Dilma Rousseff ✆ Fabio Campana |
Obedeciendo a un orden directa de Adolf Hitler, el 18 de Agosto de 1944 Ernst Thälmann moría fusilado por las SS en el campo de concentración de Buchenwald. Su cuerpo fue inmediatamente cremado para que no quedara vestigio alguno de su paso por este mundo. Thälmann había llegado a este tétrico lugar luego de transcurrir los anteriores once años de su vida en la prisión de Bautzen, donde fuera enviado cuando la Gestapo lo detuvo –al igual que a miles de sus camaradas- poco después del ascenso de Hitler al poder, en 1933.
Ni siquiera el mortal peligro que representaban el
irresistible ascenso del nazismo en Alemania y la estabilización del régimen
fascista en Italia lograron torcer esta directiva. León Trotsky se opuso a la
misma y no tardó en condenarla. Y desde la cárcel Antonio Gramsci le confesaba
a un recluso socialista, Sandro Pertini, que esa consigna que debilitaba la
resistencia al fascismo “era una estupidez”. Tanto el revolucionario ruso como
el fundador del PCI eran conscientes de que el sectarismo de esa táctica
expresaba un temerario desprecio por el riesgo que presentaba la coyuntura y
que su implementación terminaría por abrir la puerta a los horrores del
nazismo, clausurando por mucho tiempo las perspectivas de la revolución
socialista en Europa. La Tercera Internacional abandonó esa postura en su VIIº
y último congreso, en 1935, para adoptar la tesis de los frentes populares o
frentes únicos antifascistas. Pero ya era demasiado tarde y el fascismo se
había enseñoreado de buena parte de Europa.
El supuesto que subyacía a la tesis del “socialfascismo” era
que todos los partidos, a excepción de los comunistas, constituían una masa
reaccionaria y que no había distinciones significativas entre ellos. Llama la
atención el profundo desconocimiento que esta doctrina evidenciaba en relación
a lo que Marx y Engels habían escrito en el Manifiesto Comunista. En su
capítulo II dicen, por ejemplo, que “los comunistas no forman un partido
aparte, opuesto a los otros partidos obreros. Los comunistas sólo se
distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las
diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los
intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la
nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo
por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre
los intereses del movimiento en su conjunto.”
Y Lenin, a su vez, durante el curso de la Revolución Rusa
reiteradamente subrayó la necesidad de que los bolcheviques elaborasen una
política de alianzas con otras fuerzas políticas que preservando la autonomía e
identidad política de los comunistas pudiese, en dadas ocasiones, llevar a la
práctica acciones e iniciativas concretas que hicieran avanzar el proceso
revolucionario. Había, tanto en los fundadores del materialismo histórico como
en el líder ruso una clara idea de que podía haber partidos obreros, o
representantes de otras clases o grupos sociales (la pequeña burguesía es el
ejemplo más corriente) con los cuales podían forjarse alianzas transitorias y
puntuales y que nada podría ser más perjudicial para los intereses de los
trabajadores que desestimar esa posibilidad y, de ese modo, abrir la puerta a
la victoria de las expresiones más recalcitrantes y violentas de la burguesía.
Volveremos sobre este tema más adelante.
Lo anterior viene a cuento porque en los últimos días muchos
compañeros y amigos del Brasil me hicieron llegar mensajes o artículos en donde
anunciaban su intención de abstenerse en el ballotage del 26 de Octubre, o de
votar en blanco o nulo, con el argumento de que tanto Aécio como Dilma eran lo
mismo, y que para la causa popular daba igual la victoria de uno u otro. El
pueblo brasileño, decían, sufrirá los rigores de un gobierno que, en cualquier
caso, estará al servicio del gran capital y en contra de los intereses
populares. El motivo de estas líneas es demostrar el grave error en que se
incurriría si se obrara de esa manera. Al igual que la desastrosa política del
“socialfascismo”, que pavimentó el camino de Hitler al poder, la tesis de que
Aécio y Dilma “son lo mismo” va a tener, en caso de que triunfe el primero,
funestas consecuencias para las clases populares del Brasil y de toda América
Latina, más allá de la obviedad de que Aécio no es Hitler y que el PSDB no es
el Partido Nacional Socialista Alemán.
El análisis marxista enseña que, en primer lugar, resolver
los desafíos de la coyuntura exige como tantas veces lo dijera Lenin, un
“análisis concreto de la situación concreta” y no tan sólo una manipulación
abstracta de categorías teóricas. Decir que Aécio y Dilma son políticos
burgueses es una caracterización tan grosera como sostener que el capitalismo
brasileño es igual al que existe en Finlandia o Noruega -los dos países más
igualitarios del planeta y con mayores índices de desarrollo humano según
diversos informes producidos por las Naciones Unidas. A partir de una
interpretación tan genérica como esa será imposible extraer una lúcida “guía
para la acción” que oriente la política de las fuerzas populares. Ningún
análisis serio del capitalismo, al menos desde el marxismo, puede limitar su
examen al plano de las determinaciones esenciales que lo caracterizan como un
modo de producción específico.
Mucho menos cuando se trata de analizar una coyuntura
política en donde los fundamentos estructurales se combinan con factores y
condicionamientos de carácter histórico, cultural, idiosincráticos y, por
supuesto, políticos e internacionales. Al hacer caso omiso del papel que juegan
estos factores concretos se cae en lo que Gramsci criticó como “doctrinarismo
pedante”, prevaleciente en el infantilismo izquierdista que proliferó en Europa
en los años veinte y treinta del siglo pasado. Por esta misma razón decir que
Hitler y León Blum eran dos políticos burgueses no hizo posible avanzar
siquiera un milímetro en la comprensión de la dinámica política desencadenada
por la crisis general del capitalismo en Europa, para ni hablar de la capacidad
para enfrentar eficazmente la amenaza fascista.
En un caso había un déspota sanguinario, fervientemente
anticomunista, que sumiría a su país y a toda Europa en un baño de sangre; en
el otro, a un primer ministro socialista de Francia, líder del Frente Popular,
que acogía a los alemanes e italianos que huían del fascismo y que se opuso,
infructuosamente para desgracia de la humanidad, a los planes de Hitler. Era
evidente que ambos no eran lo mismo, a pesar de su condición de políticos
burgueses. Pero el sectarismo ultraizquierdista pasó por alto estas supuestas
nimiedades y, con su miopía política, facilitó la consolidación de los
regímenes fascistas en Europa.
Segundo, cualquiera mínimamente informado sabe muy bien que
por sus convicciones ideológicas, por su inserción en un partido como el PSDB y
por su trayectoria política Aécio representa la versión dura del
neoliberalismo: imperio irrestricto de los mercados, desmantelamiento del
nefasto “intervencionismo estatal”, reducción de la inversión social,
“permisividad” medioambiental y apelación a la fuerza represiva del estado para
mantener el orden y contener a los revoltosos. Fue por eso que nada menos que
el Club Militar -un antro de golpistas reaccionarios, nostálgicos de la brutal
dictadura de 1964- decidió brindarle su apoyo dado que según sus integrantes el
ex gobernador de Minas Gerais posee “las credenciales necesarias para
interrumpir el proyecto de poder del PT, que marcha hacia la sovietización del
país”.
Más allá del desvarío que manifiestan los proponentes de
este disparate sería un gesto de imprudencia que la izquierda no tomara nota
del creciente proceso de fascistización de amplios sectores de las capas medias
y el clima macartista que satura diversos ambientes sociales y que, en
consecuencia, desestimara la trascendencia de lo que significa el explícito
apoyo a Aécio de parte de los militares golpistas, el sector más reaccionario
(y muy poderoso) de la sociedad brasileña. Que tras la vergonzosa capitulación
de Marina, Aécio haya prometido asumir como propia la “agenda social y
ecológica” de aquella es apenas una maniobra propagandística que sólo espíritus
incurablemente ingenuos pueden creer.
Tercero, la indiferencia de un sector de la izquierda
brasileña ante el resultado del ballotage re-edita el suicida optimismo con que
Thälmann enfrentó, ya desde la cárcel, la estabilización del régimen nazi:
“después de Hitler” –decía a sus compañeros de infortunio, tratando de
consolarlos- “venimos nosotros”. Se equivocó, trágicamente. ¿Alguien puede
pensar que después de Aécio florecerá la revolución en Brasil? Lo más seguro es
que se inicie un ciclo de larga duración en donde las alternativas de
izquierda, inclusive de un progresismo “light” como el del PT, desaparezcan del
horizonte histórico por largos años, como ocurriera después del golpe de 1964.
Es ilusorio pensar que bajo Aécio las clases y capas
populares dispondrán de condiciones mínimas como para reorganizarse después de
la debacle experimentada por las suicidas políticas del PT; que nuevos
movimientos sociales podrán aparecer y actuar con un cierto grado de libertad
en una escena pública cada vez más controlada y acotada por los aparatos
represivos del estado y las tendencias fascistizantes arriba anotadas; o que
nuevas fuerzas partidarias podrán irrumpir para disputar, desde la calle o
desde las urnas, la supremacía de la derecha.
Cuarto, va de suyo que la opción que enfrentará el pueblo
brasileño el próximo 26 de Octubre no es entre reacción y revolución. Es entre
la restauración conservadora que representa Neves y la continuidad de un
neodesarrollismo surcado por profundas contradicciones pero proyectado al
Planalto por lo que en su momento fue el más importante partido de masas de
izquierda de América Latina. Pese a su deplorable capitulación ante las clases
dominantes del Brasil, su incapacidad para comprender la gravedad de la amenaza
imperialista que se cierne sobre su país -¡el más rodeado de bases militares
norteamericanas de toda América Latina!- y el abandono de su programa original,
el PT conserva todavía la fidelidad de un segmento mayoritario de los
condenados de la tierra en Brasil y un cierto compromiso, pocas veces honrado
pero aun así presente, con las aspiraciones emancipatorias de las clases
populares que en 1980 le dieron nacimiento.
Por eso, ante la ralentización de la reforma agraria en
Brasil Dilma al menos siente que tiene que salir y explicar al MST las razones
de comportamiento y prometer la adopción de algunas medidas para modificar esa
situación. Aécio, en cambio, no tiene nada que ver con el MST ni con los
campesinos brasileños, y ante sus reclamos responderá con la policía
militarizada.
Quinto, lo anterior no implica exaltación alguna del PT, que
en su triste involución pasó de ser una organización política moderadamente
progresista a un típico “partido del orden” al cual el adjetivo de “reformista”
le queda grande. Tampoco se desprende de nuestro razonamiento la necesidad o
conveniencia de que las fuerzas de izquierda establezcan una alianza con el PT
o sellen acuerdos programáticos con él de cara al futuro. Pero en la actual
coyuntura, definida por el hecho institucional de las elecciones presidenciales
y no por la inminencia de una insurrección popular revolucionaria, el voto por
Dilma es el único instrumento disponible en el Brasil para evitar un mal mayor,
mucho mayor. Los compañeros que abogan por la neutralidad o la indiferencia
deberían, para ser honestos, señalar cuál es la otra fuerza política que podría
impedir la victoria de Aécio, y cuál es la estrategia política a utilizar para tal
efecto, sea electoral (que no la hay) o extra-institucional o insurreccional,
que nadie logra atisbar en el horizonte. Si no hay otra arma la izquierda no
puede refugiarse en una pretendida neutralidad.
Y si se logra derrotar la reacción conservadora liderada por
el PSDB (como muchos en América Latina y el Caribe fervientemente esperamos)
habrá que aprovechar los cuatro años restantes para reorganizar el campo
popular desorganizado, desmoralizado y desmovilizado por las políticas del PT.
Y someter al segundo gobierno de Dilma a una crítica implacable, empujándola
“desde abajo”, desde los movimientos sociales y las nuevas fuerzas partidarias,
a adoptar las políticas necesarias para un ataque a fondo contra la pobreza y
la desigualdad, contra la prepotencia de los oligopolios y los chantajes de las
clases dominantes aliadas al imperialismo.
En el plano internacional el triunfo de los tucanos tendría
gravísimas consecuencias porque entronizaría en el Planalto a una fuerza
política sometida por completo a los dictados de la Casa Blanca; sabotearía los
procesos de integración supranacional en marcha como el Mercosur, la UNASUR y
la CELAC; serviría como cabecera de playa para atacar a la Revolución
Bolivariana y los gobiernos de izquierda y progresistas de la región; para
aislar a la Revolución Cubana y para ofrecer el apoyo material y personal de
Brasil para las infinitas guerras del imperio. No es que el imperio sea
omnisciente, pero se equivoca muy poco a la hora de identificar a quienes no se
pliegan incondicionalmente ante sus mandatos. Por algo ha lanzado, junto con
sus aliados locales, una tremenda campaña internacional para que su candidato,
Aécio, triunfe el próximo domingo. Nadie en la izquierda puede ignorar que, si
tal cosa llegara a ocurrir, una larga noche se cerniría sobre América Latina y
el Caribe, abriendo un paréntesis ominoso que quien sabe cuánto tiempo
tardaríamos en cerrar. Sin extremar las analogías históricas convendría meditar
sobre la suerte corrida por Thälmann y sus camaradas comunistas gracias a la
adopción de una tesis que sostenía la esencial igualdad de todos los partidos
políticos burgueses.