- No hay foto de Roth que consiga retratarlo por entero, y no queda más remedio que andar adivinándolo debajo de una tela de Otto Dix
- En las páginas escritas por ese judío borracho y mentiroso se cifraba la identidad de todos los ‘mitteleuropeos’ que quedaban en el planeta. Joseph Roth era lo único que les quedaba de ese mundo que habían perdido.
Juan Forn
En la Neue Nationalgalerie de Berlín hay un retrato de
Joseph Roth, pintado por Rudolf Schlichter, sólo que yace invisible a nuestros
ojos debajo de una tela de Otto Dix: dice la leyenda que Dix, que era vecino de
Schlichter, necesitaba una tela urgente y golpeó la puerta de su vecino, y
Schlichter le dijo que se llevara ésa porque Roth nunca le había pagado por el
retrato ni había querido quedárselo.
Hay poquísimas fotos de Roth, o quizá lo que pasa es que son todas tan contradictorias entre sí que quienes admiran la extraordinaria prosa que salió de su pluma entre 1920 y 1938 (“Yo no escribo cosas ingeniosas; sólo dibujo las facciones irregulares de esta época”) peregrinan hasta hoy a la Nationalgalerie y vagan de sala en sala tratando de adivinar sus facciones en las telas de Dix, tal como en los tiempos en que Roth estaba vivo y era el cronista mejor pago de su época iban al Romanisches Café de Berlín para verlo aunque fuese a la distancia. En esos casos, si uno se acomodaba cerca de los baños, tarde o temprano se acercaba un rubio flaco de ojos azules, que en elegantísimo alemán austríaco pedía: “Deme rápido 50 pfennigs”. Si se le preguntaba para qué, la respuesta era: “Para no orinarme en los pantalones. Le debo tanto al tipo de los retretes que no puedo entrar. Y no todos los caballeros pueden acordarse de sus viejas deudas”. Ese era Joseph Roth.
Hay poquísimas fotos de Roth, o quizá lo que pasa es que son todas tan contradictorias entre sí que quienes admiran la extraordinaria prosa que salió de su pluma entre 1920 y 1938 (“Yo no escribo cosas ingeniosas; sólo dibujo las facciones irregulares de esta época”) peregrinan hasta hoy a la Nationalgalerie y vagan de sala en sala tratando de adivinar sus facciones en las telas de Dix, tal como en los tiempos en que Roth estaba vivo y era el cronista mejor pago de su época iban al Romanisches Café de Berlín para verlo aunque fuese a la distancia. En esos casos, si uno se acomodaba cerca de los baños, tarde o temprano se acercaba un rubio flaco de ojos azules, que en elegantísimo alemán austríaco pedía: “Deme rápido 50 pfennigs”. Si se le preguntaba para qué, la respuesta era: “Para no orinarme en los pantalones. Le debo tanto al tipo de los retretes que no puedo entrar. Y no todos los caballeros pueden acordarse de sus viejas deudas”. Ese era Joseph Roth.
“Un hombre como yo
necesita dos clases de amigos: porteros y banqueros”, solía decir. “Cuento
entre mis amigos a los porteros de los mejores hoteles de Viena y Berlín, pero
soy incapaz de tener amistad con un banquero; esas personas no van conmigo
sencillamente”. Quizá por eso Roth nunca logró tener piso propio. Le parecían
“algo definitivo, una cripta”. Encerrado en una habitación, no se sacaba nunca
el abrigo y caminaba de un rincón a otro con las manos en los bolsillos y el
sombrero puesto, como un viajero impaciente en una estación de tren. En las
mesas multitudinarias de los bares donde se pasaba el día, en cambio, podía
decir de golpe: “Ahora quiero trabajar.
Pero los señores pueden seguir hablando con tranquilidad, no me molesta. Al
contrario; cuanto más silencioso es un lugar, más ruidoso me parece”.
Roth era demasiado nervioso para leer un libro hasta el
final. Sostenía que sólo lograba conocer al mundo cuando escribía y que todas
las buenas ideas le venían con alcohol (“Enséñenme
un buen pasaje de mi obra y les diré a cuál bebida se lo debo”). Cuando el
generoso Stefan Zweig ofreció pagarle una cura de desintoxicación, Roth dijo: “Lo hace para librarse de mí. Sabe que, sin
alcohol, yo no podría escribir una línea”. Su historia es archiconocida: el
pequeño judío pobre, borracho y mentiroso, oriundo de un shtetl de Galizia, que lloró más que todos los Habsburgos juntos el
fin del Imperio Austro-Húngaro. Llegado a Viena después de la Primera Guerra,
se hizo pasar por ex oficial de la guardia del emperador para conseguir un
puesto de preceptor con los hijos de una condesa (en esos tiempos usaba
monóculo), cuando mataron a Rosa Luxemburgo se hizo comunista, cuando viajó a
Rusia volvió furiosamente desencantado, abrazó y describió como nadie la
bohemia de Weimar y olió antes que ninguno lo que significaba para el mundo el
ascenso político de ese teutón, austríaco por error, llamado Hitler. Desde el
bar de un hotel rasposo de París, en 1933, luego de abandonar su país y romper
su pasaporte, escribió a sus compatriotas: “¿A
ustedes no les pasa que de repente no saben si están en un cabaret o en un
crematorio? Lo dijo Heine mucho antes que yo: donde se queman libros se queman
personas, más temprano o más tarde”.
El problema de Roth era que su visión del futuro desembocaba
en un desesperado anhelo de pasado: quería restaurar la monarquía de Habsburgo
en Austria. Quería convencer a Francia y a Inglaterra de que sólo así se
frenaría a Hitler, y a la vez intentaba, con el mismo escaso éxito, convencer
de su destino imperial al orondo príncipe Otto, que la pasaba bomba en el
exilio y sólo de vez en cuando acudía con desgano a las reuniones secretas de
los legitimistas en París, una pandilla de ancianos vestidos con el desdén
intencionado del aristócrata, que olían a ‘Yardley’ y a coñac y a naftalina, y
lloraban tiesos como estacas cuando Roth los llevaba con su verba a la cripta
de los capuchinos donde yacían los restos de su amado emperador: “Duerme en un sepulcro sencillo, aun más
sencillo y austero que la cama en que solía dormir en el palacio de Schonbrunn.
Yo lo visito porque es mi infancia y mi juventud, y el futuro que quería.
Kaiser de mi niñez, te he enterrado pero para mí nunca estarás muerto”.
Además de escribir las más extraordinarias crónicas de su
tiempo, Roth inventó, en su novela ‘La marcha Radetzky’, un personaje
increíble, un cabo polaco que salva al emperador en la batalla de Borodino y el
emperador lo hace noble (“Desde hoy serás
Joseph von Trotta”). El cabo Von Trotta sólo atinó a voltear toscamente al
emperador de su caballo cuando lo vio alzar unos binoculares cerca de las
líneas enemigas (el reflejo lo haría presa instantánea de los francotiradores),
pero en los libros de lectura se describe la hazaña como si el conde Von Trotta
en su corcel hubiera entrado a los sablazos en un círculo de salvajes soldados
enemigos que había rodeado al emperador. Von Trotta se pasa la vida intentando
en vano que se corrija la historia como Roth se pasó la vida intentando en vano
volver a su patria: a ese pasado donde se podía ser a la vez judío pobre, falso
oficial imperial, comunista desencantado, disipado impenitente sin domicilio
fijo, cronista sin par de su tiempo, católico monárquico, profeta del derrumbe.
El día en que Hitler anexó Austria al Reich, en 1938, Roth
dijo: “A los ojos de Europa sólo parece
que un pequeño país ha sido sojuzgado por uno más grande. Europa apenas se da
cuenta de que todo un mundo ha sido aplastado por un coloso tan vacuo como
monstruoso”. Un año después estaba muerto. Había inventado un mundo cuando
creía que sólo estaba describiéndolo; y se lo creyó a tal punto que terminó
pensando que de ese mundo lo habían exiliado, no de la vida real. No era el
único que se lo creía: en 1950, en Estados Unidos, luego de una larga noche
conversando, Yehudi Menuhin dejó a un lado su violín y se sentó a escribir un
guión de cine sobre una novela de Roth (La epopeya del santo bebedor) y Albert
Einstein ofreció todo el dinero que tenía en el banco para que pudiera
filmarse. No alcanzó la plata, no lograron interesar a nadie, se secaron la
garganta explicando en vano que en las páginas escritas por ese judío borracho
y mentiroso se cifraba la identidad de todos los mitteleuropeos que quedaban en
el planeta. Joseph Roth era lo único que les quedaba de ese mundo que habían
perdido. Quizá por eso, porque tenía tanta gente adentro, no hay foto de Roth
que consiga retratarlo por entero, y no queda más remedio que andar adivinándolo
debajo de una tela de Otto Dix.
Título original: “Debajo de una
tela de Otto Dix”