Foto: Gral. Kurt Hammerstein |
Hitler) canciller de la nación.
En el Ministerio de Defensa eran legendarias su inteligencia
y su vagancia. Lo llamaban El Hombre Invisible, porque había sido el
responsable de las relaciones entre el ejército alemán y el Ejército Rojo desde
1921 hasta 1932, unas relaciones tan clandestinas como fructíferas para ambas
partes: el Tratado de Versalles posterior a la derrota en la Primera Guerra le
prohibía a Alemania producir artillería pesada. Los rusos fabricaban tanques de
sobra, pero necesitaban expertos que profesionalizaran su ejército. Como dijo
el mariscal Tujachewski años después: “El ejército alemán fue el maestro del
Ejército Rojo. No olviden que es la política la que nos separa, no nuestros
sentimientos”. Vale la pena recordar que el viaje de Lenin en el tren blindado
en 1917 había sido solventado por el ejército imperial alemán, para debilitar a
Rusia. Vale la pena mencionar también que esos mismos militares alemanes que
quince años después tenían tan buena relación con sus pares soviéticos, volvían
a sus casas y creían completamente lógico que en territorio alemán se
exterminara a los comunistas, y para fines de 1932 eran unos cuantos los que
veían en Hitler la herramienta ideal para hacerlo. Hammerstein, en cambio,
había sostenido ante Hindenburg mismo que el ejército aún podía desactivar a
Hitler y desbandar sus huestes. Hindenburg le ordenó en cambio que sentara a
los generales a escuchar al cabo austríaco. Hammerstein tuvo que hacerlo en su
casa (la casa que le daba el ejército como comandante del Estado Mayor en
Berlín). Hitler relató famosamente sus planes en esa reunión (“Cinco años para
exterminar el enemigo interior y luego la conquista del mundo”).
En 1938, cuando el final de esos cinco años se acercaba, y
fueron imprescindibles las mejores cabezas estratégicas del ejército para la
etapa siguiente del plan, alguien en el alto mando logró que se le ofreciera al
retirado Hammerstein la comandancia de los Sudetes. Hitler iba a sentarse en
esos días en Munich con el inglés Chamberlain y el francés Daladier: o le
permitían quedarse con los territorios ocupados hasta entonces o sería la
guerra. Alguien en el alto mando sugirió que una aparición pública del Führer
en el frente de los Sudetes sería un buen golpe de efecto. En realidad era una
conspiración, planeada en el mayor de los secretos: Hammerstein arrestaría a
Hitler en cuanto bajara del avión y los generales tomarían el poder y frenarían
la guerra. Pero Hitler, a último momento, decidió no ir: Daladier y Chamberlain
le habían firmado con pulso tembloroso todo lo que pedía, Europa había ganado
un año de clemencia. Hasta el final de sus días lamentó Hitler no haber
empezado la guerra en 1938. Hasta el final de sus días lamentó Hammerstein
aquella última oportunidad perdida por Alemania para desactivar al demonio.
Desde que fue relevado de su puesto y pasado a retiro
efectivo días después de la firma del Tratado de Munich, en 1938, hasta que
murió de un infarto en 1943, Hammerstein vivió de espaldas al nazismo. Cada vez
que lo tanteaban los conspiradores, él contestaba: “Si alguien matara a Hitler
antes de que el último alemán vea el abismo en que hemos caído por culpa de él,
lo beneficiaríamos, lo haríamos un mártir”. A Ruth von Mayerburg, la condesa
que era espía de los soviéticos y después escribió unas memorias de título formidable
(Sangre azul, bandera roja), le dijo, cuando ella lo acusó de desentenderse del
mundo: “Hago lo único sensato que puede hacer un caballero. No soy un héroe, no
me abro paso a codazos en la rueda de la historia como ustedes”. Estaban en una
partida de caza a la que ella había logrado que fuera: Hammerstein ya no tenía
coto propio, no tenía nada, no veía a nadie, a duras penas mantenía a su mujer
y a sus siete hijos con la pensión que le daba el ejército, pero siguió
indolente, desesperantemente fiel a su papel hasta el final (la condesa estaba
allí para ofrecerle, en nombre del mariscal Voroshilov, asilo en la URSS, con
coto de caza propio, si colaboraba en la estrategia del Ejército Rojo).
Los hijos de Hammerstein nunca oyeron a su padre hablar en
la mesa, salvo cuando había visitas. Tampoco lograron que les preguntara nunca
por sus maestros o sus compañeros. Hammerstein no hablaba con ellos; sólo les
dedicaba de tanto en tanto brevísimas y fulminantes enseñanzas en forma de
comentarios al pasar (“El miedo no es una visión del mundo”). Sin embargo, los
dejó estudiar, los dejó ir en la dirección que querían ir: tres de sus hijas
mujeres fueron comunistas, se casaron con judíos y trabajaron secretamente para
el Komintern; dos de sus hijos varones participaron en la conspiración para
matar a Hitler en 1944, uno de ellos logró salvarse porque el lugar donde iba a
ocurrir el atentado era en la misma casa donde había tenido lugar aquella
reunión de Hitler con los generales, cuando era la casa de los Hammerstein (el
joven Ludwig logró escabullirse por los sótanos que había aprendido a conocer
al milímetro durante su niñez en esa casa). Esa casa, que pertenecía al
Ministerio de Defensa, fue convertida años más tarde en el Centro Conmemorativo
de la Resistencia durante el Nazismo. El director de ese Centro, hasta hace muy
poco, era Ludwig. El y todos sus hermanos sobrevivieron a la guerra. La madre
también había sobrevivido. Sólo Hammerstein murió. Todos los hermanos, incluso
la madre, a su particular manera, colaboraron en la resistencia contra Hitler,
una vez que Hammerstein murió. En su gran libro sobre Hammerstein, Hans Magnus
Enzensberger le pregunta a Ludwig si todos ellos actuaron así por su padre, o
porque él no actuó. Ludwig lo mira con los mismos ojos insondables de su
progenitor y le contesta: “En una familia como la nuestra, de esas cosas no se
habla”.