Foto: Claude Lefort |
- “La originalidad política de la democracia aparece en ese doble fenómeno: un poder llamado en lo sucesivo a permanecer en busca de su propio fundamento porque la ley y el poder ya no están incorporados en la persona de quien o quienes lo ejercen; una sociedad que acoge el conflicto de opiniones y el debate sobre los derechos, pues se han disuelto los referentes de la certeza que permitían a los hombres situarse en forma determinada los unos con respecto a los otros” / Claude Lefort
Especial para La Página |
Preguntar por la democracia implica explicitar los principios generadores de una forma de sociedad que muestra como es capaz de articular sus divisiones. La democracia no puede ser reducida a una forma de gobierno o de Estado, o a un mecanismo para la toma de decisiones por parte de la mayoría de los ciudadanos, sino es, ante todo, una forma de sociedad,. Continuamos con el paralelismo con Castoriadis, que dice que la democracia es un régimen político y no un procedimiento formal.
En la democracia el lugar del poder se muestra como un lugar
vacío. Vacío en el sentido que no puede ser ocupado por nadie que pueda ser
Gran Juez o del Gran Mediador. El lugar del poder es puramente simbólico.
Simultáneamente, se inaugura una lógica de clara separación de las esferas del
poder, del saber y de la ley. El saber es entonces siempre cuestionable : no
hay certeza, no hay garantías. Es la discusión, la argumentación, la palabra la
que busca las garantías sin acabar nunca de fundamentarlas : siempre son
cuestionables y provisionales. Derecho y saber son heterogéneos se afirman
frente al poder con una exterioridad clara. Vacío es el lugar del poder, que se
presta a una dinámica de competencia y crítica que habilita la legitimación del
conflicto en todas las dimensiones de la vida social.
La república democrática es la institución es la que se
ocupa de resolver el conflicto entre dos deseos: el de dominar y el de no ser
dominado. La república e superior a los otros regímenes porque se presta al
movimiento, al cambio. Obtiene la estabilidad a partir de un equilibrio de la
inestabilidad, no a partir de su eliminación. La República frena el deseo de
dominación de unos dando salida al deseo de no dominación de los otros. Pero
siempre hay dominación, lo que ocurre es que la República le pone freno a
través de la ley. Esta es la paradoja republicana: pone freno al deseo de
dominación limitando la libertad para salvaguardarla: limita la libertad de
unos para defender la libertad de todos. Siempre hay dominio pero en una sociedad
libre el hombre no está sometido al hombre sino a la ley. En la democracia no
hay un poder legítimo, lo único que es legítimo es la discusión sobre el poder.
En una democracia no hay juez, la justicia se debate en un espacio público que
necesariamente ha de existir.
El totalitarismo y la democracia son los dos modos
antagónicos de articular el régimen político en la modernidad. En el primero,
la sociedad se organiza en torno a la negación de la división y de la
indeterminación. En el segundo, la sociedad se articula en función del
reconocimiento, aunque sea implícito, de ambas. La sociedad democrática,
plantea Lefort, se propone pensar sin garantías últimas. De esta manera es
capaz de sostener la indeterminación. Esta es su alternativa, tanto teórica
como práctica, tanto filosófica como política. Se trata de apostar por la
libertad contra cualquier forma servidumbre, voluntaria o involuntaria.
Desde la experiencia democrática puede entenderse mejor el
fenómeno totalitario. El punto de partida es la afirmación del carácter
originario e irreductible de la división social: este es el fundamento de la
sociedad política. La Tradición, que era una manera de clausurar esta división,
se disuelve en la modernidad y se abre un horizonte de incertidumbre. El
totalitarismo es ni más ni menos que la negación de esta incertidumbre. El
totalitarismo sólo puede aparecer en el mundo moderno, pero no únicamente
porque es un mundo que ha sido transformado por la Revolución Industrial y que
dispone de técniccuerpo colectivo, el
grupo de los militantes fusionados unos con otros, y un cuerpo de ideas, un
dogma. El que los militantes sean creyentes es un hecho seguro, pero sólo lo
son en la medida en que creen todos juntos; donde para cada uno, el Yo se
pierde en el Nosotros. Una vez que el partido está en el poder, el principio de
la organización se difunde a toda la sociedad. Por supuesto, no es posible
obtener la disciplina característica del Partido en todo el conjunto de la
población. No obstante, en cada sector de actividad, se exhorta a los
individuos a ajustarse unos a otros, a considerarse como los agentes de un
aparato. Este espectáculo de una sociedad completamente consagrada a la
organización es, precisamente, el que inspira a Arendt para plantear la idea de
una dominación desde el interior, es decir, una dominación de tal naturaleza
que aquellos que la padecen se prestan a integrarse en un sistema que justifica
la violencia del poder. En toda de la sociedad vemos surgir grupos que tienen
la propiedad de representar una especie de cuerpo cuyos miembros están regidos
por un mismo fin: sindicatos profesionales, movimientos de jóvenes,
agrupaciones culturales o deportivas, uniones de escritores o de artistas,
academias de ciencias, asociaciones de todo tipo, que están controladas por el
Partido. Al considerar esta inmensa red de organismos en los que están
atrapados los ciudadanos, se mide la novedad y la amplitud de la empresa
totalitaria. Es la fuerza que proporciona el hecho de pertenecer a una
comunidad que forma un solo bloque, que ofrece la imagen del Uno. ¿Acaso no
podemos añadir que, por medio de estas múltiples incorporaciones, se impone la
creencia en la gran comunidad del pueblo, la cual se refleja en el cuerpo
visible del dirigente supremo? Me inclino a pensar que, en lo más profundo, la
imagen del cuerpo es la que mantiene la fe en el Uno. Mientras que la
organización puede ser objeto de discurso, y celebrarse su videra que esta
filósofa a solo advierte alguno de sus aspectos, como es el de la dominación total
sobre la base del terror y de la ideología. Se olvida lo que el totalitarismo
tiene de más específico, que es la creación del pueblo-Uno a través de una
identificación imaginaria absoluta. Los individuos se incorporan absolutamente
a un colectivo que se incorpora absolutamente al pueblo-Uno, son un solo
Cuerpo. Es una identificación, una captura del sujeto por la imagen. Aparece
una comunidad homogénea que diluye las diferencia, las elimina. No hay división
aceptada y por tanto cualquier disidencia es criminalizada. Es la fantasía del
pueblo-Uno, la búsqueda de una unidad sustancial, de un cuerpo unido a su
propia cabeza. Hay una especie de paradoja en la que coexisten dos
representaciones contradictorias en esta imagen corporal : por una parte es un
cuerpo mecánico y por otra es un cuerpo vivo, orgánico. El totalitarismo ha
sido posible,como la democracia, por una ruptura radical con el pasado, con la
Tradición. Lefort sostiene que en el modelo Teológico-político del Antiguo
Régimen se da una representación imaginaria de lo simbólico. Es la imagen del
cuerpo del Rey la que opera como sustancia de la sociedad. En el totalitarismo
es el cuerpo del pueblo-Uno el que ocupa el lugar del poder. El pueblo-Uno que
es el partido y el partido que es el líder. Éste obtiene la sumisión a la
omnipotencia de un dirigente supremo y, al mismo tiempo, la participación
activa de una gran parte de la población en la realización de sus acciones. El
nazismo y el comunismo, que se beneficiaron de semejante devoción, de tal resolución,
por parte de muchos de los que se sometían a ella, de darle todo, incluyendo su
vida, al poder.
La clave por la cual la izquierda no puede teorizar sobre el
totalitarismo es que éste es un concepto político y la izquierda es incapaz de
pensar en estos términos. Un análisis político implica una serie de reflexiones
que la izquierda no es capaz de plantear. En primer lugar sobre la naturaleza
de la división instituida entre sociedad civil; en segundo lugar, y relacionada
con la anterior, el desarrollo de la distinción histórica entre poder político
y poder administrativo.
Lefort descubre en
los cimientos del totalitarismo la representación del Pueblo-Uno; describe un
régimen que pretende negar que la división sea constitutiva de la sociedad.
Allí se produce una lógica de la identificación, dirigida por un poder absoluto
entre el pueblo, el partido y el líder, mientras que se extiende la
representación de una sociedad homogénea y transparente, sin fisuras internas.
Pretendiendo apropiarse de los principios y los fines últimos de la vida
social, destruyendo la división entre sociedad civil y Estado, el poder se
afirma como poder puramente social, aspirando a condensar en un mismo polo las
esferas del poder, del conocimiento y de la ley. El desconocimiento de la
división, la anulación de la distancia en todas las esferas de la vida social,
da forma a una dinámica que entiende la alteridad como algo a eliminar.
El totalitarismo es la negación de los dispositivos
simbólicos de la democracia. Es La inversión de la aceptación de la división
social, del conflicto y de la heterogeneidad social. En el fondo, lo que se
aprecia en el totalitarismo es una tentativa de apropiación por parte del poder
de lo que es la ley, el conocimiento de los principios y de los fines últimos
de la vida social. El poder es el Partido, agente de la fusión entre el Estado
y el pueblo. Claude Lefort no comparte el optimismo de aquellos que afirman que
el totalitarismo ya fue depositado por la democracia en el basurero de la
historia. Desde su mirada, la democracia moderna no ha encontrado en el
presente ni puede encontrar en el futuro la vacuna contra el virus totalitario.
Siempre que la incertidumbre que activa la sociedad democrática deviene
insoportable por razones políticas, económicas o sociales aparece en el
horizonte. Siempre que el deseo de pensamiento es sustituido por una exigencia
desmesurada de creencia, aparece el fantasma totalitario. Nada sencillo resulta
vivir en una forma de sociedad en donde no existen garantías últimas sobre el
sentido del poder, el derecho y el saber sino todo está sujeto a una invención
permanente. Aparece entonces un partido que rompe con todas las demás
formaciones políticas, se libera del marco de la legalidad y se fija como
objetivo la conquista del Estado y una vez conseguido, la fusión entre
ambos. El totalitarismo es una forma
política, como la democracia, de la modernidad. Ciertamente, muchas de las
bases institucionales o de los rasgos empíricos del régimen comunista han
desaparecido, cambiado o perdido mucho de su identidad original. Con la caída
del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración y posterior desaparición de la
Unión Soviética a principios de los noventa, el totalitarismo pareciera haber
recibido un golpe mortal. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como
aparentan a primera vista. En efecto, si nos detenemos en este nivel de la
reflexión, corremos el riesgo de confundir o mezclar dos dimensiones de
análisis que Lefort se ha preocupado en diferenciar. Por una parte el
dispositivo institucional y por otra el dispositivo simbólico de los regímenes
políticos modernos . Es la diferencia que existe entre el desarrollo de facto
de las sociedades democráticas o totalitarias y los principios que le han dado
sentido a esas sociedades. En la obra de Lefort el análisis crítico de las
representaciones simbólicas (lo instituyente) tiene un estatuto propio y es tan
importante como el análisis de las bases institucionales (lo instituido).No
desapareció definitivamente de la faz de la tierra por el simple hecho de que
murió el nazismo y desapareció el comunismo soviético. Por el contrario, el
fantasma del totalitarismo continúa interpelando a las sociedades
contemporáneas, porque las representaciones simbólicas que le dieron sentido y
proyección histórica a ese régimen político continúan seduciendo el imaginario
colectivo.
En cualquier momento, como advirtió magistralmente Alexis de
Tocqueville, el deseo de libertad que alimenta a la democracia puede mutar en
deseo de servidumbre. La democracia debe renovarse, debe inventarse a sí misma
de manera constante o el riesgo de retroceder al totalitarismo es inevitable.
Pero la democracia no puede ser vista en ningún momento, en clave lefortiana,
como una estación de paso necesaria para pasar al totalitaria. Si así fuera,
estaríamos dándole a una democracia degradada el papel de causa y al
totalitarismo el de efecto. Para Lefort, las relaciones causa-efecto pierden
toda validez en el orden de lo simbólico, donde el mundo de las significaciones
es mucho más complejo.. Esto no quita que la democracia tenga el camino posible
de caer en las redes de la “servidumbre voluntaria” (Etienne De la Boétie).
Cuando crece la inseguridad de los individuos –como consecuencia, por ejemplo,
de una crisis económica o de una guerra civil-, cuando el conflicto entre los
grupos, las clases, las etnias o las nacionalidades se polariza hasta el
extremo se están dando las condiciones posibles para la aparición del
totalitarismo. Pero para que esta condición sea suficiente hace falta también
que no encuentre una resolución simbólica y provisional en la esfera política.
Esto ocurre cuando el poder democrático pierde credibilidad y se muestra dentro
de la sociedad como un instrumento al servicio de unos pocos. Cuando la
búsqueda dialogante y provisional de la verdad es sustituida por la Verdad
revelada por Dios, la Historia o la Naturaleza. Cuando todos estos factores
convergen se dan todas las condiciones para la aparición del totalitarismo. El
espectacular éxito electoral de Amanecer dorado en las elecciones griegas de
mayo del 2012 son una buena muestra de ello.
El régimen comunista requiere una atención particular para
Lefort por dos razones. La primera es que el terror se ejerció, en gran medida,
sobre una masa de gente ordinaria, que obedecía las órdenes recibidas, es decir
que las víctimas no eran diferentes de los verdugos por dos razones. El modelo
del Partido bolchevique resulta particularmente instructivo porque se acompaña
de una ideología mucho mejor articulada que la del nazismo. La ideología se
inserta en una organización que se caracteriza por la estricta disciplina que
se impone a sus miembros. Sus principios son muy conocidos: división del
trabajo revolucionario, profesionalización de la militancia, exigencia de
dedicación incondicional de cada uno a la causa del Partido. La organización
tiende a encontrar en sí misma su propio fin, en razón de su identificación con
el proletariado. En su interior, se opera un proceso de identificación del
militante con el dirigente supremo. El Partido no se reduce, como se ha
supuesto, a la función de un instrumento al servicio de la aplicación de una
doctrina. La doctrina se modela conforme al imperativo de una absoluta unidad
del Partido. Fuera de sus fronteras no existe la verdad. Fuera de sus filas
ninguna participación en la lucha revolucionaria es posible. En el estalinismo
las víctimas se sometieron a la regla de la confesión, hasta el punto de
renunciar a su inocencia: ejemplo extremo de la servidumbre voluntaria. La
segunda razón es que esta servidumbre estuvo acompañada, entre los militantes
comunistas, de una movilización de la inteligencia, de una extraordinaria
proliferación de argumentos sofísticos. El marxismo se encuentra depurado,
liberado de cualquier elemento de incertidumbre. Su enseñanza está circunscrita
al seguimiento de la escolástica marxista-leninista: Marx, Engels, Lenin ( y
Stalin, o Trotsky o Mao). De este modo, se van combinando un cuerpo colectivo,
el grupo de los militantes fusionados unos con otros, y un cuerpo de ideas, un
dogma. El que los militantes sean creyentes es un hecho seguro, pero sólo lo
son en la medida en que creen todos juntos; donde para cada uno, el Yo se
pierde en el Nosotros. Una vez que el partido está en el poder, el principio de
la organización se difunde a toda la sociedad. Por supuesto, no es posible
obtener la disciplina característica del Partido en todo el conjunto de la población.
No obstante, en cada sector de actividad, se exhorta a los individuos a
ajustarse unos a otros, a considerarse como los agentes de un aparato. Este
espectáculo de una sociedad completamente consagrada a la organización es,
precisamente, el que inspira a Arendt para plantear la idea de una dominación
desde el interior, es decir, una dominación de tal naturaleza que aquellos que
la padecen se prestan a integrarse en un sistema que justifica la violencia del
poder. En toda de la sociedad vemos surgir grupos que tienen la propiedad de
representar una especie de cuerpo cuyos miembros están regidos por un mismo
fin: sindicatos profesionales, movimientos de jóvenes, agrupaciones culturales
o deportivas, uniones de escritores o de artistas, academias de ciencias,
asociaciones de todo tipo, que están controladas por el Partido. Al considerar
esta inmensa red de organismos en los que están atrapados los ciudadanos, se
mide la novedad y la amplitud de la empresa totalitaria. Es la fuerza que
proporciona el hecho de pertenecer a una comunidad que forma un solo bloque,
que ofrece la imagen del Uno. ¿Acaso no podemos añadir que, por medio de estas
múltiples incorporaciones, se impone la creencia en la gran comunidad del
pueblo, la cual se refleja en el cuerpo visible del dirigente supremo? Me
inclino a pensar que, en lo más profundo, la imagen del cuerpo es la que
mantiene la fe en el Uno. Mientras que la organización puede ser objeto de
discurso, y celebrarse su virtud, la imagen del cuerpo se ancla en el
inconsciente, su eficacia simplemente es más fuerte; persiste aun cuando la
organización se haya estropeado. Entonces, ¿cómo no admitir que la negación a
pensar se encuentra en el corazón del sistema totalitario? En este sistema,
pensar consistiría en aceptar el riesgo de sentirse excluido de la comunidad.
Evidentemente, este miedo a la exclusión quiere suscitar la renuncia a pensar.