Una conocida carta de Marx a Engels (del 25 de septiembre de
1857) revela la importancia que el primero concedía al papel del ejército en la
historia. Recordaba que el primer sistema de salarios nació en los ejércitos
antiguos, así como la primera forma legal del derecho a la propiedad, el primer
uso de la maquinaria en gran escala y hasta la primera forma de división del
trabajo dentro de una rama productiva. Su conclusión, a la luz de lo que nos
está sucediendo, parece tanto premonitoria como agobiante: Toda la historia de
las formas de la sociedad burguesa se resume notablemente en la militar (Correspondencia
Marx-Engels, Ediciones de Cultura Popular, México, 1972, tomo I, p. 135).
En la actualidad los debates y análisis sobre la relación
entre las fuerzas armadas estatales y las luchas anticapitalistas son poco
frecuentes. Tanto como la comprensión del papel de la violencia de arriba en la
remodelación del mundo. Probablemente la centralidad que han adquirido las
democracias electorales en las sociedades occidentales y la difusión de una
cultura consumista (ambos fenómenos estrechamente ligados) parecen haber
evaporado la hipótesis de Marx sobre el paralelismo entre la economía y la
guerra.
Para el siglo XX, William McNeill establece la relación
entre el crecimiento demográfico y las dos guerras mundiales, como causa del
conflicto y como forma de mitigar la superpoblación europea; pero también nos
recuerda que el control biopolítico de las poblaciones arranca con la
movilización en masa para hacer la guerra y, finalmente, destaca que la
industrialización y el nacimiento del estado de bienestar estuvieron
estrechamente ligados al estallido del conflicto armado, en particular en la
Segunda Guerra Mundial (La búsqueda del poder, Siglo XXI, México, 1988,
capítulo 9).
Se trata de pistas generales, de indicaciones que nos
fuerzan a colocar la cuestión militar en un lugar destacado de nuestros
análisis. Un esfuerzo, por cierto, en el que las personas y los movimientos
anticapitalistas estamos muy retrasados. Una de las limitaciones es que
conocemos sólo parcialmente los planes y objetivos de los poderosos. Otra
consiste en focalizar la cuestión militar en el armamento, en particular en el
desarrollo tecnológico de nuevas y sofisticadas armas. Por eso es bueno
recordar que no son las armas las que ganan las guerras.
En 1946, tres años antes de tomar el poder, Mao Tse Tung
concedió una entrevista a la periodista Anne Louise Strong. Ésta le preguntó
qué sucedería si Estados Unidos usara la bomba atómica contra la Unión
Soviética o contra China, países que aún no poseían el arma nuclear. La bomba
atómica es un tigre de papel que los reaccionarios norteamericanos utilizan
para asustar a la gente. Parece terrible, pero de hecho no lo es. Por supuesto,
la bomba atómica es un arma de matanza en vasta escala, pero el resultado de
una guerra lo decide el pueblo y no uno o dos tipos nuevos de armas, dijo Mao (Obras
Escogidas de Mao Tse-Tung, Fundamentos, Madrid, 1974, tomo 4, pp. 98-99).
Mao sostenía que China podía derrotar a los ejércitos
reaccionarios sólo con mijo y fusiles, algo que poco después confirmaron los
campesinos vietnamitas. Estamos ante principios éticos y políticos básicos, sin
los cuales no vale la pena siquiera pensar en combatir, porque colocar la
tecnología militar en el centro es tanto como rendirse a la lógica del enemigo.
Las guerras populares siempre se ganaron con pueblos decididos, no con armas.
Sin embargo, lo anterior no resuelve el problema de cómo
enfrentar a enemigos que están dispuestos a exterminar a los sectores populares
del mundo para salir del atolladero en que se encuentran. Sobre todo, no sirve
para tomar decisiones ante lo que se adivina como un largo periodo de acoso
(campañas de cerco y aniquilamiento, las definían los comunistas chinos).
Sin la intención de agotar un debate que apenas comenzamos,
puedo observar cuatro necesidades de los movimientos para enfrentar esta nueva
etapa.
La primera, comprender la lógica de los de arriba. Lo que
supone estudiar, analizar y deducir qué planes tienen contra nosotros, qué
objetivos se trazan. No en general, sino en cada región, en cada país y en cada
área. Sabemos, por ejemplo, que vivimos en un periodo de acumulación por
desposesión, pero eso se manifiesta de modos muy distintos en el norte y en el
sur del planeta, allí donde hay minerales bajo tierra o donde predominan los
monocultivos transgénicos. Así como el papel que jugarán los estados en cada
situación.
Dos, conseguir autonomía integral, no depender de ellos. Lo
que supone conseguir incluso la autonomía alimentaria, quizá no total al
principio, pero trazarla como objetivo. El agua, la tierra, la comida, son
vitales. Para eso es necesario reducir hasta eliminar la dependencia de las políticas
sociales.
Tres, no hacerse ilusiones con las promesas, los buenos
modos y hasta las invitaciones que nos hacen los de arriba. El momento más
delicado para Cuba viene ahora que obtuvo el reconocimiento del imperio. Los de
arriba nunca dieron nada gratis.
Cuatro, la fundamental: estar dispuestos a combatir y a
afrontar todas las dificultades necesarias, los largos padecimientos antes de
derrotar a los enemigos, como dijo Mao en la citada entrevista. Esto es lo
decisivo: el estado de ánimo, la preparación espiritual para no desfallecer
ante los inevitables reveses y sufrimientos. Es la ética del compromiso. No nos
queda otro camino que cincelar la voluntad.
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