Slavoj Žižek | La
semana pasada ardían las ciudades en Bosnia-Herzegovina. Todo comenzó en Tuzla,
una ciudad con mayoría musulmana. A continuación las protestas se extendieron a
la capital, Sarajevo, y a Zenica, pero también a Mostar, donde vive una gran
parte de la población croata, y a Banja Luka, capital de la parte serbia de
Bosnia. Miles de manifestantes iracundos ocuparon e incendiaron edificios
gubernamentales. Aunque la situación se calmó posteriormente, sigue
prevaleciendo una atmósfera de alta tensión.
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Los eventos provocaron teorías
conspirativas (por ejemplo, que el gobierno serbio había organizado las
manifestaciones para derrocar a la dirigencia bosnia), pero se pueden ignorar
sin temor a equivocarse ya que es obvio que, sea lo que sea lo que acecha, la
desesperación de los manifestantes es auténtica. Uno está tentado de
parafrasear la famosa frase de Mao Zedong: ¡hay
caos en Bosnia, la situación es excelente!
¿Por qué? Porque las demandas de los manifestantes no
podrían ser más simples (puestos de trabajo, la posibilidad de una vida
decente, el fin de la corrupción) pero movilizaron a gente en Bosnia, un país
que en las últimas décadas se ha convertido en sinónimo de una feroz limpieza
étnica.
Hasta ahora las únicas manifestaciones masivas en Bosnia y
otros Estados post yugoslavos tuvieron que ver con pasiones étnicas o
religiosas. A mediados de 2013 dos protestas públicas se organizaron en
Croacia, un país en profunda crisis económica, con una alta tasa de desempleo y
un profundo sentido de desesperación: los sindicatos trataron de organizar un
mitin en apoyo a los derechos de los trabajadores, mientras nacionalistas de
derecha iniciaban un movimiento de protesta contra el uso de letras cirílicas
en edificios públicos en ciudades con minoría serbia. La primera iniciativa
atrajo a un par de cientos de personas a una plaza en Zagreb; la segunda
movilizó a cientos de miles, como lo había hecho un anterior movimiento
fundamentalista contra matrimonios del mismo sexo.
Croacia está lejos de ser una excepción: de los Balcanes a
Escandinavia, de EE.UU. a Israel, de África central a India, amenaza una nueva
Edad Oscura, con la explosión de pasiones étnicas y religiosas y el retroceso
de los valores de la Ilustración. Esas pasiones acechaban en el trasfondo todo
el tiempo, pero lo que es nuevo es la desvergüenza descarada de su exhibición.
¿Qué podemos hacer? Liberales de la tendencia dominante nos
dicen que cuando fundamentalistas étnicos o religiosos amenazan los valores
democráticos básicos, debemos unirnos todos tras la agenda liberal-democrática
de tolerancia cultural, salvar lo que puede ser salvado y dejar a un lado los
sueños de una transformación social más radical. Nuestra tarea, se nos dice, es
obvia: tenemos que elegir entre la libertad liberal y la opresión
fundamentalista.
Sin embargo, cuando se nos hace triunfalmente una pregunta
(puramente retórica) como “¿Quiere que las mujeres sean excluidas de la vida
pública?” o “¿Quiere que todo crítico de la religión sea castigado con la pena
de muerte?”, lo que debiera causar nuestra sorpresa es la misma auto-evidencia
de la respuesta. El problema es que semejante universalismo liberal perdió hace
tiempo su inocencia. El conflicto entre la permisividad liberal y el
fundamentalismo es en última instancia un conflicto falso, un ciclo vicioso de
dos polos que se generan y presuponen mutuamente.
Lo que Max Horkheimer dijo sobre el fascismo y el
capitalismo en los años treinta (que los que no quieren hablar críticamente
sobre el capitalismo también debieran guardar silencio sobre el fascismo)
debería ser aplicado al fundamentalismo actual: los que no quieren hablar
críticamente sobre la democracia liberal deberían también guardar silencio
sobre el fundamentalismo religioso.
Como reacción a la caracterización del marxismo como “Islam
del Siglo XX”, Jean-Pierre Taguieff escribió que el Islam se estaba
convirtiendo en “el marxismo del Siglo XXI”, prolongando, después de la
decadencia del comunismo, su violento anticapitalismo.
Sin embargo, se puede decir que las recientes vicisitudes
del fundamentalismo musulmán confirman la antigua idea de Walter Benjamin de
que “cada ascenso del fascismo da testimonio de una revolución fallida”. En
otras palabras, el ascenso del fascismo es al mismo tiempo el fracaso de la
izquierda y la prueba de que existía un potencial revolucionario, un
descontento, que la izquierda no logró movilizar. ¿Y no vale lo mismo para el
actual así llamado “islamofascismo”? ¿No es el ascenso del islamismo radical
exactamente correlativo a la desaparición de la izquierda laica en países
musulmanes?
Cuando Afganistán es presentado como el supremo país
fundamentalista islámico, ¿quién recuerda que hace 40 años era un país con una
fuerte tradición secular, incluyendo un poderoso Partido Comunista que tomó el
poder independientemente de la Unión Soviética?
En este contexto se deben comprender los últimos eventos en
Bosnia. En una de las fotos de las protestas vemos a los manifestantes agitando
tres banderas una al lado de la otra: bosnia, serbia, croata, expresando la
voluntad de ignorar diferencias étnicas. En una palabra, estamos ante una
rebelión contra elites nacionalistas: el pueblo de Bosnia ha terminado por
comprender quién es su verdadero enemigo: no otros grupos étnicos, sino sus
propios dirigentes que pretenden protegerlos de otros. Es como si la antigua y
muy abusada consigna de Tito de la “hermandad y unidad” de las naciones
yugoslavas adquiriera nueva actualidad.
Uno de los objetivos de los manifestantes era la
administración de la UE que supervisa el Estado bosnio, imponiendo la paz entre
las tres naciones y suministrando una ayuda financiera significativa para
permitir que funcione el Estado. Esto puede parecer sorprendente ya que los
objetivos de los manifestantes son nominalmente los mismos que los de Bruselas:
prosperidad y el fin de las tensiones étnicas y la corrupción. Sin embargo, la
manera como la UE gobierna efectivamente Bosnia afianza las particiones: trata
con las elites nacionalistas como sus socios privilegiados, mediando entre
ellas.
Lo que confirma el estallido bosnio es que no se puede
superar genuinamente pasiones étnicas imponiendo una agenda liberal: lo que
unió a los manifestantes es una demanda radical de justicia. El siguiente paso
y más difícil hubiera sido organizar las protestas en un nuevo movimiento
social que ignore las divisiones étnicas y organizar más protestas; ¿es posible
imaginar una escena de bosnios y serbios exasperados manifestandose juntos en
Sarajevo?
Incluso si las manifestaciones pierden gradualmente su
poder, seguirán siendo una breve chispa de esperanza, algo como soldados
enemigos fraternizando a través de las trincheras en la Primera Guerra Mundial.
Los eventos auténticamente emancipadores siempre involucran que se ignoren de
esa manera las identidades particulares.
Y lo mismo vale para la reciente visita de las dos miembros
de Pussy Riot a Nueva York: en una gran función de gala, fueron presentadas por
Madonna en presencia de Bob Geldof, Richard Gere, etc.: la usual banda de los
derechos humanos. Lo que debieran haber hecho allí es expresar su solidaridad
con Edward Snowden, afirmar que Pussy Riot y Snowden forman parte del mismo
movimiento global. Sin gestos semejantes, que unan lo que parece incompatible
en nuestra experiencia ideológica ordinaria (musulmanes, serbios y croatas en
Bosnia; laicos turcos y musulmanes anticapitalistas en Turquía, etc.), los
movimientos de protesta serán siempre manipulados por una superpotencia en su
lucha contra otra.
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