Especial para La Página |
¿Qué
se puede recordar de Oscar Niemeyer, el más famoso arquitecto brasileño cuya
obra artística ya forma parte del patrimonio de la humanidad? ¿La espléndida y
extraordinaria catedral de Brasilia? ¿El fabuloso Palacio da Alvorada? ¿La
imponente y magistral sede de las Naciones Unidas en Nueva York? ¿La majestuosa
Universidad Houari Boumediene de Argel? ¿La sorprendente Casa de la Cultura de
Le Havre? Niemeyer era un revolucionario del espacio, un subversivo de la
armonía, un eterno amante de lo insólito cuyas realizaciones suscitan pasión y
admiración por todo el mundo.
Pero
lo esencial está en otra parte. Si sólo se hubiera que recordar una cosa del
genial arquitecto, sería la lealtad a sus principios, la fidelidad de su
compromiso comunista y su amor por los pobres de la tierra. «Es necesario ante
todo conocer la vida de los hombres, su miseria, su sufrimiento para hacer
arquitectura, para crear», decía.
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Niemeyer
jamás ocultó su aversión por las injusticias de nuestra época y no dejó de
repetir que era importante emprender un «combate común por un mundo mejor». Y
la esperanza se encuentra en América Latina que debe convertirse en «un polo de
combate, un polo de resistencia contra el imperialismo estadounidense». Las
fuentes de inspiración son numerosas: la resistencia y la dignidad del pueblo
cubano frente a la despiadada agresión de Estados Unidos, el fervor y el
entusiasmo revolucionarios de los hijos de Simón Bolívar en Venezuela y el
regreso de Túpac Amaru a Bolivia, así como en el resto del continente.
Las
nuevas generaciones de artistas deben seguir el ejemplo de Niemeyer, que hizo
suya la máxima: «No hay arte sin ética», con esa permanente preocupación por la
suerte de los «condenados de la tierra». Gracias Oscar.