Salto Kerepakupai-Meru, Canaima, Venezuela, 985 m. |
imágenes se imponen a lo largo del proceso de escritura mediante asociaciones, memoria subterránea y hasta algún incidente fortuito que irrumpe en la inmediatez.
Tras el impacto producido por el encuentro con el Nuevo
Mundo, los conquistadores tejieron toda clase de leyendas. Las más
inverosímiles pasaron al olvido. Sobrevivió, sin embargo, la obsesión hipnótica
de El Dorado, fuente probable de fácil enriquecimiento escondida en el
territorio selvático, atravesado por inagotables corrientes de agua. La
tradición oral cobró cuerpo con el testimonio de viajeros. Walter Raleigh,
favorito de Isabel de Inglaterra, emprendió la aventura desde la Guayana,
seguro de poder entregar a la potencia comercial en ascenso, los beneficios del
precioso metal. Encontró obstáculos insalvables. Metal hubo en las márgenes de
los ríos y en las laderas de los montes. Miles de hombres y mujeres,
contratados en empresas en míseras condiciones dejaron sus vidas en un trabajo
sin futuro. Luego, el caucho adquirió el relumbre del oro. Aherrojados a formas
modernas de esclavitud mediante contratos sin remisión posible, colombianos,
venezolanos, brasileños y expatriados de todas partes, acompañaron el nuevo
exterminio de las tribus indígenas.
La literatura dio la señal de alarma. La selva era una
vorágine que se tragaba a los hombres, devorados por tambochas y peces caribe,
enfermos de beri beri. El corazón del Continente, permanecía al margen de las
leyes y de la justicia, reino de la violencia, impune. A las órdenes del
coronel Funes, en la noche de San Fernando [de Atabapo] los machetes masacraron
a los pobladores, cuenta José Eustasio Rivera en su célebre novela. La
violencia se ejerce desde arriba y, horizontalmente, por todos contra todos,
único modo de asegurar una precaria sobrevida. Torpe es la estructura narrativa
empleada por el narrador colombiano y pedregosos resultan sus diálogos
recargados de localismos. Pero, la autenticidad visceral del relato lo ha
situado en el canon literario latinoamericano.
Obsesionado por el binomio civilización-barbarie, Rómulo
Gallegos coloca el contexto social como trasfondo escenográfico por el que
desfilan en sucesión los pequeños negocios pueblerinos, la violencia política
ejercida por los caudillos, la fiebre del oro y la explotación del caucho,
mientras se proyecta, en progresivo primer plano, el misterio de Canaima. Es el
sortilegio indígena de la selva. Marcos Vargas, el protagonista, aparenta
vencer todas las pruebas, dueño de fortaleza física descomunal e invulnerable
en lo moral por su capacidad de desasirse de las tentaciones del amor y la
riqueza. Su alma sucumbe al ensalmo de una fuerza primordial que lo atrapa,
reintegrado a una tribu indígena. Consecuente con su progresismo civilizatorio,
Gallegos concluye con el regreso de un hijo de igual nombre a las tierras
labradas por los hombres, a fin de proseguir estudios en Caracas.
En verdad, el novelista venezolano roza, sin percatarse de
ello, una perspectiva filosófica de mayor alcance. Como los héroes de la
tragedia griega, Marcos Vargas sucumbe ante el llamado fatal del destino cuando
la modernidad enraizada en el tiempo de los calendarios agudiza la
confrontación entre mito e historia. La leyenda de El Dorado se ha convertido
en símbolo del espejismo que dimana de una felicidad conquistada a través del
acceso fácil a la riqueza. En Canaima, la selva ha llegado a su última
frontera, lacerada ya por los depredadores del caucho y, más tarde, por los
bulldozers de las empresas petroleras.
Todavía hoy se contrabandea oro y diamantes a través de las
frágiles fronteras de los territorios amazónicos. Pero la selva ha sido
sometida al dominio de los hombres. Al escribir Los pasos perdidos, Carpentier advirtió el cruce entre mito e historia. El
primero respondía a la búsqueda eterna de la unidad primordial entre el
movimiento de las estrellas, la turbulencia del acontecer y el decursar de la
existencia humana. La novela surgió de la inevitable intertextualidad literaria
y de una experiencia definitoria para el rumbo de sus trabajos posteriores. El
viaje a la gran sabana, distante ya de los aventureros vencidos por Canaima,
pudo contemplar la selva desde el aire. En textos inéditos inspirados en ese
recorrido, anota las imágenes de la lucha interminable librada en el seno del
mundo natural por el acceso al sol y a la supervivencia. Los árboles se devoran
mutuamente, caen luego derribados sobre las márgenes de los ríos, donde los
restos son devorados por los peces. Es el ciclo del eterno retorno, del
constante renacer, equiparable en otro plano al mito de Sísifo. En ese
panorama, Prometeo, aliado del progreso, se empeña en romper las cadenas que lo
atan. Con alusiones a la masacre de San Fernando y al nombre de Canaima,
Carpentier rinde homenaje explícito a Rivera y Gallegos en su relato del viaje
a la gran sabana. Su tiempo, sin embargo, es otro. El escritor ha roto con los
conceptos narrativos con relente localista que constituyen materia muerta en la
obra de sus predecesores. La ruptura con fórmulas de un oficio ya gastado
corresponde a un cambio de perspectiva, no solo porque el cubano observa el
panorama desde el aire, si no porque la noción de lo que acostumbramos llamar
realidad está atravesada por obsesiones de orden trascendentalistas. En Los
pasos perdidos, Marcos, guiño indudable al Marcos Vargas de Gallegos, es
el hombre orgánicamente asentado en una tierra a su medida, nunca sometido al
ensalmo de Canaima, nunca criatura sujeta a un destino fatal. Para el músico,
en cambio, no hay regreso posible al paraíso perdido del buen salvaje, porque
no puede prescindir del papel. Aunque resulte un doloroso desgarramiento, su
opción libérrima es la de volver a la ciudad enriquecido con un aprendizaje
inesperado.
Desde lo alto, Carpentier observó que el techo de la selva
era mucho más que un manto verde. Se imponían los colores variados de la tierra
y las rocas graníticas. Era el espectáculo de la división de las aguas en los
primeros días de la creación bíblica. El corazón del Continente aparecía como
“el riñón de América” con sus poderosos ríos transparentes y aquellos otros de
cauce oscuro. No sabía entonces que estaba descubriendo la mayor reserva
líquida del mundo, la última frontera frente a la desertificación amenazante
por el cambio climático, el bien preciado que tomará el relevo del oro y los
diamantes, del caucho, de la madera y del petróleo. Por caminos trillados y por
aeropuertos intentarán avanzar los conquistadores de los nuevos tiempos, bien
distintos de los aventureros solitarios tragados por Canaima. Las más
sofisticadas tecnologías guían a los representantes de grandes empresas
financieras, mientras los trabajadores sin tierra derriban los árboles para
instalar sus sembradíos. Pero el riñón de América ya no es mito ni leyenda. En
términos concretos y tangibles, cobija el refugio de nuestra fuente de vida.