Eric Hobsbawm ✆ Walter |
Gabriel D. Lerman | En su temprana celebración de la multiplicidad de relatos
que un nuevo amanecer, generado por la influencia de los medios masivos de
comunicación venía a prometer, La sociedad transparente de Gianni Vattimo quedó
atrapado en una lectura que en seguida lo vinculó a un pasmoso error o, cuanto
menos, ingenuidad. Sin embargo, habría que situarse en cierta apertura española
de aquellos tempranos ochenta, ciertas rupturas de la cultura rock que aún
perduraban y, sobre todo, los diversos efectos de la relajación de usos y
costumbres de la cultura contemporánea respecto de las sexualidades, la familia,
el trabajo, las profesiones y el arte para, al menos, comprender a qué se
refería.
Acaso la ilusión duró poco, acaso el filón experimental, tercerista o
resistente de los medios quedó confinado a cierta producción alternativa,
cuando no fue absorbida velozmente, por lo que, ahora se vislumbraba, era una
nueva edad orgánica y transformadora del propio capitalismo, en la aceleración
y extensión global de sus áreas de negocios. No obstante, es difícil no admitir
a la sociedad contemporánea como un racimo de racimos cuyo pivote principal, su
utopía escrita y declarada, es un proceso agudo de individuación. Una
combinación de muerte del sujeto activo con expansión acérrima de un culto a
múltiples y cotidianos “yo”, a un registro inmediatista de ese devenir creativo,
deseante y doloroso del yo, o de los yo, que se mide a sí mismo bajo el prisma
de un rating minuto a minuto.
En esa explosión del yo, que atraviesa la ropa, la
literatura que escribimos, la música que escuchamos o producimos, el género de
las pequeñas historias y las micro realidades, alcanzó la cima. La fama es puro
cuento, sabemos. Las cimas y las cúspides, también. Pero también sabemos que
alrededor de ciertos fetiches triunfan y claudican milongueras pretensiones. El
encumbramiento sociológico y cultural del pequeño relato sobrevino a esa
ruptura de los grandes relatos que auguraban los postestructuralistas, y que un
Vattimo ochentoso celebró como el debilitamiento de los totalitarismos. Entre
esa esperanza de las pequeñas historias y el nuevo nihilismo aterrador de la
historia astillada hay demasiados grises para despachar en tan pocas líneas,
pero hay, para decirlo pronto, una incomodidad del individuo. Y algo pasó en el
mundo para que la utopía tecnológica se abrigue en un consuelo masivo de pocas palabras
abigarradas y jocosas y tristes, por un lado, y casi nada o cero o muy poco de
mundo real compartido, intercambio cuerpo a cuerpo, piel y calor humano, por
otro.
Cuando Eric Hobsbawm compiló y publicó su libro de artículos
Gente poco corriente en 1998, buena parte de esta suerte comunicacional del
mundo ya estaba echada, pero aún persistía, para un hombre que vivió
prácticamente un siglo, una idea de individuo. Nacido en Alejandría, Egipto, en
1917, a pocos meses de triunfar la revolución de los soviets, falleció hace
menos de un año, el 1° de octubre pasado, en Londres, cuando probablemente haya
llegado a conocer los últimos formatos de rebeliones contemporáneas acarreadas
por mails masivos, citas a ciegas colectivas, inconformidad viral e
insatisfacción imperecedera de estos, nuestros años presentes. Pero
paradójicamente, o acaso en un ejercicio de última siembra, Hobsbawm intentó
rescatar una noción de individuo o de pequeño relato que pudiera ser salvado de
una idea de individuo éticamente borrado, carente de una singularidad por la
cual, de algún modo, pudiera ser colectivamente relevante. La explosión de
mosaicos, la multiplicidad de relatos, para él, no era un caleidoscopio de
lucecitas brillantes en acrílicos transparentes. Era algo más. Para un hombre
cuya obra escrita podía pesarse en kilos, emprender un libro como éste no
significaba el armado de un grandes éxitos (aunque sí retoma algunos trabajos
previos) ni una selección de mejores momentos de lo ya visto, sino, por el
contrario, realizar un nuevo recorte que pusiera en valor otra cosa. Para un
historiador marxista, cuyas obras sobre la historia moderna se apoyaban en
visiones generales y procesuales, tomar veintitrés historias singulares y
reunirlas en un larga duración implicaba un cambio de enfoque o, más aún, un
giro de último momento. O una vuelta a sus primeros libros de la década del
cincuenta como Rebeldes primitivos o The Jazz Scene. Sus vidas son tan
interesantes como la suya y la mía, dice Hobsbawm sobre sus personajes, aunque
nadie haya escrito sobre ellas. Algunos desempeñaron un papel en escenarios
públicos pequeños, insiste, o locales: la calle, el poblado, la capilla, la
delegación sindical, el ayuntamiento. Y el libro, tan fascinante como profuso
en desvíos de pequeñas historias dentro de las pequeñas historias, cubre un
arco que va desde la tradición obrera y de izquierdas con referencias a la
fiesta del 1° de Mayo, a los destructores de máquinas, a los zapateros
transgresores, a la vanguardia y al megáfono, entre otros, hasta los años
sesenta, las guerrillas, Vietnam, la revolución y el sexo. La tercera parte,
que retoma otros de sus escritos sobre jazz, será una delicia para quienes aún
no los conozcan y puedan disfrutar de uno de los mejores historiadores de todos
los tiempos escribiendo sobre Count Basie, Duke Ellington, el jazz y el swing,
Billie Holiday, y el pueblo que baila, escucha, canta y también toca.
Lo más curioso es el último artículo, dedicado a Colón, los
500 años del 1492 y lo que entiende como un presente en el que ha finalizado la
era de la “expansión de Europa” o la “euromegalomanía”. Se trata de un texto,
como también los otros a su modo lo son, esencialmente británico en su
escritura llana y ordenada, y comprometidamente ilustrado en su concepción
esperanzada y bien dispuesta del mundo, aun desde un clasismo afinado y
sinfónico. Pero allí dice que los cinco siglos no han sido iguales, que han
pasado cosas que han transformado de plano al hombre blanco y europeo, y esos
cambios culturales ya no tienen vuelta atrás. Pone como ejemplo que la mayor
fiesta popular de los yanquis, la cena de Acción de Gracias, debe su contenido,
el engullido del pavo, a los indios. Y que ese procedimiento, más que al
pasado, alumbra un futuro desconocido, muy distinto al mundo anterior.
Los hombres y mujeres que han creado el 1° de Mayo, quienes
se dedicaron a romper máquinas en plena Revolución Industrial, quienes
ejercieron la revolución sexual, quienes rompieron madrugadas en sótanos de
jazz estaban extraviados del curso o del tren de la historia, pero no tanto.
Algo en ellos, en esa soledad absoluta del desamparo radical, hacía sonar, o
negociar, un sonido de mañana mismo.