En ese retiro podría obtener la anhelada serenidad. Al llegar, por ejemplo, las fechas navideñas de ese año, Wittgenstein escribe en su diario: “Por desgracia, debo ir a Viena. (…) el pensamiento de ir a casa me aterra”. En realidad, él sólo piensa en poder volver cuanto antes a su retiro: “Estar solo aquí me hace un bien infinito, y no creo que pudiera soportar la vida entre las personas”. La semana antes de marcharse anotó: “Mis días aquí transcurren entre la lógica, silbar, pasear y estar deprimido”. La aparición de la lógica no es en absoluto casual: Wittgenstein está convencido, en ese momento, de que la solución de los problemas de lógica está irreductiblemente unida a su propia condición vital.
La claridad que la lógica aporta ha de ser –confía– el cimiento necesario para el fortalecimiento de la vida misma: “Le pido a Dios –escribe en el diario– ser más inteligente y que todo me resulte finalmente claro; ¡si no es así, no tengo necesidad de vivir mucho más tiempo!”.
Podría relacionarse, por tanto, la voluntad de apartamiento
de Ludwig Wittgenstein con la negación de toda posibilidad lingüística que el
pensador atribuye a algunas actividades o dimensiones de la experiencia, como
la ética, o lo sagrado. Al igual que sucede con la forma lógica, que no puede
expresarse dentro del lenguaje porque es la propia forma del lenguaje y por
tanto se le hace difícil manifestarse en él y tan sólo puede –¿y/o debe?– ser
mostrada, del mismo modo las verdades éticas y religiosas, igualmente
inexpresables, se manifiestan a sí mismas en la vida. Estamos aquí inmersos
plenamente en la conocida dicotomía del Tractatus
entre mostrar y decir, una idea que Wittgenstein ha elaborado insistentemente
en sus notas sobre lógica meditadas en Skjolden: “Las proposiciones así llamadas lógicas muestran las propiedades
lógicas del lenguaje y por tanto del universo, pero no dicen nada”.
Fotografía antigua de la cabaña de Wittgenstein |
De ahí también la ya famosa exigencia de mantener en
silencio aquéllos ámbitos para los que no se encuentra expresión precisa y
ajustada. Como si sólo este silencio les concediese la apertura necesaria para
su radical posibilidad ontológica; al tiempo, por lo demás, que lo extremo de
esa posibilidad ontológica fuese su propia apertura. Él mismo lo apuntó en un
fragmento de los años 29/30: “Es decir:
veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por
no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de
sentido lo que constituía su mismísima esencia”.
Conviene recordar también lo que Wittgenstein escribe en el
frente en la Primera Guerra Mundial, justo en el momento en que su cabaña se
está erigiendo: “Las cosas tal como son,
eso es Dios. Dios es las cosas tal como son”. La cabaña constituye, por
tanto, la preparación de un apartamiento decisivo, un retraimiento de todo
punto ineludible para que, precisamente la experiencia más intensa y precisa de
esa vida, tenga lugar. Como la cabaña, así la figura individual del pensador,
él también un apartado: “El filósofo –escribió– no es un ciudadano de ninguna comunidad de
ideas. Eso es lo que lo convierte en filósofo”. Esto nos conduce casi
inmediatamente a una de las afirmaciones más conocidas del Tractatus: “El sujeto no
pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo”.
En este mismo sentido, la cabaña supone verdaderamente la
creación de un espacio liminar. Un lugar donde el vivir esté todavía
apareciendo en su raíz. La vida mostrándose, antes de toda definición o
determinación que se imponga previamente o con posterioridad. De este modo, el
solipsismo “llevado hasta sus últimas
consecuencias” (Wittgenstein), coincide con el puro realismo: “El yo del solipsismo se contrae hasta
convertirse en un punto inextenso y queda la realidad con él coordinada”.
De hecho, lo que se busca en ese dominio donde la vida se despliega en su
desnudez más elemental y primitiva es que no haya todavía un acto de lenguaje
instituido, separado de la integridad inefable de la experiencia. La cabaña, de
esta forma, le permite al sujeto que la habita desligarse de toda tradición o
hábito heredado, de toda exigencia determinante y caracterizadora, incluso del
mismo acto inter-subjetivo.
Es sabido que la elección del fiordo de Skjolden en Noruega
se toma por su ubicación, suficientemente alejada de cualquier comunidad de
vecinos como para que el pensador no fuese molestado por nadie, y con el agua
del Sogne además de por medio (con los mismos materiales con los que se
hicieron los cimientos de la cabaña, á la Loos, Wittgenstein edificó un pequeño
embarcadero en la orilla; esto posibilitaba los solitarios paseos en barca que
tanto le gustaban). Es sabido, incluso, que a menudo alguien del pueblo, un
joven al que años más tarde Wittgenstein regalará la cabaña, dejaba alimentos
en el umbral de la morada, sin ver siquiera al pensador.
De este modo, en esa inmanencia muda y edénica, inserta como
en la gracia absoluta del vivir animal, parece que la voluntad de Wittgenstein
habría de ser la de alcanzar un tipo de experiencia en que no se tenga todavía
formada una expresión verbal o mental de las cosas. En su radical des-condicionamiento
le sería dado experimentar por fin y en soledad radiante la superación o el
paso previo antes de la fractura entre indicación y significación, entre ver y
hablar.
Restos de la cabaña de Wittgenstein ✆ Foto: Eduardo Outeiro, 2011 |
Restos del embarcadero construido por Wittgenstein en el fiordo de Skjolden ✆ Foto: Eduardo Outeiro, 2011 |
Fiordo de Skjolden ✆ Foto: Eduardo Outeiro, 2011 |
Resulta reveladora también, para entender la relación más íntima y profunda de Wittgenstein con la solitaria morada de Skjolden, la consideración que el propio pensador –que había leído, por cierto con admiración, el Walden de Thoreau– hará de la casa que años después (1925-26) construye en Viena para su hermana Gretl. Otra construcción, pero muy distinta desde luego de la rústica vivienda de Noruega. Un proyecto arquitectónico en el que, como es notorio, el autor del Tractatus no dejó ni un solo detalle por pensar y determinar. Casa de pormenor lógico hasta lo histérico que, en sus propias palabras, “es el producto de un oído decididamente sensible y de la buena educación, la expresión de una gran comprensión (de una cultura, etcétera). Pero la vida primordial, la vida salvaje pugnando por salir a la superficie…, eso es lo que falta. De modo que se puede decir que no es saludable”.
En este sustrato de vida primordial Wittgenstein cifraba la
esencia de cualquier obra de arte: “Dentro de todo gran arte –anotó– hay un
animal SALVAJE: domado”.
En Skjolden, sin embargo, en su lejanía y atavismo esencial
de pionero, las correspondencias entre las palabras y las cosas no están
todavía resueltas ni definidas o previstas de antemano. No hay nada cultural.
La cabaña se convierte en el puro lugar del ver, del contemplar. Y por tanto,
de la vida expuesta, mostrada, en lo abierto sin clausura. Allí sucede, en
verdad, el tener-lugar, el darse, de la vida misma. Y el milagro de que esa
impresión sea total; tan real que, si queremos, la impresión ya es la
expresión.
Seguramente Wittgenstein pensó que desde este punto –punto
en verdad del límite en relación con el mundo decible– sería posible, sin
embargo, alcanzar, como decimos, la serenidad. La serenidad pasiva de quien,
liberado tal vez de la necesidad del ser o de la identidad o identificación que
todo acto discursivo impone, se limita, justamente, a la contemplación. Porque,
en Wittgenstein, da la sensación de que las palabras, a veces, traen una
pulsión de muerte que lo acorrala, lo asquea y también seduce; todo ello en la
medida en que lo singularizan o señalan como individuo dolorosamente concreto,
particular. Diríamos que lo acusan angustiosamente. Lo ponen en el punto de
mira, especialmente su punto de mira, que es tortuoso y terrible. He ahí lo
que, en palabras de uno de sus discípulos, Maurice Drury, podríamos denominar
como el peligro de las palabras.
Es el caso, por ejemplo, del 4 de mayo de 1916, cuando
solicita el puesto más peligroso en el frente de batalla. Un puesto de
observación, de lo más arriesgado, desde luego. Aquél precisamente que lo
convierte en blanco directo de los disparos del enemigo. Sobre todo, como ha
sido su elección, en el turno de noche: al portar una luz, su figura se destaca
ostensiblemente sobre el fondo oscuro del cielo y de las aguas. Da la sensación
de que el joven soldado cree que sólo el apurar la singularidad –la
identificación– hasta la muerte le permitiría que le fuese concedida la
posibilidad de liberarse de su propia carga. “Quizá la proximidad de la muerte traiga luz a mi vida”, escribe en
esos momentos. Como relata uno de sus biógrafos, Ray Monk, “al día siguiente,
en el puesto de observación, esperó el bombardeo nocturno con gran ilusión. Se
sentía ‘como un príncipe en un castillo encantado’”. (La indefensión de
Wittgenstein a menudo se asemeja a la que podría sentir un niño –un niño que
cobijase, como él mismo afirmaba, infinitos demonios en su interior–. Un hombre-niño
también que, según notara Russell, podía aterrorizarse por la presencia de
avispas o de chinches en su habitación. Tal vez por este carácter medroso e
infantil Wittgenstein amase, como Benjamin, las fábulas y los cuentos de hadas.
De hecho, cuando se preparó para la práctica de la enseñanza escolar llegó a
comentar a su amigo Engelmann que así, al menos, podría leerles cuentos de
hadas a los niños: “eso me complace y alivia mi tensión”).
Pero, en la cabaña –ese otro castillo encantado–, hablamos
de alguien al fin redimido, apartado, en la visión, por la visión misma.
Alguien milagrosamente librado antes que nada de sí. En la medida en que, como
ya sugirió Merleau-Ponty, “la visión no
es cierto modo del pensamiento o presencia a sí mismo: es el medio que me es
dado para estar ausente de mí mismo” (El
ojo y el espíritu). Y hablamos de milagro porque ese individuo
des-personalizado, alguien que ha perdido felizmente el rostro, habrá de ser
entonces capaz de atender y hasta fundirse con el proceso mismo de salvaje
inmanencia en que la vida se hace y deshace continuamente, en su fondo y
lejanía primordiales. En lo que es simple y plenamente, como en una universal y
fiable visibilidad.
Y entonces, cuando las palabras ya no explican nada, o allí
donde no pueden decir nada, los ojos adquieren una penetración singularísima.
Quizás no se haya pensado suficientemente la importancia de la visualidad en
las meditaciones de Wittgenstein. Por ejemplo, el 11 de junio de 1916, todavía
en el frente de guerra, se plantea la siguiente cuestión: “¿Qué sé de Dios y
del propósito de la vida?”, y él mismo se responde con una serie de tanteos, de
los que seleccionamos algunos muy significativos: “Sé que este mundo existe. Que estoy emplazado en él al igual que mi
ojo en su campo visual. Algo acerca de su problemática, que llamo su sentido.
Que su sentido no reside en él sino fuera de él. (…) Sólo puedo volverme
independiente del mundo –y en cierto sentido dominarlo– renunciando a cualquier
influencia en los acontecimientos”. Toda esta preocupación por la
visualidad se trasladará al Tractatus.
Paradójicamente, la experiencia de retiro radical de la
cabaña promete el máximo de impersonalidad, de objetividad incluso: la de alguien
que tan sólo mira, y que ha desaparecido tras la imagen (del mundo).
Objetividad extrema de punto de vista, o incluso de visión: no-humano,
puramente óptico, cristalino. Sería el triunfo del clasicismo, si entendemos
por lenguaje clásico precisamente aquel enunciado que sólo habla por sí mismo,
que no tiene un sujeto detrás que lo fundamente o lo comente o lo deforme. De
hecho, como sabemos, la expresión clásica pretende dar cuenta de la realidad
sin un sujeto que la vea para luego decirla. La voluntad clásica no quiere
decir lo que alguien concreto ve, sino lo que es. Aquello que objetivamente es.
Cuando decimos que el lenguaje es un instrumento del sujeto situamos por tanto
al individuo siempre antes del lenguaje, y por ello convertimos el lenguaje en
una herramienta dependiente del individuo, fundada por la instancia previa,
anterior a todo punto, que llamamos sujeto. El enunciado clásico, por el
contrario, parece no depender de sujeto alguno, aunque, naturalmente, exista un
sujeto “técnico” que necesariamente lo ha desplegado o construido.
Pero aquí, como Wittgenstein deja entrever en sus
reflexiones y acciones arquitectónicas, lo importante es el carácter de
construcción, la dimensión técnica, metodológica, con que el producto está
realizado. La construcción de la morada es la forma lógica del habitar, incluso
de la vida: lo que les permite a las cosas al fin mostrarse. Mostrarse pura y
apocalípticamente: tal como son. Como claramente son, en su esclarecimiento
resolutivo. Claridad ética del proyecto arquitectónico. Su disciplina ascética
y purgativa: “La solución al problema de la vida –dirá también Wittgenstein en
el frente bélico– ha de verse en la desaparición del problema”. Ahora
entendemos por qué puede ayudar la claridad lógica a alcanzar una vida feliz, o
plena, o simplemente digna, saludable: porque el “pecado” –comenta todavía en
el frente, en 1916– se corresponde con “una vida irracional, una falsa visión
de la vida”. “Sabes –anota el 12 de agosto de ese año– lo que tienes que hacer
para vivir felizmente. ¿Por qué no lo haces? Porque eres irracional. Una vida
deshonesta es una vida irracional”.
En agosto de 1937 –otro año, junto con el anterior, en que
el filósofo pasa una temporada larga en la cabaña– vuelve a la carga, en
parecidos términos: “la manera de solucionar el problema que ves en la vida es
vivir de un modo tal que haga desaparecer el problema”. Ahora el estado anímico
de Wittgenstein es muy delicado: sufre depresiones, miedo incluso a la soledad
de la cabaña, desesperación respecto a la fe, falta de ideas. La solución, no
obstante, pasa de nuevo por el punto preciso de perspectiva, para
alcanzar a ver con claridad el problema: “Pero, ¿acaso no tenemos la sensación
de que alguien que no ve ningún problema en la vida está ciego ante algo
importante, incluso ante lo más importante de todo? ¿Acaso no digo yo a veces
que un hombre así está simplemente viviendo sin objeto, a ciegas, como un topo,
y que sólo con que pudiera ver, vería el problema?”.
Es ciertamente en la cabaña donde Wittgenstein puede
enfrentarse abiertamente con los problemas de lógica y consigo mismo, dos
aspectos que –como hemos visto– son siempre complementarios y hasta de
imposible distinción. “Creo que venir aquí ha sido lo más adecuado, gracias a
Dios –le escribe a Moore en octubre de 1936, desde Skjolden–. No puedo
imaginarme que pudiera trabajar en otro sitio que no fuera éste. Es un decorado
tranquilo, y quizá maravilloso; me refiero a su tranquila seriedad”. La
traducción en el lenguaje de la lógica a sus problemas de honestidad
existencial no se hace esperar, tal como allí mismo escribe en el Cuaderno
marrón: “La claridad a que nosotros aspiramos es ciertamente una claridad completa.
Pero esto sólo quiere decir que los problemas filosóficos deben desaparecer completamente.
El descubrimiento real es el que me hace capaz de dejar de hacer filosofía
cuando quiero. El que da paz a la filosofía, de manera que ya no esté
atormentada por cuestiones que la ponen a ella misma en cuestión. En cambio,
vamos a exponer ahora un método, por medio de ejemplos; y esa serie de ejemplos
puede ser dividida. Se resuelven problemas (se apartan dificultades), no un
único problema”.
Pero, al tiempo, en esa misma temporada de finales del 36,
mientras se ocupaba de la redacción definitiva de la primera parte de las Investigaciones
filosóficas, Wittgenstein comienza un durísimo proceso de autoconfesión, que
implica en principio tratar de ser brutalmente honesto consigo mismo –llegar,
según sus propias palabras, “hasta el fondo de sí mismo”– para, luego, proceder
a confesar todos sus “pecados” en público –a un público formado por su círculo
de amigos–. Es significativo el uso de símiles que –tanto en sus textos
personales de esta época como en sus escritos lógicos– tienen relación con la
arquitectura: “El edificio de tu orgullo debe ser desarmado. Y es un trabajo
terriblemente duro”. O también, en una declaración que, de nuevo, nos hace
pensar en la forma de construcción característica de Loos, la que él mismo
siguió en la cimentación de la cabaña y en la ideación de la casa para su
hermana: “Lo que estamos destruyendo no son sino castillos de naipes, con lo
que dejamos libre la base del lenguaje sobre la que se asientan”. El ideal de
rasurado formal de Loos también está presente en otros momentos, relacionado
–como en el arquitecto– con cuestiones morales: “Mentirse a sí mismo acerca de
sí mismo, engañarse acerca de cuáles son las verdaderas intenciones de la
propia voluntad, es algo que ha de ejercer una influencia dañina en el [propio]
estilo; pues el resultado será que no se podrá distinguir qué es verdadero en
ese estilo y qué falso… Si finjo delante de mí mismo, entonces eso es lo que
expresa el estilo. Y entonces el estilo no puede ser el mío propio. Si no se
está dispuesto a saber lo que se es, entones lo que se escribe es un forma de
engaño”. La obsesión por la honestidad y la pureza también se traduce en la
preocupación por la propia sexualidad y, hecho significativo, por la limpieza
de su morada. Así, cuando su amante Francis Skinner lo visita, a finales del
37, entre ambos adoptan un método particularmente riguroso para barrer el suelo
de la cabaña: arrojar hojas húmedas de té con el objeto de que absorban la
suciedad y, una vez secas, barrerlas. Es una extraña práctica que se hará
frecuente.
La última visita a Skjolden se produce en las vacaciones de
setiembre de 1950, ya Wittgenstein muy enfermo. Allí estudia, con su último
amante, Ben Richards, los Fundamentos de
aritmética de Frege. Tras unos días felices, han de volver a Inglaterra,
aunque Wittgenstein tiene intención de retornar. Reserva un pasaje para el 30
de diciembre en un vapor que debía zarpar de Newcastle a Bergen, pero ya no se
halla en condiciones de realizar el viaje: “Si
todo va bien –escribió–, el 30 de
diciembre volveré a zarpar hacia Skjolden. No creo que pueda quedarme en mi
cabaña, pues el trabajo físico que tengo que hacer es demasiado pesado para mí,
pero una vieja amiga me ha dicho que podría quedarme en su granja. Naturalmente
no sé si volveré a ser capaz de crear alguna obra decente, pero al menos voy a
concederme una verdadera oportunidad. Si no puedo trabajar allí, entonces no
puedo trabajar en ninguna parte”.
En Skjolden, en definitiva, parece que Wittgenstein
consiguió el punto preciso de perspectiva. La “tranquila seriedad” de su
entorno le permitió seguramente ver con algo de precisión y claridad los
problemas del lenguaje, también el problema que fue su vida. Es el milagro
inefable de la visión, pues, lo que, en definitiva, aporta luz y confirma la
sublimidad propia de que el mundo, talmente, sea. Confirmación que se da mucho
antes y de modo más relevante y hasta crucial a cómo sea, esto es: se diga,
este mundo. Hablamos de una constatación que, acaso, sólo el silencio y la
soledad salvaje de Skjolden hicieron posible. No puede ser casual que fuese
precisamente allí donde Wittgenstein reconoció haber vivido los instantes más
felices de su vida.
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