- Este artículo fue publicado en el N° 4 de la extinta revista Cuadernos Políticos, México, Editorial Era, julio-septiembre de 1975
Desde hace ya cincuenta años, la relación con los países
socialistas —las revoluciones ocurridas “en otros lugares”— es parte de la
historia de la izquierda europea, que no ha tenido una revolución propia.
Relación hecha de esperanzas y desilusiones, apoyos y repudios, entusiastas
utopías y deprimentes realismos. Casi siempre subalterna, se ha convertido en
un aspecto de la derrota de la izquierda en los “países de capitalismo maduro”.
Y puesto que una relación de amor, odio, esperanza y desilusión es siempre ridícula
en cierta forma y siempre se convierte en debilidad, más de una vez la
izquierda europe ha tratado de librarse de ella, rechazándola como problema:
cualquiera que sea la naturaleza y el destino de las “otras” revoluciones, no
tienen nada que ver conmigo, la mía será “completamente diferente”. Pero no se
trata más que de un exorcismo. Las “otras” revoluciones existen. Determinan el
mundo en que vivimos. Nos determinan, gústenos o no. No es posible evadirlas.
Rossana Rossanda |
Y por lo tanto estamos cercados. No escapamos ni al juicio
de hecho sobre los países socialistas, ni al de valor. No es casual que se
encuentre indisolublemente ligado al compromiso de la izquierda en su propio
terreno: si consideramos las vicisitudes y las crisis del movimiento obrero
europeo encontraremos, inextricablemente ligado a la historia del compromiso,
el interrogante respecto a la colocación con respecto a los países socialistas.
¿Aceptarlos, y en qué medida?, ¿rechazarlos, y con qué consecuencias? ha implicado
siempre una consecuencia directa sobre el modo de entender la revolución, y sobre
los alineamientos políticos inmediatos.
Aquella parte de la izquierda marxista que ha rechazado, o
tratado de rechazar, la necesidad de medirse en este terreno, ha resultado
particularmente estéril. Desde posiciones opuestas, socialdemócratas y
trotskistas han puesto entre paréntesis a los países socialistas. La II
Internacional, hasta que tuvo a alguien que pensaba en ella y por ella, no advirtió por lo general que las revoluciones ocurrían, y
cuando ya no le fue posible seguir ignorando su embarazosa presencia, tomó nota
de ellas como de accidentes, errores de la historia que las produjo en lugares
equivocados. ¿No previo Marx el advenimiento del socialismo como ruptura pero
también como coronación del capitalismo en el punto más vigoroso de su
desarrollo, cuando las impetuosas fuerzas productivas se enfrentasen a las viejas
relaciones de producción? Si éste es el esquema de la revolución socialista, el
Octubre ruso no tiene los documentos en regla, de China mejor no hablar y, en
cuanto a Cuba, es otra cosa. Ni sustancia ni accidente, son todos fenómenos a
los cuales el marxista de la II Internacional no reconoce, en principio,
legitimidad y que por tanto no lo turban.
Si acaso, de las dificultades internas de los países
socialistas obtendrá alimento para justificar su vocación gradualista, su
integración; y cuando ésta se realice, es obvio que toda reflexión sobre los
“socialismos” estará desprovista de cualquier dramatismo auténtico. Para quien no cree en la
revolución, las revoluciones no constituyen un problema.
El filón trotskista —con el debido respeto para algunas
excepciones— también ha desactivado la bomba, pero por el procedimiento
contrario. No por indiferencia, sino por exceso de dramatización. El octubre de
1917 era sin duda la revolución, sólo que ésta fue alterada por una fatal
degeneración burocrática; y desde aquel momento, su historia es vista como un
error, una no-historia (que, para fines políticos, es poco más o menos lo mismo).
Espero no herir la susceptibilidad de los trotskistas si observo que su actitud
frente a los países socialistas es un alboroto que dura ya cuarenta años. Como
todos los rechazos, no logra ni abatir la realidad enemiga ni analizarla, en sí
misma, en sus relaciones objetivas con cuanto la rodea, en su devenir. Si, para
ellos, la URSS es la patria del leninismo traicionado, la revolución china es
además incomprensible (y la revolución cultural aberrante); tampoco está claro,
en base de principio, en donde fundan su simpatía por Cuba, escasamente
correspondida por otra parte. Lo que importa es que surge de ahí una visión del
mundo en el que las revoluciones, tanto las realizadas como las no realizadas,
son permanentemente destruidas; lo que resulta es un dato espurio, teóricamente
ilegítimo, que mantiene una confusa fisonomía (el Estado obrero con una degeneración
burocrática) y una incierta colocación.