las gentes, unidas por un sincretismo y aprisionadas en una
suerte de perpetuo panóptico benthamiano, cosa bien distinta a la propuesta
psicoanalítica de mirar el pasado desde el presente para construir un futuro
distinto, sin la eterna repetición de lo mismo, como lo impone el Ingsoc, el
partido socialista inglés, que gobierna en la Oceanía orwelliana, que no da
cabida a que pueda surgir el superhombre nietzscheano, como ser humano que se
trasciende a sí mismo, porque lleva dentro de sí a un auténtico niño que quiere
jugar, como lo harían Julia y Winston Smith, en medio del bosque, al que
siempre quisieran regresar para poder ellos mismos y desarrollar lo más
auténtico de sí mismos, bajo el signo de un Eros que los atraviesa, en medio de
tanta, tanta muerte.
John Hurt no podía ser una mejor elección, para
transmitirnos la angustia de un ser inconforme frente a ese mundo absurdo, en
el le toca vivir, quien empieza a cuestionarse su papel en la sociedad cuando
trabaja precisamente para un paradójico Ministerio de la Verdad, encargado de
amañar la Historia a los intereses del gobierno despótico, que administra esa
distopía, creada por Orwell, para criticar todo totalitarismo, tanto de
derechas como de izquierdas.
Hurt es capaz de transmitirnos toda el malestar que lo
acompaña, con una mímica bastante mesurada, sin recurrir a sobreactuaciones
cargadas de histrionismo del Winston Smith de Michael Anderson, cosa que logra,
también de forma magistral, Richard Burton en el papel de O’Brian, el agente de
la policía del pensamiento, que prohíbe toda reflexión autónoma, al obligar a
un doble pensamiento, instrumentado con toda la ambigüedad de la neo-lengua que
se practicaba en Oceanía. con lo que se destruía toda posibilidad de
aproximarse a la verdad, por evidente que fuese, puesto que si el Poder del
Gran Hermano así lo requiriese, desde su pedestal de gran dictador, podría
hacer arbitrariamente que dos más dos fueran cinco, lo que implica una
enloquecedora transmisión de la más absoluta irracionalidad, orquestada desde
el Poder Estatal.
Sin duda, también habría que admirar la belleza, la
delicadeza y la sobria feminidad de Suzanna Hamilton, así en mi imaginación el
personaje de Julia fuera una mujer más fuerte que la suave actriz elegida por
Radford, quien de todas formas no nos presente a la gran dama, con toques
hollywoodescos de la versión fílmica de Anderson.
Julia, al igual que Winston Smith se arriesga, para vivir el
amor prohibido, que resultaba para el Gobierno de Oceanía, un gran pecado, un
gran tabú, por aquello que pueda de haber de subversivo en el hecho de que dos
seres se amen, ya que lo importante para un gobierno totalitario lo peligroso
es que los seres humanos creen vínculos, que se quieran y puedan pensar juntos,
y reprimiría con gusto al Mario Benedetti que cantaba:
Si te quiero es porque sós
mi amor, mi cómplice, y todo.
Y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos.
Ese amor singular, particular, es el único que da cuenta de
un pequeño brote de subjetividad y de intersubjetividad, que se opone a esa
fuerza transubjetiva, que anula a los seres humanos en medio de la multitud,
asimilados en una masa sólo puede amar al Yo ideal del Gran Hermano, que los
domina y trata de aniquilar lo más singular de cada persona, de tal forma que
sólo se tolera un gregarismo bestial, en un mundo donde otro de los grandes
slogans es:
La guerra es la paz;
La libertad, la esclavitud;
La ignorancia la fuerza.
Un universo en el que impera una liga antisexo, donde el
control emocional debe estar por encima al orgasmo, todo lo contrario de la
sex-pol reichniana, que tanta importancia da a la función orgásmica como
contrapartida de la plaga emocional, de la que participan los compañeros y
vecinos de Smith, como bien lo ilustra los personajes de la familia Parsons,
cuyo lenguaje pareciera proceder más de la laringe que del cerebro.
Winston y Julia, parecieran ser los últimos hombres de
Europa, donde se ubicaba la Oceanía de Orwell, en contraposición con Eurasia y
Estasia, según el mapamundi que podemos imaginar con los datos del escritor
británico:
"Pero no son los últimos hombres en el sentido de Federico Nietzsche, ya que ellos procuran trascenderse, de ser singulares en medio de la multitud, y, más bien tendríamos que pensar en qué consiste el humanismo orwelliano, para comprender el sentido del primer título de la novela, el original del autor, quien hubo de ceder a la presión de los editores."
Por José Luis Rodríguez sabemos que, entre 1936 y 1945, el
narrador británico enjuiciaba el humanismo como un concepto demasiado teórico,
pero tras el final de la Segunda Guerra Mundial, pareciera ser que el escritor
diera cabida a la idea de humanismo, en tanto reivindicadora efectiva de las
posibilidades perdidas por los sujetos, en tanto novelista crítico de las
condiciones de degradación a las que puede ser sometido el ser humano, mediante
una denuncia realista que se agudiza aún mucho más a partir de 1945, en un
mundo donde bastarían unas pocas toneladas de material radioactiva para que la
civilización fuera precipitada al infierno que le pertenece, palabras que
suenan demasiado fuertes pero que el escritor mantiene para señalar como los
seres humanos se desesperan agobiados por la violencia exterior, que los
sumerge en la miseria y la degradación, situación que Orwell quisiera
transformar de alguna manera, a pesar de estar tan decepcionado del socialismo
soviético, estancado en el cruel poder estaliniano, que había excluido el
concepto de Revolución Permanente, al expatriar y asesinar a Trotsky, ese gran
personaje histórico, al que pareciera aludir en la figura de Emmanuel
Goldstein, quien se opone a la fuerza del Gran Hermano en la novela orwelliana.
El universo del 1984, con su distorsión permanente de la
Historia, por parte del Ministerio de la Verdad, para el que trabaja Smith,
pareciera haber llegado a un Fin de la Historia, distinto al planteado por
Francis Fukuyama, en 1989, ya que está demasiado lejos de ser el mundo de la
Democracia Liberal, tan exaltada por el politólogo gringo, de origen nipón pues
aunque no haya un pensamiento único, al estar enfrentado con las cosmovisiones
de Eurasia y Estasia, ni que el ser humano haya alcanzado un gran bienestar
material, la Historia pareciera detenerse en la ideología de los Poderes
Centrales pero bien sabemos que la economía neoliberal tampoco nos ha conducido
a él, sobre todo cuando vemos al capitalismo hundirse en sus propias contradicciones,
sin que medie el enemigo comunista de la Guerra Fría pero, de nuevo, al que se
culpabiliza y se sanciona con recortes al Estado de Bienestar, más allá de toda
libertad y dignidad, por haber caído en las engaños de una Banca tramposa,
vendedora de ilusiones, que inducía al gasto, de tal manera que como antaño,
ante esa forma de violencia social, se induce el sentimiento de culpa, al igual
que en los terrorismo de Estado de los años del plomo argentino, como bien lo
denunciaron en su momento, psicoanalistas de la talla de Diana Kordon y Lucila
Edelman , al transmitir sus reflexiones, extraídas de una práctica social del
psicoanálisis, al escribir sobre los efectos psicológicos de la represión
política.
Si bien no vemos en una suerte de gran televisor la imagen
del Gran Hermano, como en el mundo de Orwell, vemos miles de imágenes que nos
ofrecen todo tipo de placeres, que privilegian el tener al ser, con una
impudicia que penetra hasta nuestras alcobas, y nos esclaviza a los productos
del mercado, con gadgets que se convierten en objetos que intentan atrapar
nuestro deseo transitoriamente, para reaparecer con nuevas seducciones, de una
forma tan invasiva que penetra hasta la intimidad de nuestras habitaciones, en
una puja que no pareciera tener fin, mientras estamos inmersos en un mundo de
íconos de las mercancías, donde las una pretenden abolir las otras, en una
suerte de orgía perpetua, siempre con la intensidad de sus encantos, signos sin
sujeto de la enunciación ni del enunciado, dejándonos en una permanente
confusión, a la que se añade la desinformación en un mundo, paradójicamente,
sobrecargado de información, lo que viene a ser otra forma de violencia social,
mientras somos atraídos por fetiches, como la huella dejada por la Gradiva de
Jensen, en una suerte de delirio, atrapados por nuevos usos del encantamiento,
donde todo es sólo un reino de superficie y apariencia, con un brillo rutilante
mientras, por otro, lado empieza a atacar solapadamente ese jinete de la
Apocalipsis del hambre y la penuria, para lanzarnos a un universo empobrecido
como el de la Oceanía orwelliana, tan bien captado por la cámara de Radford, a
la vez que se prepara el camino de la peste y una mayor alienación, con
recortes en salud y educación mientras las organizaciones del Poder económico,
se llevan todas de la ganar y hacen del pueblo un chivo emisario, en
situaciones verdaderamente enloquecedoras, que acaban por anular al sujeto,
como fue el destino final de Winston y Julia.
Vamos a ver con qué salen Ron Howard, Brian Grazer y
Shephard Fairy, ahora que pretenden una nueva versión fílmica de 1984, con la
intención de mostrarnos que muchas de las advertencias proféticas del escritor
inglés, se están cumpliendo de alguna manera pues la cinta, apenas se halla en
las primeras etapas de la producción.
NACIONALIDAD: Inglesa
GÉNERO: Drama Social/Cine político
DIRECCIÓN: Michael Radford
PRODUCCIÓN: Umbrella-Rosenblum Films Production / Virgin Beneleux / Virgin Schallplatten
PROTAGONISTAS: John Hurt como Winston Smith; Richard Burton como O’Brien; Suzanna Hamilton como Julia; Cyril Cusack como Charrington, el anticuario; Gregor Fisher como Parsons; Bob Flag como el Gran Hermano y John Boswall como Goldstein
GUIÓN: Michael Radford, Jonathan Gems. Sobre la novela homónima de George Orwell
FOTOGRAFÍA: Roger Deakins
MÚSICA: Dominic Muldowney
DURACIÓN: 123 minutos
GÉNERO: Drama Social/Cine político
DIRECCIÓN: Michael Radford
PRODUCCIÓN: Umbrella-Rosenblum Films Production / Virgin Beneleux / Virgin Schallplatten
PROTAGONISTAS: John Hurt como Winston Smith; Richard Burton como O’Brien; Suzanna Hamilton como Julia; Cyril Cusack como Charrington, el anticuario; Gregor Fisher como Parsons; Bob Flag como el Gran Hermano y John Boswall como Goldstein
GUIÓN: Michael Radford, Jonathan Gems. Sobre la novela homónima de George Orwell
FOTOGRAFÍA: Roger Deakins
MÚSICA: Dominic Muldowney
DURACIÓN: 123 minutos
1984 / Subtítulos en español, 1956