“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

7/6/13

Reflexiones sobre el Socialismo

Rossana Rossanda
  • Este artículo fue publicado en el N° 4 de la extinta revista Cuadernos Políticos, México, Editorial Era, julio-septiembre de 1975
Desde hace ya cincuenta años, la relación con los países socialistas —las revoluciones ocurridas “en otros lugares”— es parte de la historia de la izquierda europea, que no ha tenido una revolución propia. Relación hecha de esperanzas y desilusiones, apoyos y repudios, entusiastas utopías y deprimentes realismos. Casi siempre subalterna, se ha convertido en un aspecto de la derrota de la izquierda en los “países de capitalismo maduro”. Y puesto que una relación de amor, odio, esperanza y desilusión es siempre ridícula en cierta forma y siempre se convierte en debilidad, más de una vez la izquierda europe ha tratado de librarse de ella, rechazándola como problema: cualquiera que sea la naturaleza y el destino de las “otras” revoluciones, no tienen nada que ver conmigo, la mía será “completamente diferente”. Pero no se trata más que de un exorcismo. Las “otras” revoluciones existen. Determinan el mundo en que vivimos. Nos determinan, gústenos o no. No es posible evadirlas.

Rossana Rossanda
Y ello por dos buenas razones. La primera es que la unidad de la escena mundial se ha vuelto evidente; el capitalismo ha creado un sistema, un mecanismo en el que las interacciones entre centro y periferia son cada vez más rápidas, cada vez más estrechas, en el que cualquier cambio entra en circulación. La segunda es que el bagaje conceptual del marxismo —a pesar de todas las deformaciones sufridas en la “vulgarización” hecha por los partidos comunistas (o quizá gracias a ellas) y a pesar de la debilitación experimentada en su versión reformista, o de la contaminación de una cultura espuria, pero marxistizante, del área “radical”— ha dado lugar a un léxico político común, una clave de lectura y de interpretación que también acelera por su parte el proceso de unificación. Así, no sólo cualquier ruptura del bloque imperialista, o del frente capitalista, o del “campo socialista”, es advertida —por lejano que esté el epicentro— como problema que condiciona a todos los frentes del movimiento, sino como el planteamiento de interrogantes inmediatamente reconocibles, por ser comunes: siempre y en todos los casos de te fabula narratur (la historia habla de ti). A pesar de todo, la historia de las revoluciones vuelve a aparecer como pura fenomenología de la historia de la revolución.

Y por lo tanto estamos cercados. No escapamos ni al juicio de hecho sobre los países socialistas, ni al de valor. No es casual que se encuentre indisolublemente ligado al compromiso de la izquierda en su propio terreno: si consideramos las vicisitudes y las crisis del movimiento obrero europeo encontraremos, inextricablemente ligado a la historia del compromiso, el interrogante respecto a la colocación con respecto a los países socialistas. ¿Aceptarlos, y en qué medida?, ¿rechazarlos, y con qué consecuencias? ha implicado siempre una consecuencia directa sobre el modo de entender la revolución, y sobre los alineamientos políticos inmediatos.

Aquella parte de la izquierda marxista que ha rechazado, o tratado de rechazar, la necesidad de medirse en este terreno, ha resultado particularmente estéril. Desde posiciones opuestas, socialdemócratas y trotskistas han puesto entre paréntesis a los países socialistas. La II Internacional, hasta que tuvo a alguien que pensaba en ella y por ella, no advirtió por lo general que las revoluciones ocurrían, y cuando ya no le fue posible seguir ignorando su embarazosa presencia, tomó nota de ellas como de accidentes, errores de la historia que las produjo en lugares equivocados. ¿No previo Marx el advenimiento del socialismo como ruptura pero también como coronación del capitalismo en el punto más vigoroso de su desarrollo, cuando las impetuosas fuerzas productivas se enfrentasen a las viejas relaciones de producción? Si éste es el esquema de la revolución socialista, el Octubre ruso no tiene los documentos en regla, de China mejor no hablar y, en cuanto a Cuba, es otra cosa. Ni sustancia ni accidente, son todos fenómenos a los cuales el marxista de la II Internacional no reconoce, en principio, legitimidad y que por tanto no lo turban.

Si acaso, de las dificultades internas de los países socialistas obtendrá alimento para justificar su vocación gradualista, su integración; y cuando ésta se realice, es obvio que toda reflexión sobre los “socialismos” estará desprovista de cualquier dramatismo  auténtico. Para quien no cree en la revolución, las revoluciones no constituyen un problema.

El filón trotskista —con el debido respeto para algunas excepciones— también ha desactivado la bomba, pero por el procedimiento contrario. No por indiferencia, sino por exceso de dramatización. El octubre de 1917 era sin duda la revolución, sólo que ésta fue alterada por una fatal degeneración burocrática; y desde aquel momento, su historia es vista como un error, una no-historia (que, para fines políticos, es poco más o menos lo mismo). Espero no herir la susceptibilidad de los trotskistas si observo que su actitud frente a los países socialistas es un alboroto que dura ya cuarenta años. Como todos los rechazos, no logra ni abatir la realidad enemiga ni analizarla, en sí misma, en sus relaciones objetivas con cuanto la rodea, en su devenir. Si, para ellos, la URSS es la patria del leninismo traicionado, la revolución china es además incomprensible (y la revolución cultural aberrante); tampoco está claro, en base de principio, en donde fundan su simpatía por Cuba, escasamente correspondida por otra parte. Lo que importa es que surge de ahí una visión del mundo en el que las revoluciones, tanto las realizadas como las no realizadas, son permanentemente destruidas; lo que resulta es un dato espurio, teóricamente ilegítimo, que mantiene una confusa fisonomía (el Estado obrero con una degeneración burocrática) y una incierta colocación.
Es sólo para la izquierda agrupada en los partidos comunistas, o en torno a sus compañeros de viaje más o menos lejanos, para la cual la relación con los países socialistas es parte de su propia vida y de su propia sangre. Posee una historia de las etapas, de las heridas. Ha implicado, una problemática real, también en proceso. Y para ella, con mayor claridad que para los otros, ha terminado por convertirse en un símbolo, una condensación en la que se refleja, una y otra vez, el punto de llegada de sus reflexiones sobre la revolución.