Slavoj Žižek | Hay
un libro por el cual descubrí qué tipo de persona quiero ser: ‘El gran cuaderno’,
el primero de la trilogía de Agota Kristof, al que le siguieron La prueba y La
tercera mentira. La primera vez que escuché hablar de Agota Kristof pensé que
se trataba de un error de pronunciación europea oriental del nombre de Agatha
Christie, pero pronto descubrí no sólo que Agota no es Agatha, sino que el
horror de Agota es mucho más aterrador que el de Agatha. El gran cuaderno
cuenta la historia de gemelos que viven con su abuela en una pequeña ciudad
húngara durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial y los primeros
tiempos del comunismo. Los gemelos son profundamente inmorales –mienten,
extorsionan, matan–, pese a lo cual representan una auténtica ingenuidad ética
en su forma más pura. Un día encuentran a un desertor famélico en un bosque y
le llevan algunas cosas que éste les pide.
“Cuando volvemos con la comida y la manta, dice: ‘Son muy
buenos.’ Le contestamos: ‘No tratábamos de ser buenos. Le hemos traído estas
cosas porque las necesitaba con desesperación. Eso es todo.’” Si existió alguna
vez una actitud ética cristiana, es esta: no importa lo extraños que sean los
pedidos del prójimo, los gemelos tratan con ingenuidad de cumplirlos. Una noche
se encuentran durmiendo en
la misma cama que un oficial alemán, un homosexual masoquista atormentado. Por la mañana temprano se despiertan y quieren salir de la cama, pero el oficial los retiene: “‘No se muevan. Sigan durmiendo.’ ‘Queremos orinar. Tenemos que irnos.’ ‘No se vayan. Háganlo aquí.’ Preguntamos: ‘¿Dónde?’ Dice: ‘Sobre mí. Sí, No teman. ¡Orinen! En mi rostro.’ Lo hacemos, luego salimos al jardín porque la cama está toda mojada.” ¡Un verdadero acto de amor! La mejor amiga de los gemelos es el ama de llaves de un sacerdote, una joven voluptuosa que los lava y desarrolla juegos eróticos con ellos. Luego algo pasa cuando se hace que una procesión de judíos hambrientos atraviese la ciudad de camino al campo: “Frente a nosotros, un brazo delgado emerge de la multitud, una mano sucia se extiende, una voz pide: ‘Pan.’ El ama de llaves sonríe y simula ofrecer el resto de su pan; lo sostiene cerca de la mano extendida; luego, con una carcajada, vuelve a llevarse el trozo de pan a la boca, come un bocado y dice: ‘Yo también tengo hambre.’” Los muchachos deciden castigarla: le ponen municiones en la cocina de modo tal que, al encenderla por la mañana, explota y la desfigura. En esa línea, me resulta fácil imaginar una situación en la que me mostraría dispuesto a asesinar a alguien por más que supiera que esa persona no mató a nadie de forma directa. Al leer artículos sobre la tortura en regímenes latinoamericanos, encontré repulsiva la (habitual) figura de un médico que ayudaba a los torturadores a realizar su tarea de la manera más eficiente. Si encontrara a una persona así, sabiendo que hay escasas posibilidades de llevarla ante la justicia, y tuviera la oportunidad de asesinarla con discreción, simplemente lo haría, con un mínimo de remordimiento por hacer justicia por mano propia.
la misma cama que un oficial alemán, un homosexual masoquista atormentado. Por la mañana temprano se despiertan y quieren salir de la cama, pero el oficial los retiene: “‘No se muevan. Sigan durmiendo.’ ‘Queremos orinar. Tenemos que irnos.’ ‘No se vayan. Háganlo aquí.’ Preguntamos: ‘¿Dónde?’ Dice: ‘Sobre mí. Sí, No teman. ¡Orinen! En mi rostro.’ Lo hacemos, luego salimos al jardín porque la cama está toda mojada.” ¡Un verdadero acto de amor! La mejor amiga de los gemelos es el ama de llaves de un sacerdote, una joven voluptuosa que los lava y desarrolla juegos eróticos con ellos. Luego algo pasa cuando se hace que una procesión de judíos hambrientos atraviese la ciudad de camino al campo: “Frente a nosotros, un brazo delgado emerge de la multitud, una mano sucia se extiende, una voz pide: ‘Pan.’ El ama de llaves sonríe y simula ofrecer el resto de su pan; lo sostiene cerca de la mano extendida; luego, con una carcajada, vuelve a llevarse el trozo de pan a la boca, come un bocado y dice: ‘Yo también tengo hambre.’” Los muchachos deciden castigarla: le ponen municiones en la cocina de modo tal que, al encenderla por la mañana, explota y la desfigura. En esa línea, me resulta fácil imaginar una situación en la que me mostraría dispuesto a asesinar a alguien por más que supiera que esa persona no mató a nadie de forma directa. Al leer artículos sobre la tortura en regímenes latinoamericanos, encontré repulsiva la (habitual) figura de un médico que ayudaba a los torturadores a realizar su tarea de la manera más eficiente. Si encontrara a una persona así, sabiendo que hay escasas posibilidades de llevarla ante la justicia, y tuviera la oportunidad de asesinarla con discreción, simplemente lo haría, con un mínimo de remordimiento por hacer justicia por mano propia.
Lo que es crucial en esos casos es evitar la fascinación del
mal, que nos impulsa a elevar a los torturadores a la categoría de
transgresores demoníacos que tienen la fuerza para superar nuestras mezquinas
consideraciones morales y actuar con libertad. Los torturadores no están más
allá del bien y del mal; están por debajo de éste. No transgreden de forma
heroica las reglas éticas que compartimos; simplemente carecen de éstas.
Los dos hermanos también extorsionan al sacerdote: lo
amenazan con contarle a todos que molestó sexualmente a Harelip, una niña que
necesita ayuda para sobrevivir, y le exigen una suma de dinero semanal.
Escandalizado, el sacerdote les dice: “‘Es monstruoso. ¿Tienen idea de lo que
están haciendo?’ ‘Sí, señor. Chantaje.’ ‘A su edad (…) Es deplorable.’ ‘Sí, es
deplorable que nos hayamos visto obligados a esto. Pero Harelip y su madre sin
duda alguna necesitan dinero.’” El chantaje no tiene nada de personal, y más
adelante se hacen buenos amigos del sacerdote. Cuando Harelip y su madre están
en condiciones de subsistir por sus propios medios, se niegan a seguir
recibiendo dinero del sacerdote. El frío servicio que prestan a los demás
comprende matarlos, si se les pide que lo hagan: cuando su abuela les pide que
pongan veneno en su taza de leche, dicen: ‘No llores, abuela. Lo haremos. Si en
verdad quieres que lo hagamos, lo haremos.’ Por más ingenua que sea, esa
actitud subjetiva de ninguna manera excluye una distancia reflexiva de una
frialdad monstruosa. Un día los gemelos se visten con harapos y salen a
mendigar. Mujeres que pasan les dan manzanas y galletas, y una de ellas hasta
les acaricia el pelo. Otra mujer los invita a su casa a hacer un trabajo a
cambio del cual les dará de comer.
“Contestamos: ‘No queremos trabajar para usted, señora. No
queremos tomar su sopa ni comer su pan. No tenemos hambre.’ Ella pregunta:
‘¿Entonces por qué mendigan?’ ‘Para descubrir qué efecto tiene y observar las
reacciones de la gente.’ La mujer se aleja gritando: ‘¡Pequeños vándalos! ¡Y
además, impertinentes!’ De camino a casa, tiramos las manzanas, las galletas,
el chocolate y las monedas entre los pastos altos que bordean el camino. Es
imposible deshacernos de las caricias en el pelo.” Estoy en esa posición; así
me encantaría ser: un monstruo ético sin empatía que hace lo que debe hacerse
en una extraña coincidencia de espontaneidad ciega y distancia reflexiva, que
ayuda a los demás al tiempo que evita su repugnante proximidad. Con más gente
así, el mundo habría sido un lugar agradable en el cual el sentimentalismo
quedaría reemplazado por una pasión fría y cruel.
© The Guardian
Traducción de Joaquín Ibarburu
Traducción de Joaquín Ibarburu