José Ramón Otero Roko
El Pop fue un movimiento cultural que dominó los códigos de
representación populares desde la década de los ‘60 hasta principios del siglo
XXI, cuando se extendieron las conexiones de alta velocidad a internet. Hasta
ese momento la industria modelaba los gustos de los consumidores, ofrecía
una serie de productos al mercado (musical, audiovisual, artístico) cuyo
valor se determinaba no por los costes de producción sino por el volumen de
ventas, desplazándose el criterio de ‘calidad’ de la Ilustración (de ‘valor’ en
el marxismo, de ‘trabajo’ en el anarquismo) a un criterio de comercialidad, de
capacidad de ser adoptado por un máximo de consumidores.
Con la llegada de la transmisión de datos a alta velocidad a
través de internet, ese modelo cultural se rompió. Las listas de “los más
vendidos” (sic) dejaron de ser una referencia fiable del grado de alienación de
los ciudadanos. El pop falleció y dejó de arbitrar el escaso tiempo de ocio de
la clase trabajadora y el gusto se volvió más libre, capilarizado en una
multitud de pequeñas células de intereses particulares que se distribuyen
horizontalmente a través de foros, webs, redes sociales y revistas
especializadas.
En 1966 el pop era contestatario. El hedonismo que proponía
se traducía en consumir por placer. Se ponía un precio a lo que podía divertir
o se alcanzaba pagando un precio monetario por ello. Hasta ese momento sólo las
clases dominantes habían sido las que conocían que todo se podía conseguir a
cambio de plata. Para el pueblo estaban reservados los códigos morales, los
diez mandamientos, el sacramento del matrimonio.
Con la llegada del pop, su código publicitaría que se podía
vivir la vida como la clase alta, o sea, en el capricho, en la pulsión,
obedeciendo únicamente al goce. Hoy, en medio de la crisis económica más brutal
del capitalismo, estamos en el camino de que los banales y los simples sean una
especie de frikis, piezas de museo que con su intrascendencia o su impostura
denuncian de algún modo el ancien régime, pero hace medio siglo éstos eran
la vanguardia de la disolución de los privilegios de clase, la conquista del
ocio para la clase trabajadora, igualándose, el día de paga, a los hijos de los
burgueses de Chabrol.
Cien margaritas
Las Margaritas (Sedmikrásky, Vera Chytilová, 1966) es
una de las películas emblemáticas de La Primavera de Praga. Surgió porque a un
nivel de vida de los trabajadores en el Este más alto que en Occidente, se unió
una apertura democrática que se tradujo en un margen más amplio de libertad de
expresión. Pero en el bloque del Este se enfrentaban a la misma vieja
moral que en Occidente. El placer y el hedonismo eran vistos como
desestabilizadores en una sociedad ordenada. La religión también había dejado
una honda huella en el socialismo y el sacrificio y la culpa eran pilares del
sistema, como lo era, y aún lo es, en sus enemigos.
Bajo una iconografía pop (colores, peinados,maquillaje,
vestidos), en Las Margaritas dos chicas de Praga juran hacer “el
mal”, que consiste en no trabajar ni estudiar, frecuentar a hombres mayores
para que les inviten a comer y guardar poco o ningún respeto por las
convenciones sociales. En su inocencia, Las Margaritas revela el alto
grado de bienestar del socialismo, pero también su falta de sofisticación y,
afortunadamente, su nulo acomodamiento al deseo más primario. Si Occidente
terminó por convertirse en una sociedad al servicio de los jóvenes, donde el
valor máximo del consumo es la satisfacción de las necesidades de ocio, en el
bloque socialista no existe esa oportunidad, el joven puede divertirse, pero
dentro de un orden que le proporciona la cobertura de todas sus necesidades
básicas (vivienda, educación, sanidad, alimentación) por parte del Estado, al
que debe devolverle, en forma de trabajo y estudio, los recursos que le
proporciona.
Las Margaritas no hacen nada de eso. Su deseo se
recorta de las fotografías de las revistas y se lo comen –literalmente–
embriagadas por saber que el privilegio al que aspiran va contra los principios
de su sociedad. En Occidente, el deseo se nutre de la misma manera, por
millones de jóvenes que devoran los iconos de las revistas en busca del
arquetipo de lo que no pueden ser. Pero en Occidente, queriendo tener algo
que (casi) nadie más posee, no se va en contra de ninguna norma moral, sino que
se afianza la base misma del sistema, siempre a la búsqueda de un producto
inalcanzable que estimule la productividad. Las chicas de Praga no podían salir
a comprar un billete de lotería para volverse ricas, su manera de acceder a
algún privilegio, sin trabajar para ello, es entrar por la puerta de atrás del
instinto, colarse en la trastienda de la burocracia gracias a su falta de
gravedad.
Y llegadas ahí, su propia intrascendencia denuncia la
trivialidad de la conciencia ante la prebenda, lo que en Occidente sería
“alcanzar el éxito”. Por eso ese afán de recortar, de romper, como la reina que
manda destruir todos los espejos excepto el suyo para que sea su belleza la
única que se refleje. Las Margaritas se acusan de ser corruptas, son
muy conscientes de que su posición deviene de un fuero en el que no cabe ni la
justicia, ni la valía. Creen que deben ser admiradas por un derecho que
corresponde a su nacimiento, pero están embriagadas por un poder que saben que
desequilibra la naturaleza. Sólo pueden pedir auxilio o soñar que restituyen el
mundo que les toca a la perfección, como a los alienados les parece que es el
orden que da forma al suyo.
La cultura pop trajo aparejada la noción, hoy ridícula y anti-cultural,
de best seller, de “película del año”, de hit. El tejido social que
sostenía el poder a los dos lados del muro se escandalizaba con la aparición de
un fenómeno que trastocaba su proyecto de que las siguientes generaciones
perpetuaran el modelo. El pop triunfó pero después agotó su ciclo cuando
el gusto por fin pudo ejercerse de manera democrática. Económicamente su éxito
fue tal que veremos muchos intentos de resucitarlo, y también descubriremos que
su capacidad de exportar pautas de comportamiento es tal que hará que durante
mucho tiempo los banales sigan teniendo su propia jaula en el zoológico, como
vedettes de una movida en la que el alcalde anima a coger sitio.