En el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York hay una
salita llena de trivia vienesa de fines del siglo dieciocho. Entre cucharas y
platos y abanicos rococó hay un busto escalofriante hecho en estaño. Es una
cabeza calva, de tamaño apenas mayor al de una cabeza natural, cosa que la hace
doblemente inquietante, porque además es una cabeza gacha: para verle los
rasgos hay que agacharse literalmente porque lo que nos ofrece si nos
mantenemos erguidos es la nuca, la tensión de los tendones del cuello, la
humillación desesperada de esa cabeza que rehúsa mirarnos. Lo primero que uno
piensa frente a ella es que pide a gritos que la saquen de esa sala atiborrada
de trivialidad. Lo segundo que uno piensa es lo que sería entrar en la misma
salita y que sólo estuviera ese busto: las paredes desnudas, la luz baja y esa
tremenda cabeza gacha. Y de ahí pasar a la salita siguiente, y de ahí a la
siguiente, y de ahí a la siguiente, y ver así las sesenta cabezas que esculpió
Franz Xavier Messerschmidt a fines del siglo dieciocho, en una cabaña perdida
en Bratislava, luego de ser despreciado por “temperalmente inestable” en la
corte de Viena.
El modelo de todas las cabezas era él mismo. Las hizo en
estaño porque era el material más barato de fundición (no podía pagar hierro o
bronce); algunas incluso quedaron en yeso; sólo pudo hacer un par de ellas en
mármol, con material sobrante de encargos. Su propósito era abarcar las sesenta
y cuatro expresiones posibles del rostro humano, es decir del alma humana,
según creía Franz Xavier Messerschmidt que había demostrado Hermes Trimegisto,
el padre del hermetismo, es decir de lo oculto. Por cosas así quemaban gente en
esa época. Pero Messerschmidt estuvo nueve años sacándose los demonios de
adentro sin que nadie le tocara un pelo. Digo sacándose los demonios de adentro
porque trabajaba de la siguiente manera: en torso desnudo frente a un espejo,
sometiéndose a tormentos corporales o psíquicos hasta obtener en su cara el
gesto que estaba buscando, para proceder a modelarlo frenéticamente en arcilla
con sus manos. Así día tras día, durante nueve años.
Todo lo que tenía adentro terminó saliendo, o habría terminado por salir, si no se hubiera muerto a los 47 años, cuando iba por la cabeza número 61. Murió de trastornos intestinales, léase que murió de muerte natural para su época, o para lo que su época pensaba de él: queriendo arrancarse las tripas para que cesara el dolor que lo comía por dentro. Pero los del Met y los del Louvre pagan cinco millones para tener uno de esos bustos y lo ponen en una salita con cucharas y abanicos y cajitas de música. Yo creo que en el Louvre y en el Met respiran aliviados cuando ceden el busto o dos que tienen arrumbados en esas salitas a alguna muestra itinerante de Messerschmidt. Nadie hasta ahora pudo reunir las sesenta piezas en un solo lugar (hay sólo 49 localizadas), y yo tiendo a pensar que en el fondo nadie quiere hacerlo: aun inconclusa, la obra puede tener efectos escalofriantes toda junta. En el mundo museístico actual nadie creerá en brujas pero nadie quiere morir retorcido de dolor, rogando que alguien le arranque las tripas de adentro.
Todo lo que tenía adentro terminó saliendo, o habría terminado por salir, si no se hubiera muerto a los 47 años, cuando iba por la cabeza número 61. Murió de trastornos intestinales, léase que murió de muerte natural para su época, o para lo que su época pensaba de él: queriendo arrancarse las tripas para que cesara el dolor que lo comía por dentro. Pero los del Met y los del Louvre pagan cinco millones para tener uno de esos bustos y lo ponen en una salita con cucharas y abanicos y cajitas de música. Yo creo que en el Louvre y en el Met respiran aliviados cuando ceden el busto o dos que tienen arrumbados en esas salitas a alguna muestra itinerante de Messerschmidt. Nadie hasta ahora pudo reunir las sesenta piezas en un solo lugar (hay sólo 49 localizadas), y yo tiendo a pensar que en el fondo nadie quiere hacerlo: aun inconclusa, la obra puede tener efectos escalofriantes toda junta. En el mundo museístico actual nadie creerá en brujas pero nadie quiere morir retorcido de dolor, rogando que alguien le arranque las tripas de adentro.
Ninguna de las cabezas de Messerschmidt fue exhibida en vida
del artista, y casi todo lo que se sabe de él es previo a la realización de
esos bustos. Preparado por sus tíos Johann y Jakob en las escuelas de Munich y
Graz, continuó estudios en la Academia Imperial de Viena, empezó a recibir las
primeras comisiones y encargos de la corte, se le anunció que lo harían
profesor titular de escultura en la Academia Imperial, todo iba viento en popa
hasta que le negaron ese puesto, por “temperamento inestable”. Su protector en
la corte, el caballero Meytens, acababa de morir, nadie se atrevía a controlar
al volátil Messerschmidt, se le ofreció una pequeña pensión para que se
retirara, es decir se fuera lejos. Ofendidísimo, Messerschmidt peregrinó sin
éxito por diversas cortes hasta que terminó alojado por uno de sus hermanos en
aquella cabaña perdida en Bratislava. Ya no aceptaba encargos, sólo esculpía
aquellos bustos de sí mismo. El rumor llegó hasta Viena y un tal Friedrich
Nikolai hizo el viaje hasta allí. Logró que Messerschmidt lo recibiera dos años
antes de morir. Es por Nikolai que sabemos que en aquella cabaña sólo había una
cama, una pipa, una flauta, un viejo tratado italiano sobre las proporciones
del cuerpo humano y la mesa y el espejo donde trabajaba el artista.
Messerschmidt confesó a Nikolai que, aunque era casto de nacimiento (para
entonces tenía 45 años), era diariamente asolado por presencias internas y
dolores intestinales cada vez peores. De ahí los bustos: para purgar. Lo suyo
era un duelo a muerte contra el Espíritu de la Proporción, cuya ira había
desatado por revelar lo irrevelable.
Messerschmidt murió en 1783. El itinerario de sus bustos es
incierto hasta que aparecen en público por primera vez, no en un espacio
dedicado al arte sino en el Bürgerspital, el hospital comunal de Viena. Los
tenía la Facultad de Medicina de la ciudad y no sabía qué hacer con ellos: si
bien eran fisonómicamente perfectos (hasta el día de hoy los críticos se preguntan
cómo hizo Messerschmidt para poder plasmar con tal vividez detalles que era
imposible que pudiese ver usando un espejo, o incluso dos espejos enfrentados),
los consideraban perturbadores para los estudiantes. No así para los enfermos
del Bürgerspital, se ve, porque allí quedaron hasta que en 1907 uno de los
expresionistas vieneses acudió allí enfermo y los vio y corrió la voz, y pasó
con Messerschmidt lo que había pasado con Hokusai cuando los impresionistas
descubrieron sus estampas japonesas, llegadas como curiosidades baratas a París
en 1870. Cabe agregar que una mano anónima había adjudicado títulos a cada una
de las cabezas, títulos que por inexplicables motivos sobreviven hasta el día
de hoy: “Llorar como un niño” se llama una de ellas, y uno queda esperando que
en cualquier momento surjan lágrimas de esos ojos aunque sean de metal; en
otra, titulada “Un bostezador”, cabría nuestro puño entero dentro de la boca
abierta; hay títulos que rozan la parodia (“Afligido por la constipación”, “El
fagotista inútil” o “Un olor intenso”); la estremecedora cabeza gacha se llama
“Hipócrita y calumniador”.
Egon
Schiele y Otto Dix admiraron a Messerschmidt. El psicoanálisis vienés se
hizo un festín diagnosticando sus trastornos. Los nazis lo consideraron arte
degenerado (pero entre las posesiones de Göring y otros jerarcas nazis se
hallaron algunos). La historia del arte lo usa para explicar el paso de la
escultura gótica a la neoclasicista. Messerschmidt hipnotiza a quien se le pone
enfrente, pero hasta el día de hoy nadie se atreve a que esa serie de bustos se
pueda ver tal como él quería que se viera: toda junta, sin títulos, una pieza
por sala, solitaria o enfrentada a otra en la penumbra, tal como surge lo más
recóndito que hay en nosotros cuando permanecemos el tiempo suficiente frente a
un espejo.