Bolívar Echeverría
El ensayo sobre la obra de arte es un unicum dentro de la obra de Walter Benjamin; ocupa en ella, junto
al manuscrito inacabado de las Tesis sobre el materialismo histórico, un lugar
de excepción. Es la obra de un militante político, de aquel que él había rehuido
ser a lo largo de su vida, convencido de que, en la dimensión discursiva, lo
político se juega, y de manera a veces incluso más decisiva, en tormo a objetos
aparentemente ajenos al de la política propiamente dicha. Pero no sólo es
excepcional dentro de la obra de Benjamin, sino también dentro de los dos
ámbitos discursivos a los que está dirigido: el de la teoría política marxista,
por un lado, y el de la teoría y la historia del arte, por otro. Ni en el un
campo de teorización ni en el otro sus cultivadores han sabido bien a bien
dónde ubicar los temas que se abordan en este escrito. Se trata, por lo demás,
de una excepcionalidad perfectamente comprensible, si se tiene en cuenta la
extrema sensibilidad de su autor y la radicalidad con que su crisis personal
interiorizaba la crisis de la situación histórica que le tocó vivir.
El momento en que Benjamin escribe este ensayo es él mismo excepcional, trae consigo un punto de inflexión histórica como pocos en la historia moderna. El destino de la historia mundial se decidía entonces en Europa y, dentro de ella, el lugar de la encrucijada era Alemania. Contenía el instante y el punto precisos en los que la vida de las sociedades europeas debía decidirse, en palabras de Rosa Luxemburgo, entre el “salto al comunismo” o la “caída en la barbarie”. Para 1936 podía pensarse todavía, como lo hacía la mayoría de la gente de izquierda, que los dados estaban en el aire, que era igualmente posible que el régimen nazi fracasara –abriendo las puertas a una rebelión proletaria y a la revolución anticapitalista– o que se consolidara, se volviese irreversible y completara su programa contrarrevolucionario, hundiendo así a la historia en la catástrofe.
El momento en que Benjamin escribe este ensayo es él mismo excepcional, trae consigo un punto de inflexión histórica como pocos en la historia moderna. El destino de la historia mundial se decidía entonces en Europa y, dentro de ella, el lugar de la encrucijada era Alemania. Contenía el instante y el punto precisos en los que la vida de las sociedades europeas debía decidirse, en palabras de Rosa Luxemburgo, entre el “salto al comunismo” o la “caída en la barbarie”. Para 1936 podía pensarse todavía, como lo hacía la mayoría de la gente de izquierda, que los dados estaban en el aire, que era igualmente posible que el régimen nazi fracasara –abriendo las puertas a una rebelión proletaria y a la revolución anticapitalista– o que se consolidara, se volviese irreversible y completara su programa contrarrevolucionario, hundiendo así a la historia en la catástrofe.
El Walter Benjamin que había existido hasta entonces, el
autor que había publicado hace poco un libro insuperable sobre lo barroco, Ursprung des deutschen Trauerspiels, y
que tenía en preparación una obra omniabarcante sobre la historia profunda del
siglo XIX, cuyo primer borrador (el único que quedó después de su suicidio en
1940) conocemos ahora como “la obra de los pasajes”, no podía seguir
existiendo; su vida se había interrumpido definitivamente. Su persona, como
presencia perfectamente identificada en el orbe cultural, con una obra que se
insertaba como elemento a tenerse en cuenta en el sutil mecanismo de la vida
discursiva europea, se desvanecía junto con la liquidación de ese orbe.
Perseguido primero por “judío” y después por “bolchevique”, privado de todo
recurso privado o público para defenderse en “tiempos de penuria”, había sido
convertido de la noche a la mañana en un paria, en un proletario cuya capacidad
de trabajo ya no era aceptada por la sociedad ni siquiera con el valor apenas
probable de una fuerza de reserva. La disposición a interiorizar la situación
límite en la que se había encerrado la historia moderna era en su persona mucho
más marcada que en ningún otro intelectual de izquierda en la Alemania de los
años treinta.
Exiliado en París, donde muchos de los escritores y artistas
alemanes expulsados por la persecución nazi intentan permanecer activos y
apoyarse mutuamente, Benjamin se mantiene sin embargo distanciado de ellos.
Aunque le parece importante cultivar el contacto con los intelectuales
comunistas, en cuyo Instituto para el estudio del fascismo, en abril de 1934,
da una conferencia, El autor como productor –que contiene adelantos de algunas
ideas propias del ensayo sobre la obra de arte–, la impresión que tiene de la
idea que prevalece entre ellos acerca de la relación entre creación artística y
compromiso revolucionario es completamente negativa: mientras el partido
desprecia la consistencia cualitativa de la obra intelectual y artística de
vanguardia y se interesa exclusivamente en el valor de propaganda que ella
puede tener en el escenario de la política, los autores de ella, los
“intelectuales burgueses”, por su lado, no ven en su acercamiento a los
comunistas otra cosa que la oportunidad de dotar a sus personas de la posición
“políticamente correcta” que no son capaces de distinguir en sus propias obras.
Se trata de un desencuentro que Benjamin mira críticamente. Un episodio del
mismo tendrá él la oportunidad de presenciar en junio del año siguiente,
durante el “Congreso de los escritores antifascistas para el rescate de la
cultura”. En esa ocasión, el novelista austriaco Robert Musil pudo ironizar
acerca de la politización del arte, entendida como compromiso con la política
de los partidos políticos; la política puede “concernir a todos”, dijo, “como
también concierne a todos la higiene”, sólo que a nadie se le ocurriría
pedirnos que desarrollemos por ésta una pasión especial.
El ensayo sobre la obra de arte tiene su motivación
inmediata en la necesidad de plantear en un plano esencial esta relación entre
el arte de vanguardia y la revolución política. Al mismo tiempo, le sirve a su
autor como tabla de salvación; forma parte de un intento desesperado de
sobrevivir rehaciéndose como otro a través de una fidelidad a un “sí mismo” que
se había vuelto imposible. La redacción de este ensayo es una manera de
continuar el trabajo sobre “París, capital del siglo XIX” o la “Obra de los
pasajes” en condiciones completamente diferentes a aquellas en las que fue
concebido originalmente. En su carta a Horkheimer del 18 de Septiembre de 1935,
Benjamin explica el sentido de su ensayo:
“En esta ocasión se trata de señalar, dentro del presente, el punto exacto al que se referirá mi construcción histórica como a su punto de fuga... El destino del arte en el siglo XIX... tiene algo que decirnos [...] porque está contenido en el tictac de un reloj cuya hora sólo alcanza a sonar en nuestros oídos. Con esto quiero decir que la hora decisiva del arte ha sonado para nosotros, hora cuya rúbrica he fijado en una serie de consideraciones provisionales... Estas consideraciones hacen el intento de dar a la teoría del arte una forma verdaderamente contemporánea, y esto desde dentro, evitando toda relación no mediada con la política.” (W. Benjamin 1991, 983.)
|
http://www.bolivare.unam.mx/ |