Foto: Marshall Berman |
Mariano Dorr | ¿Cómo
explicar que el libro de Marshall Berman leído y traducido en todo el mundo
durante los últimos treinta años– no se haya desvanecido? ¿No era un texto lo
suficientemente sólido? Lo que sucedió, en realidad, es que antes de
desvanecerse en el aire, se agotó en las librerías.
Ni el propio Berman tenía un ejemplar de su libro. Con la primera reedición, en 1987, se convirtió en un clásico. Es un trabajo diseñado explícitamente para perdurar; una suerte de construcción teórica cuyo objeto de estudio, la modernidad, no conoce un límite espacio temporal. Como lo expresa en la Introducción, lo moderno no es sólo una cuestión de ayer, sino también de hoy y de mañana. Jean-Jacques Rousseau, Charles Baudelaire, Pablo Picasso o Tracy Chapman y nosotros mismos, somos modernos. Esto significa que desde hace ya varios siglos, los seres humanos compartimos –como rasgo fundamental en el desarrollo de nuestras vidas– las glorias y miserias de nuestra modernidad: “Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”, escribió Berman. Este carácter ambiguo llamó la atención de los primeros que se ocuparon del problema de lo moderno y el advenimiento de un nuevo orden mundial tras las revoluciones burguesas que sacudieron al viejo mundo al calor del carbón y la máquina a vapor. Marx y Nietzsche aparecen en el texto de Berman como los intelectuales que mejor supieron detectar el espíritu de su época. A contrapelo de las vulgatas marxistas, Berman no duda en colocarle a Marx (y a Nietzsche) el rótulo de “modernista”. ¿No eran, tanto uno como el otro, críticos de la modernidad? Sí, pero al mismo tiempo “juguetean” con ella –advierte Berman–, y si ven una solución al drama moderno, no se trata de un “fin” o un “cierre”, sino del surgimiento de un elemento nuevo, nacido en el seno mismo de la modernidad. En el caso de Marx, el obrero. En el de Nietzsche, el ultrahombre.
Ni el propio Berman tenía un ejemplar de su libro. Con la primera reedición, en 1987, se convirtió en un clásico. Es un trabajo diseñado explícitamente para perdurar; una suerte de construcción teórica cuyo objeto de estudio, la modernidad, no conoce un límite espacio temporal. Como lo expresa en la Introducción, lo moderno no es sólo una cuestión de ayer, sino también de hoy y de mañana. Jean-Jacques Rousseau, Charles Baudelaire, Pablo Picasso o Tracy Chapman y nosotros mismos, somos modernos. Esto significa que desde hace ya varios siglos, los seres humanos compartimos –como rasgo fundamental en el desarrollo de nuestras vidas– las glorias y miserias de nuestra modernidad: “Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”, escribió Berman. Este carácter ambiguo llamó la atención de los primeros que se ocuparon del problema de lo moderno y el advenimiento de un nuevo orden mundial tras las revoluciones burguesas que sacudieron al viejo mundo al calor del carbón y la máquina a vapor. Marx y Nietzsche aparecen en el texto de Berman como los intelectuales que mejor supieron detectar el espíritu de su época. A contrapelo de las vulgatas marxistas, Berman no duda en colocarle a Marx (y a Nietzsche) el rótulo de “modernista”. ¿No eran, tanto uno como el otro, críticos de la modernidad? Sí, pero al mismo tiempo “juguetean” con ella –advierte Berman–, y si ven una solución al drama moderno, no se trata de un “fin” o un “cierre”, sino del surgimiento de un elemento nuevo, nacido en el seno mismo de la modernidad. En el caso de Marx, el obrero. En el de Nietzsche, el ultrahombre.
El título del libro es precisamente una frase extraída del
Manifiesto Comunista. Allí Marx se refiere a las nuevas condiciones en las que
vive el hombre, donde “todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su
cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las
nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se
desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se
ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus
relaciones recíprocas”. Es exactamente lo que entiende Marshall Berman cuando
observa las transformaciones a las que no deja de someterse su propio entorno,
el Bronx. La rapidez con que aparece una autopista por sobre el vecindario,
sepultando costumbres y formas de vida que hasta hacía poco parecían
inconmovibles, despierta en el autor la necesidad de pensar seriamente el
proceso de modernización del que –nos guste o no– somos parte. La modernidad
opera multiplicándose a sí misma para yuxtaponerse, como en un collage, sobre
sus propias configuraciones pasadas. Lo moderno no muere, se lo entierra en
vida. Así como un nuevo dispositivo tecnológico deja en el olvido a su antecesor,
la modernidad se extiende sobre nuestras vidas cubriendo a la vorágine de ayer
con nuevas e impensables urgencias, destruyendo nuestro pasado inmediato al
tiempo que nos ofrece nuevas fantasías, palacios de cristal finalmente
inhabitables.
Calles de fuego
El siglo XX fue –según Berman– el más brillantemente
creativo de la historia mundial, y no a pesar de sino gracias a la profundidad
del modernismo vivo en la obra de Günter Grass, García Márquez, Carlos Fuentes,
Fassbinder, Herzog o Philip Glass, entre otros nombres: “Sin embargo, me
parece, no sabemos cómo utilizar nuestro modernismo; hemos perdido o roto la
conexión entre nuestra cultura y nuestras vidas”. El arte del siglo XX no dejó
de superarse a sí mismo hasta alejarse más y más de un espectador olvidadizo y
ya incapaz de captar –en la obra– la dialéctica inherente a la vida moderna.
Otro rasgo del siglo ha sido la polarización a la hora de tomar una posición
frente a la modernidad, entre la exaltación y el rechazo radical. El futurismo
italiano escribió himnos a las máquinas como si se tratara de la llegada de un
Mesías; del otro lado, Max Weber en La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, de 1904, describía el orden económico moderno como una “jaula de
hierro”. Los individuos particulares que conforman la sociedad eran (o somos)
los barrotes de hierro. ¿Qué hay dentro de la jaula? Nada. Es el vacío al que
nos entregamos día a día (para bien o para mal) en nuestro afán por subsistir.
Desde el punto de vista de Marshall Berman, tomar partido en
forma unilateral implica un empobrecimiento; la modernidad no es buena ni mala
en sí misma. Hacer de la vida una tentativa por aferrarse a algo sólido (ya
sean valores, tradiciones, dinero o la columna principal de un rascacielos)
puede ser comprensible, pero ante todo significa que no se han comprendido las
palabras de Karl Marx. Walter Benjamin lo entendió mejor que nadie y retrató
las metamorfosis del siglo XIX parisiense mientras veía emerger las
potencialidades del nuevo arte (el cine). Al mismo tiempo, el tren a vapor –en
manos del totalitarismo– dejó de cargar sólo materias primas para ocuparse de
la deportación en masa de millones de seres humanos, dando lugar a una
industria de la muerte. Ahora bien, Benjamin rechaza al fascismo y al nazismo,
no a la modernidad en sí misma. Al contrario, encuentra en Charles Baudelaire
al hombre moderno en su expresión más lograda. En este punto, Marshall Berman
sigue los pasos de Benjamin y dedica un extenso y bello capítulo (“Baudelaire:
El modernismo en la calle”) al autor de Las flores del mal: “Una de las
paradojas de la modernidad, tal como Baudelaire la ve aquí, es que sus poetas
se harán más profunda y auténticamente poéticos al hacerse más parecidos a los
hombres corrientes. Si el poeta se lanza al caos en movimiento de la vida
cotidiana en el mundo moderno –vida de la cual el nuevo tráfico es un símbolo
primordial– puede apropiarse de esta vida para el arte”. Un mal poeta será
aquel que se mantenga al margen de las calles. La experiencia literaria es inescindible
de los riesgos y peligros que acechan en medio del tráfico y la anárquica
dinámica de las multitudes. El poeta debe abandonar la pureza que ya no dice
nada ante el desafío diario de sobrevivir al terror anónimo de las calles. La
vida moderna urbana se impone con sus movimientos frenéticos, y en lugar de
achatar al artista con su abrumadora violencia, lo empuja hacia nuevas formas
de libertad. En este sentido, Baudelaire fue un maestro en el arte de crear
nuevos corredores por donde atravesar las tensiones del mundo moderno. Para un
intelectual del Bronx como Marshall Berman, estas ideas hicieron de Baudelaire
un verdadero héroe, modelo del hombre moderno en el mejor sentido de la
palabra.
La nostalgia del modernista no debe confundirse con el decadente
sentimentalismo de quien desea volver el tiempo atrás; es cierto que deseamos
volver a casa, pero el motivo que nos hace volver la mirada es sobre todo la
necesidad de recorrer viejos escenarios en donde fuimos otros, completamente
distintos de quienes somos ahora. De ese pasado nos fuimos vacíos, precarios; y
entonces un día ocurre que quisiéramos que llegue el momento en que podamos
regresar, transfigurados, completamente diferentes del que éramos antes de
partir, lo que Berman llama volver a casa con todo. Es una frase tomada de un
disco que Bob Dylan grabó en 1965, Bringing it all back home: “Este álbum es
brillante, tal vez el mejor de Dylan (...) algunas de las canciones
–‘Subterranean Homesick Blues’ (Blues subterráneo de la Nostalgia), ‘It’s alright,
ma, I’m only bleeding’ (No pasa nada, mamá, sólo estoy sangrando)– expresan un
vínculo muy intenso con el pasado, los padres, el hogar, casi completamente
ausente de la cultura de los años sesenta, pero muy presente una década más
tarde. Este álbum puede ser visto hoy como un diálogo entre los años sesenta y
los años setenta. Aquellos de nosotros que crecimos con las canciones de Dylan
sólo podemos esperar que él mismo haya aprendido tanto como aprendimos nosotros
de su obra en los años setenta”, escribió Berman.
Como un sueño
La última reedición de Todo lo sólido se desvanece en el
aire contiene un Postfacio firmado por Marshall Berman en marzo de 2010. Allí
recuerda las peripecias de su libro; las críticas y adhesiones; su viaje a
Brasil a fines de los ochenta donde lo recibieron con tanto cariño y
reconocimiento que, de regreso a Nueva York, pensó que quizás había sido un
sueño. Habla de la necesidad de respetar sin reservas un derecho humano
“crucial para vivir una buena vida en el mundo moderno”, el derecho a amar.
Romeo y Julieta (primera obra moderna, según Berman) nos dice que la libertad
de casarse es un asunto esencial. El matrimonio entre personas del mismo sexo
“será una gran victoria para el derecho de amar”, escribe.
En la primera edición, de 1981, Berman escribió en el
Prefacio sobre la muerte de su hijo Marc, de sólo cinco años, y le dedicó el
libro: “Su vida y su muerte acercan al hogar muchos de los temas e ideas del
libro: la idea de que los que están más felices en el hogar, como él lo estaba,
en el mundo moderno pueden ser los más vulnerables a los demonios que lo
rondan; la idea de que la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, de
las compras, las comidas y las limpiezas, de los abrazos y besos habituales,
puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente
precaria y frágil; que mantener esta vida puede costar luchas desesperadas y
heroicas, y que a veces perdemos”.
La muerte de Marshall Berman no nos deja un poco más solos
que antes, sí un poco más tristes; su libro sigue y seguirá leyéndose en cursos
y seminarios de todo el mundo. Es un texto lleno de ideas y argumentos
brillantes, pero ante todo se trata de convencernos de una situación
desesperante en la que vivimos desde hace al menos cinco siglos. La propuesta
de Berman es bien clara: la mejor manera de encarar las dificultades de la
modernidad (y de capitalizar sus posibilidades) es el diálogo, la conversación
genuina y abierta. En esto se acerca mucho a Jürgen Habermas y su Teoría de la
acción comunicativa. El diálogo es la herramienta con la que contamos para
realizar juntos una tarea con un objetivo común. Y aunque la palabra no esté
exenta de desvanecerse entre el resto de las cosas, es –como la modernidad
misma– potencialmente inagotable. Como el ave del mito, el diálogo –tantas
veces silenciado, interrumpido, amenazado, bloqueado, prohibido– renace de sus
cenizas.