A pesar de las
previsiones, la historia no ha acabado, se ha atomizado en una serie de hechos
individuales sin vínculo alguno, y las masas, en cuanto agentes del curso
histórico, no han desaparecido de la escena. Al contrario, desde la revuelta del pueblo tunecino en 2011,
grandes movimientos de masas sacuden de forma cruenta el mundo arabo-musulmán
trastornando la geopolítica mundial y modificando algunos de los equilibrios
establecidos desde hacía tiempo. Se trata, sin la menor sombra de duda, de un
macro-evento histórico aún en curso y cuyo desarrollo durará probablemente
muchos años.
En la vulgata mediática occidental, lo que desde el
principio fue llamado “primavera árabe”, tras la instauración en Túnez, Egipto
y Libia de fuerzas ligadas al Islam político, se ha transformado en “triste
otoño”, reproduciendo ese viejo esquema según el cual los pueblos árabes son
incompatibles con la democracia. Paralelamente a estas dos visiones sucesivas y
contrarias, de este macro-evento se han hecho dos lecturas opuestas: por un
lado la de aquellos que, animados por sueños románticos, veían ahí revoluciones
libertarias protagonizadas por generaciones jóvenes y cultas formadas a través
de las redes sociales; por otro, la de aquellos que en todas las revueltas
populares no han visto más que una estrategia y un complot urdidos por
potencias extranjeras.
Tratándose de simplificaciones extremas, ninguna de estas
interpretaciones está en condiciones de ofrecer un cuadro realista de la
situación: ambas tienen el defecto de tomar un aspecto particular y elevarlo a
la categoría de absoluto. Banalizando un poco la realidad, seguramente es
posible constatar que en la fase de la solidaridad y el entusiasmo colectivos
inmediatamente posteriores a la caída de dictadores como Ben Ali, Mubarak o
Gadafi, las divisiones políticas, antes sofocadas por regímenes represivos,
explotaron seguidamente de forma a veces violenta. Esto generó, en las
poblaciones implicadas, en efecto, un sentimiento de miedo y angustia,
acrecentado por las condiciones de inseguridad y por el agravamiento de la
situación económica, que ha empujado a algunos sectores de estos países a
añorar a los regímenes depuestos. Sin embargo, resumir el proceso en curso a
través de la oposición “primavera/otoño” sería extremadamente reduccionista.
Análogamente, es imposible negar el papel jugado por las generaciones jóvenes y
por el uso de las nuevas tecnologías, pero este aspecto no puede ser
considerado el único factor explicativo. Aún más absurda es la pretensión de
explicar las revueltas que desde Bahrein a Egipto sacudieron el panorama
mundial a través de las acciones de una fuerza omnipotente que hubiera
manipulado el curso completo de los acontecimientos.
La manipulación y el complot siempre han alimentado a la
Historia y no se trata, por supuesto, de negar la capacidad manipuladora de las
grandes potencias mundiales o de olvidar que esta capacidad es proporcional a
los medios de los cuales dispone cada potencia.
Solo es necesario recordar que en el contexto actual en el
cual la única lógica que domina el mundo es la del capital, del beneficio puro
y del desarrollo basado en la explotación, y en el cual las alianzas
estratégicas entre las fuerzas en juego cambian según las simples
contingencias, elegir un campo equivale a la elección que se podría hacer entre
dos equipos de fútbol. Respecto a Siria, en particular, es bastante
decepcionante el argumento de cierta izquierda que, usando de forma obsoleta la
noción de imperialismo, divide el mundo entre los malos imperialistas por un
lado (Obama-Al Saoud-Erdogan-Netanyahou), y los buenos anti-imperialistas por
otro (Assad-Putin-Rohani-Xi Jinping). Pensar de esta forma significa no solo
borrar los últimos treinta años de Historia sino no entender que los actuales
conflictos entre potencias no son conflictos entre distintas visiones del mundo
o entre proyectos alternativos de desarrollo humano. Son conflictos gobernados
por una sola lógica, la del capital, dentro de la cual dos fuerzas, como por
ejemplo Microsoft y Apple, pueden hacerse la guerra por el control hegemónico
del mercado sin que por ello cuestionen las premisas de partida. Rechazar el
imperialismo de EEUU no puede de ninguna manera inducirnos a apoyar la brutal
política de explotación que China lleva a cabo en África o sobre sus propios
trabajadores; oponerse por todos los medios a un posible ataque en Siria, que
sería desastroso para el pueblo sirio y para toda la región, no puede hacernos
olvidar que Bashar Al-Assad es un dictador sanguinario que ha masacrado a su
pueblo.
En la complejidad del mundo actual, lo que la izquierda
debería hacer, para no perder completamente una credibilidad y una visibilidad
ya altamente comprometidas, sería mantenerse aferrada a unos principios
sencillos pero esenciales a su identidad: la crítica sin concesiones a toda
clase de poder dictatorial, mafioso y corrupto, el rechazo de toda forma de
opresión y explotación y, sobre todo, la lucha contra el actual modelo de
desarrollo y de gestión neo-liberal del mundo, causa de la crisis económica, de
las insostenibles desigualdades entre ricos y pobres y del saqueo de los recursos
planetarios.
Decir esto puede parecer banal, y sin embargo los últimos
acontecimientos en Egipto nos demuestran que es necesario recordar cosas así de
sencillas a todos aquellos que, en Occidente o en el mundo arabo-musulmán, se
consideran “progresistas” o militantes de izquierdas y han apoyado el golpe de
estado militar, aceptando como si fuera un hecho marginal la masacre de cientos
de personas. Egipto ha desaparecido ya del panorama mediático, pero basta con
buscar algo de información para descubrir aquello que debería de haber estado
claro desde un principio: la oligarquía militar ha retomado el control total de
la sociedad y el estado de emergencia ha sido utilizado para reprimir no sólo a
los Hermanos Musulmanes, sino a numerosos bloggers o sindicalistas, por lo
demás muy críticos con el gobierno de Morsi, así como las huelgas obreras en la
zona del Sinai o en la ciudad industrial de Mahalla Al-Koubra.
En la nueva situación egipcia, la prensa se ha convertido en
muy poco tiempo en un órgano al servicio del régimen, los procesos y las
acusaciones arbitrarias se multiplican – la acusación de alta traición
formulada contra Al Baradei solo es un ejemplo – la actitud hacia los
palestinos en las zonas fronterizas nunca había sido tan hostil y una dura represión,
en nombre de la guerra contra el terrorismo, aplasta toda forma de protesta. Es
realmente difícil no considerar contrarrevolucionario el régimen instaurado por
el general Al-Sissi.
Lo que debería suponer un problema para la izquierda no es,
evidentemente, la oposición a los Hermanos Musulmanes, que además de tener un
proyecto de sociedad incompatible con el de la izquierda, han cometido graves
errores y demostrado una incapacidad política total. El problema es el apoyo a
los militares que han restaurado, en una versión aún peor, el antiguo régimen.
Entre las multitudes que pidieron la restitución del presidente Morsi y
aclamado la intervención del ejército hubo seguramente muchos idiotas útiles
que probablemente ya se hayan arrepentido. Pero siendo esto comprensible, lo
que sin embargo sorprende es la posición de una parte de la izquierda, incluida
la de los países arabo-musulmanes, que en relación a Siria denuncia el
imperialismo de EEUU, Arabia Saudita o Israel e interpreta el golpe de Estado en
Egipto, financiado y apoyado por esos mismos países, como la continuación de la
revolución comenzada en 2011.
Es ciertamente complejo, en el caso de Egipto, oponerse al
mismo tiempo a los Hermanos Musulmanes y a los militares o, en el caso de
Siria, luchar contra una intervención extranjera o contra la hipocresía de la
guerra humanitaria y al mismo tiempo reconocer, pese a la presencia de milicias
ambiguas entre los rebeldes, el derecho del pueblo sirio a querer acabar con la
dictadura sanguinaria y corrupta de la dinastía Assad. Contra esta forma de
pensar se erige una crítica, transversal a la izquierda y a la derecha, que en
nombre de una realpolitik extrema tacha de ilusoria y utópica esta posición,
argumentando que cuando hay una guerra hay que elegir campo, y que el termino
medio no existe. Rechazar esta clase de argumentos “pragmáticos” significa ante
todo evitar el riesgo de que por el hecho mismo de pronunciarlo y repetirlo se
convierta después en una profecía auto-cumplida. Pero significa sobre todo
creer que son precisamente el sueño y la dimensión utópica lo que falta hoy en
una política de izquierdas. Una fuerte dimensión ideal que sea capaz, como por
otro lado ya ocurrió en otra época no tan lejana, de funcionar como polo de
atracción para los grandes movimientos de masas que en el norte y el sur del
mundo protestan contra los efectos destructivos del neo-liberalismo. La
reconstrucción de esta dimensión ideal es una tarea de dimensiones gigantescas,
que empieza con la superación de divisiones absurdas, basadas por lo demás en
viejos dogmatismos ya totalmente vacíos de sentido. Pero lo que es cierto es
que esta dimensión no reaparecerá nunca si los partidos o fuerzas de la
izquierda se alían con dictaduras militares, con las fuerzas oscuras de regímenes
caídos o si, en nombre de un abstracto pacifismo y anti-imperialismo, se
manifiestan contra un posible ataque a Siria y permanecen indiferentes ante las
matanzas de su régimen.
La revolución tunecina y las revueltas que la han seguido,
incluida la de Siria, tenían como principales razones -debemos recordarlo- la
lucha contra regímenes extremadamente represivos, contra la desocupación y la
pobreza. Si estas razones han desaparecido casi del todo del debate político
para ser sustituidas por el conflicto entre laicos y “progresistas” por un lado
e islamistas por el otro, una parte de la responsabilidad recae en las fuerzas
de izquierda que no han hecho nada para evitar esta polarización.
El único país donde, no obstante la polarización y la
explosión de violencias culminadas en el asesinato de dos líderes de la
oposición, existe aún un margen para la acción y la mediación politica es
Túnez. Desgraciadamente, a causa de algunas decisiones problemáticas, el
espacio de maniobra de la izquierda se está reduciendo cada vez más. Tras haber
obtenido resultados tan decepcionantes en las elecciones de octubre de 2011, en
las que el partido islamista Nahda obtuvo la victoria, la izquierda logró
superar las viejas divisiones y reunir, bajo la sigla del Frente Popular, a
numerosos pequeños partidos, adquiriendo de esta forma mayor credibilidad y
visibilidad. Durante un cierto período la escena política parecía parecía
caracterizada, en consecuencia, por la presencia de tres polos: el Frente
Popular; la troika en el gobierno, formada por Ennahda y otros dos partidos
que, tras haber obtenido un gran resultado en los comicios, hicieron luego
implosión y son hoy poco representativos; la Unión por Túnez, una coalición de
diferentes partidos con una orientación de derecha abiertamente neoliberal y
liderada por Béji Caid Essebsi, hombre clave de la época bourguibista y primer
ministro durante el segundo gobierno de transición post-revolucionaria. En un
escenario semejante, el Frente Popular habría podido jugar un papel determinante
en las diferentes relaciones de fuerza y contrastar la visión neo-liberal de
los otros dos polos, completamente opuestos en la cuestión de la laicidad pero
esencialmente idénticos respecto del programa económico.
La situación cambió completamente cuando el Frente, tras la
destitución de Mursi en Egipto y el asesinato, el 25 de julio, del lídeo
político Mohamed Brahmi, decidió aliarse a la Unión por Túnez y formar un
Frente de Salvación Nacional cuyo objetivo es la disolución del gobierno y de
la Asamblea Constituyente. Desde entonces, casi un tercio de los diputados se
han retirado efectivamente, lo que ha llevado al presidente de la Asamblea,
Mustafa Ben Jaafar, a suspender los trabajos. En estos momentos siguen las
negociaciones entre la troica y la oposición, negociaciones que han paralizado
el país y que hasta ahora no han producido ningún resultado.
Es imperativo reconocer que en Túnez, al igual que en
Egipto, el partido islamista es en gran parte responsable de la degradación de
la situación. La participación masiva en las movilizaciones convocadas por la
oposición demuestra por lo demás que el descontento es general y ampliamente
compartido por la población. Hay, por lo tanto, un gran potencial de
movilización colectiva que la izquierda podría explotar en su favor y que corre
el riesgo, al contrario, de desperdiciar si todo el debate se reduce a la
simple dicotomía entre los pro y anti Ennahda. Los efectos negativos de esta
estrategia son ya visibles: la movilización comienza a perder impulso y la
alianza con la Unión por Túnez ha producido serias discrepancias en el seno del
Frente Popular que podrían fragmentar una unidad de la izquierda tan
fatigosamente construida. La alianza con la Unión, que representa los intereses
del capital y de sectores de la sociedad asociados al antiguo régimen, ha
obligado al Frente, por otra parte, a poner entre paréntesis muchas de las
reivindicaciones que formaban parte de su programa, entre ellas -una de las más
importantes- la convocatoria de una comisión internacional para renegociar o
convertir la deuda externa contraída por la dictadura, una deuda definida como
“odiosa” por la propia Unión Europea. No sólo este tema ha desaparecido del
debate; sin el menor grito de alarma desde la izquierda el gobierno está firmando
con el FMI acuerdos de nuevos préstamos a tasas de interés altísimas y
acompañadas de reformas estructurales que llevarán a disolver lo poco que queda
de Estado del Binestar y a agravar la crisis.
Nuestro mundo es complejo. Analizar las cosas de modo claro
y adquirir alguna certeza se vuelve cada vez más difícil. En esta complejidad
hay, sin embargo, un elemento incontestable: el efecto devastador del
neoliberalismo y del capital. Contra este efecto, enmascarado bajo el nombre de
crisis económica, enormes masas de ciudadanos se han levantado un poco por
todas partes del mundo. Aprovechar este enorme potencial, conservar los
principios fundamentales, no confundirse de enemigo. Estas son las tareas
esenciales a las que debe dedicarse la izquierda.