- Uno querría a veces entrarle a martillazos al cristalino domo de su ego y reducirlo a lo que habría de ser el manojo de nervios más mágicamente atormentados de nuestro tiempo. Hasta que eso suceda, está condenado a ser un escritor menor

usaba las frases como el mar usa las olas): “Me he pasado la vida mirando al hombre blanco norteamericano igual que tú, Norman, tú para competir y yo para sobrevivir, pero los dos queremos lo mismo: joderlo bien jodido”. Se hicieron amigos al instante, para la decepción general. Mailer estaba escribiendo El negro blanco: decir que estaba interesado en la potencia sexual negra es poco (en sus páginas llegaría a afirmar que ése era el punto neurálgico del odio racial en su país) y en aquellos meses con Baldwin en París pudo hablar de lo que nunca antes se había atrevido a hablar con un negro, o con cualquier otro hombre.
Un año después, ya de vuelta en Nueva York, publicó el libro
donde famosamente sostenía que el hipster
blanco era el nuevo negro, igual de paria, igual de lumpen, y que ambos se
alzaban contra lo mismo, esa sociedad que los alienaba. Baldwin se guardó la
opinión. Año y medio después, Mailer publicó Advertencias a mí mismo. En uno de
los capítulos ajusticiaba a todos los escritores de su generación, de a uno por
párrafo. Baldwin seguía en París, leyó el párrafo que le correspondía en casa
de Jim Jones, de un ejemplar que acababa de traer William Styron de Nueva York.
“Uno querría a veces entrarle a
martillazos al cristalino domo de su ego y reducirlo a lo que habría de ser el
manojo de nervios más mágicamente atormentados de nuestro tiempo. Hasta que eso
suceda, está condenado a ser un escritor menor”, decía Mailer de él, pero
Baldwin volvió a callar. Y entonces la lucha por los derechos civiles en el Sur
se puso caliente y Jimmy B sintió que tenía que volver o dejar de opinar desde
afuera. Volvió, recorrió el Sur y escribió para Esquire su ensayo “El chico
negro mira al chico blanco”, que debía leerse, dijo, como una carta de amor: la
historia de su amistad con Mailer, y lo que dejaba ver sobre la relación entre
los blancos y los negros en Estados Unidos.


Baldwin vivió casi veinte años más, pero como si hubiera
dado su obra por terminada. Siguió publicando ocasionalmente, pero él mismo se
consideraba whisky aguado (“Por supuesto,
incluso el whisky aguado es mejor que nada, pero no por eso voy a engañarme”).
En la introducción a sus ensayos completos (El precio del boleto) decía:
“Tuve que hacer las paces con unas cuantas cosas en mi vida, entre ellas con mi inteligencia. Uno no comprende que es inteligente hasta que eso lo mete en problemas. Y de nada sirve tener gran fuerza de voluntad. Es un gran error malentender la naturaleza de la voluntad; en las zonas importantes de la vida, la voluntad tiende a traicionar a la inteligencia, sea por exceso o falta. Lo que es crucial entender es que toda estructura mental que erija un escritor es no sólo su fortaleza; también es su cárcel, porque ni siquiera a su pesar puede dejar fuera a su conciencia”.
Antes de morir, Baldwin tuvo un último encuentro con Mailer.
Este le preguntó qué recordaba del día en que se conocieron. “Tú me confesaste
que lo que más te interesaba en el mundo era entender cómo funcionaba el
poder”, dijo Baldwin. “Y tú me contestaste que lo que más te interesaba de la
literatura era el ser humano como tal, no el ser humano como símbolo”, dijo
Mailer. Baldwin se rió y dijo: “Bueno, déjame decirte que sé bien cómo ha
funcionado el poder conmigo y nunca me hice la menor ilusión acerca de mi
capacidad para manipularlo”. El viejo Norman contestó socarronamente: “Pues
déjame decirte, Jimmy, que tú y yo nos convertimos hace un buen rato en meros
símbolos de lo que éramos en aquel departamento en París en 1956”.
Título original: “Un martillazo
para el amigo”
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