Honoré de Balzac ✆ Aude |
“La obra maestra desconocida” es un cuento de pintores. Dos
de sus tres personajes eran reales y Balzac los usó con sus propios nombres
(Poussin y Porbus), pero inventó un tercero, el tal Frenhofer. La historia es
así: el joven Poussin llega a París y va al taller de su admirado Porbus,
aunque éste acaba de perder los favores de la corte, desplazado por Rubens.
Porbus acepta a Poussin como discípulo cuando entra en el taller un viejo
encorvado, que se para frente a un cuadro de Porbus y dice que la figura está muy pegada al lienzo, que no se puede caminar en torno de ella, que falta aire. “No has penetrado lo bastante en la intimidad de la forma. Hay que perseverar hasta que la naturaleza se muestra desnuda, con su verdadero espíritu.” Acto seguido, moja la punta de un pincel en los diferentes colores de la paleta (“cuya gama recorrió como un organista de catedral recorre el teclado”), da dos toques aquí y otro allá, con movimientos impacientes, y retrocede; la pintura se ha llenado de luz. “¿Ves, jovencito? Lo que cuenta es la última pincelada”, le dice al pasar al veinteañero Poussin, y se va sin saludar.
encorvado, que se para frente a un cuadro de Porbus y dice que la figura está muy pegada al lienzo, que no se puede caminar en torno de ella, que falta aire. “No has penetrado lo bastante en la intimidad de la forma. Hay que perseverar hasta que la naturaleza se muestra desnuda, con su verdadero espíritu.” Acto seguido, moja la punta de un pincel en los diferentes colores de la paleta (“cuya gama recorrió como un organista de catedral recorre el teclado”), da dos toques aquí y otro allá, con movimientos impacientes, y retrocede; la pintura se ha llenado de luz. “¿Ves, jovencito? Lo que cuenta es la última pincelada”, le dice al pasar al veinteañero Poussin, y se va sin saludar.
Paul Cezanne, autorretrato |
Porbus le explica que ese viejo lleva diez años pintando el retrato de
una cortesana (La belle noiseuse) en el que se ha propuesto borrar las
diferencias entre la pintura y la vida. Poussin y Porbus se pasan el resto del
cuento tratando de que Frenhofer les muestre el cuadro. Cuando al fin lo
convencen, entran a su atelier ávidos por sumergirse en ese lienzo que borra
las diferencias entre pintura y realidad, pero no lo ven hasta que Frenhofer
les señala una tela que no es más que “un amasijo de colores prisioneros en un
muro de pintura”. No hay nada reconocible en ese caos de pinceladas salvo en un
ángulo, abajo, donde asoma “un pie delicioso”, la única parte del cuadro que ha
escapado a aquella destrucción por acumulación. Frenhofer cree que el estupor
de sus visitantes se debe a la envidia y los echa. Al día siguiente se enteran
de que el viejo prendió fuego a su taller con todas las obras adentro y ardió
con ellas.
“La obra maestra desconocida” es, en palabras de Dore
Ashton, una fábula del arte moderno. Ha circulado de mano en mano y de
generación en generación entre los artistas en crisis, desde que Monsieur
Vollard la rescató del olvido y la publicó, ilustrada por un gran pintor, como
había sido su anhelo desde que la leyó por primera vez. Tardó veinte años
porque ése fue el tiempo que le llevó atreverse de nuevo a mostrarle a un
pintor material tan inflamable. El elegido fue Picasso, que aceptó lo más
pancho, para estupor de Vollard. Rilke leyó el libro recién publicado, cuando
estaba en París terminando de corregir sus Elegías de Duino y obsesionado por
las ‘36 Vistas del Monte Fuji de Hokusai’, la idea de pintar la misma montaña
hasta que cobrara vida, como había hecho Cézanne con el Saint-Victoire, su
montañita en Aix. (“El paisaje se piensa
en mí, yo soy su conciencia.”) Arnold Schoenberg lo leyó en Viena y se pasó
el resto de su vida muriéndose por ponerle música a aquella parábola y temiendo
a la vez morir en el intento. (“Si
pudiera escribir una pieza musical entera que fuese como cuando uno realiza un
corte en un cuerpo humano: no importa la parte, es siempre sangre lo que
brota.”) Al otro lado del océano, cuando Willem de Kooning lo leyó, fue
directo al taller de Jackson Pollock y le dijo: “Leé acá, la descripción del cuadro. Eres tú. Pero no leas el final. No
leas el final, ¿entendiste?”. Picasso ni siquiera leyó el principio; le pidió a
su amigo Reverdy que se lo resumiera y le aceptó el encargo a Vollard porque él
también sentía a veces “la tentación de llegar a ese lugar donde el arte es
derrotado”.
Arnold Schönberg ✆ Ian Hughes |
El canon literario dictaminó hace mucho que Balzac fue
derrotado por su arte (hasta hay una remera que dice: “Balzac es demasiado largo y la vida es demasiado corta”). Ya en
tiempos de Flaubert los Goncourt decían que Balzac era monumentalmente
insignificante, hartos del mito sobre su inagotable energía: las quince horas
diarias escribiendo, las setenta tazas de café por noche, las ochenta y cinco
novelas terminadas, las cincuentipico
que dejó por la mitad, los acreedores que lo perseguían, los complot para
conseguir dinero, las bravatas (“Mi arte es no abreviar nunca”), las entregas
contra reloj que le impedían corregir, tachar, sintetizar, mejorar sus novelas.
La única vez en su vida que Balzac se tomó la molestia de reescribir un texto
fue “La obra maestra desconocida”, que publicó dos veces, con seis años de
diferencia. Lo hizo de la misma manera en que, ciento treinta años después,
escribió Rodolfo Walsh su cuento “Esa mujer” (“Lo empecé en 1961 y lo terminé
en 1964, pero no tardé tres años, sino dos días: uno de 1961 y uno de 1964”),
sólo que para Balzac el intervalo fue de seis años. Cuenta Teophile Gautier que
por esas fechas pasó de visita por casa de Balzac. Sabía que su amigo andaba
hasta el cuello en deudas y le sorprendió que perdiera el tiempo reescribiendo
algo ya publicado, cuando Balzac le tendió para que leyera la versión terminada
de “La obra maestra desconocida”. Balzac estaba tan corto de dinero que en las
paredes desnudas había pegado hojas de papel donde se leía “gobelino”,
“boiserie de palisandro”, “espejo veneciano”, “cuadro de Rafael”.
Gautier creyó que Balzac hablaba de sí mismo cuando dijo:
“El hubris de Frenhofer. Lo que sucede al que sobrepasa los límites
establecidos de su genio”. Pero a Balzac no le interesaba el autorretrato, como
no le interesaba el futuro de la pintura. Lo que le interesaba era deformar una
leyenda urbana de los tiempos de Poussin y Rubens: escribió el cuento mirando
para atrás, aunque todos lo leyeran mirando para adelante. Cézanne creía que el
cuento hablaba de él; Rilke sintió que el cuento le decía que dejara de
escribir (cosa que hizo); Schoenberg logró seguir haciendo música, pero padeció
hasta el último día la frustración de no haber hecho música con eso; de Pollock
sabemos que desoyó famosamente el consejo de De Kooning y leyó hasta el final
la historia de Frenhofer, y de Picasso que se limitó a encogerse de hombros y
comentar: “Todo pintor sabe que un cuadro
es una suma de destrucciones”. Pero fue el propio Balzac el que resumió
mejor que nadie su parábola cuando dijo: “Es
propio de las buenas fábulas que el autor desconozca todas las riquezas allí
contenidas. Únicamente el tiempo las revela”.
Título
original: “Frenhofer se prende fuego”